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Voto de Jordirozsa:
7
Thriller
Después de una reciente ruptura, Billy regresa a su ciudad natal para encontrar algo no está bien con su mejor amigo. (FILMAFFINITY)
7 de marzo de 2023
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Para algunos, «Kalamity» (2010) lo es en todos los sentidos: tanto en referencia a su contenido (como definición de un desastre de tales magnitudes, que desborda toda capacidad de comprensión humana, y deja todo fuera del alcance de cualquier posible reparación), como película de la que varios críticos han dicho las mil pestes, no sin crear un cierto efecto halo en la audiencia, que pasará de largo sin remedio ante este nada menospreciable trabajo de James M. Hausler, sólo por el condicionamiento que podrán haber creado los comentarios en plataformas y reseñas en prensa. Lo cierto, es que muy desapercibida pasó la cinta, aunque protagonizada por jóvenes actores como Nick Stahl (con un considerable número de títulos a sus espaldas y una tupida constelación de fans, pero bastante deterioradas su vida personal y su carrera profesional, demasiado prematuramente en decadencia) o Jonathan Jackson, quien hace sombra al principal con su bien trabajado rol en este «thriller» psicológico, como más adecuadamente se podría ubicar esta pieza en la taxonomía fílmica.
A Hausler, quien ya se había estrenado previamente con sendos largometrajes, que también pasaron sin pena ni gloria («Trip Out», 2005, que de algún modo nos recuerda a la legendaria «Trainspotting», 1996; y «Wild Seven», 2006, interpretada por los ya veteranos Richard Roundtree y Robert Loggia), se le puede perdonar el ya clásico sesgo del principiante que construye una ficción desde un punto de vista muy personal, combinado con un exceso de impulsividad y entusiasmo, y al que le falta la experiencia necesaria para tener una visión mucho más amplia, más allá de la expresión o exteriorización de la propia vivencia. Un tamiz que haga más creíble el producto.
Si uno asume de partida y con indulgencia el filtro óptico de la fantasía más privada del joven realizador, podríamos pasar por alto esa perspectiva egocéntrica y bisoña. Por otro lado, también es garantía de la mayor autenticidad de un discurso que será expuesto con más convicción. Un relato hiper íntimo del que, entre líneas, tal vez podamos extraer algunos de sus más profundos sentimientos, destilados del guion que él mismo escribe.
«Kalamity» está contada desde la nublada visión del joven Billy Klepack (Stahl), quien regresa a casa para poder procesar la ruptura de la relación sentimental que había mantenido con Alice (la bella y flamante Beau Garret), durante los cinco años de su último período en los estudios de secundaria. En su vuelta a un hogar donde le esperarán sus padres (interpretados por los también conocidos Robert Forster y Patricia Kalember), y su inocente y menor hermana Barbie (Samantha Hanratty), se reencontrará con su amigo Stan (Jonathan Jackson), quien compartirá el mismo infortunio con su respectiva pareja, Ashley (la muy solvente actriz israelí, Alona Tal).
Entre todo este elenco (en el que también estará el otro amigo de Billy, el extraño, pero más lúcido de lo que aparentará, Christian, encarnado por Cristopher M. Clark), se desarrollará el más trágico y patético juego de pasiones, afeos, odios, resentimientos…, propio del libreto de una ópera italiana decimonónica. Realmente, habría sido una gran idea e inversión, el haberle propuesto a Chris Mangum, creador de la banda sonora, que hubiese hecho de «Kalamity» (sobre todo con un título tan sugerente) un musical a lo «West Side Story», aunque en ningún caso habría logrado el estándar del venerado Robert Wise. En realidad, el terreno en el que se desenvuelve la semiótica de «Kalamity», es el de una de esas tristes baladas de las que podríamos gozar en un escenario de «Broadway», aunque con tonalidades bastante macabras. Basta con leer el subtítulo del cartel: «A killer love story» («una historia de amor asesina»), para que nos hagamos idea de que cualquier renombrado compositor como Verdi, Puccini o Pietro Mascagni, se habría frotado las manos.
El set sitúa la acción en el norte de Virginia, para perplejidad de los tranquilos habitantes del paraje, quienes presumiblemente se cabrearían bastante por endosarles tan siniestra efeméride, más propia de localizaciones con mayor índice de criminalidad en territorio USA. Cierto es que en todas partes se pueden cocer habas, como dice el refrán, pero no deja de ser un guiño travieso y/o perverso de la escenografía propuesta por la directora de arte, Katherine Rusch, este contraste entre la exuberante belleza de los entornos exteriores, la aparentemente imperturbable paz del andurrial, y las sombras más ennegrecidas del alma de nuestros protagonistas, que allí moran.
La cámara de Jim Hunter nos cuenta mucho más de lo que los diálogos, superficiales y poco elocuentes, nos informan sobre los avatares del mundo interno de las figuras dramáticas presentadas. En realidad, un alto porcentaje del mensaje se transmite con la luz, los encuadres y el montaje (que nos inserta etéreos «flashbacks» como reflejo de los vagos y difusos recuerdos de Billy), y poco se descifra del nivel de comunicación verbal, excepto en los momentos climáticos, en los que se requiere del «tutti» de formas comunicativas para llevarnos a los puntos de máxima tensión acumulada y descarga, que marcan los límites de cada uno de los actos, por otra parte bastante indiferenciados por su lento ritmo.
Con sobrada maestría, Hunter llega ese «gut level» de comunicación entre los personajes y el espectador, estableciendo la recóndita conexión con sus cavilaciones, sus miedos, sus obsesiones… y su sufrimiento. A pesar del carácter y la diferente forma de gestionar sus respectivas situaciones en la dimensión socioafectiva, materializada en la forma manifiesta de relacionarse entre ellos, el responsable de la imagen logra caracterizar con su técnica y su arte a los tres muchachos, y transmitirnos su fuero interno, para que se establezcan nexos de identificación, por reprobables moralmente que hallemos algunas (sino todas) de sus acciones. Si es así, objetivo cumplido,
A Hausler, quien ya se había estrenado previamente con sendos largometrajes, que también pasaron sin pena ni gloria («Trip Out», 2005, que de algún modo nos recuerda a la legendaria «Trainspotting», 1996; y «Wild Seven», 2006, interpretada por los ya veteranos Richard Roundtree y Robert Loggia), se le puede perdonar el ya clásico sesgo del principiante que construye una ficción desde un punto de vista muy personal, combinado con un exceso de impulsividad y entusiasmo, y al que le falta la experiencia necesaria para tener una visión mucho más amplia, más allá de la expresión o exteriorización de la propia vivencia. Un tamiz que haga más creíble el producto.
Si uno asume de partida y con indulgencia el filtro óptico de la fantasía más privada del joven realizador, podríamos pasar por alto esa perspectiva egocéntrica y bisoña. Por otro lado, también es garantía de la mayor autenticidad de un discurso que será expuesto con más convicción. Un relato hiper íntimo del que, entre líneas, tal vez podamos extraer algunos de sus más profundos sentimientos, destilados del guion que él mismo escribe.
«Kalamity» está contada desde la nublada visión del joven Billy Klepack (Stahl), quien regresa a casa para poder procesar la ruptura de la relación sentimental que había mantenido con Alice (la bella y flamante Beau Garret), durante los cinco años de su último período en los estudios de secundaria. En su vuelta a un hogar donde le esperarán sus padres (interpretados por los también conocidos Robert Forster y Patricia Kalember), y su inocente y menor hermana Barbie (Samantha Hanratty), se reencontrará con su amigo Stan (Jonathan Jackson), quien compartirá el mismo infortunio con su respectiva pareja, Ashley (la muy solvente actriz israelí, Alona Tal).
Entre todo este elenco (en el que también estará el otro amigo de Billy, el extraño, pero más lúcido de lo que aparentará, Christian, encarnado por Cristopher M. Clark), se desarrollará el más trágico y patético juego de pasiones, afeos, odios, resentimientos…, propio del libreto de una ópera italiana decimonónica. Realmente, habría sido una gran idea e inversión, el haberle propuesto a Chris Mangum, creador de la banda sonora, que hubiese hecho de «Kalamity» (sobre todo con un título tan sugerente) un musical a lo «West Side Story», aunque en ningún caso habría logrado el estándar del venerado Robert Wise. En realidad, el terreno en el que se desenvuelve la semiótica de «Kalamity», es el de una de esas tristes baladas de las que podríamos gozar en un escenario de «Broadway», aunque con tonalidades bastante macabras. Basta con leer el subtítulo del cartel: «A killer love story» («una historia de amor asesina»), para que nos hagamos idea de que cualquier renombrado compositor como Verdi, Puccini o Pietro Mascagni, se habría frotado las manos.
El set sitúa la acción en el norte de Virginia, para perplejidad de los tranquilos habitantes del paraje, quienes presumiblemente se cabrearían bastante por endosarles tan siniestra efeméride, más propia de localizaciones con mayor índice de criminalidad en territorio USA. Cierto es que en todas partes se pueden cocer habas, como dice el refrán, pero no deja de ser un guiño travieso y/o perverso de la escenografía propuesta por la directora de arte, Katherine Rusch, este contraste entre la exuberante belleza de los entornos exteriores, la aparentemente imperturbable paz del andurrial, y las sombras más ennegrecidas del alma de nuestros protagonistas, que allí moran.
La cámara de Jim Hunter nos cuenta mucho más de lo que los diálogos, superficiales y poco elocuentes, nos informan sobre los avatares del mundo interno de las figuras dramáticas presentadas. En realidad, un alto porcentaje del mensaje se transmite con la luz, los encuadres y el montaje (que nos inserta etéreos «flashbacks» como reflejo de los vagos y difusos recuerdos de Billy), y poco se descifra del nivel de comunicación verbal, excepto en los momentos climáticos, en los que se requiere del «tutti» de formas comunicativas para llevarnos a los puntos de máxima tensión acumulada y descarga, que marcan los límites de cada uno de los actos, por otra parte bastante indiferenciados por su lento ritmo.
Con sobrada maestría, Hunter llega ese «gut level» de comunicación entre los personajes y el espectador, estableciendo la recóndita conexión con sus cavilaciones, sus miedos, sus obsesiones… y su sufrimiento. A pesar del carácter y la diferente forma de gestionar sus respectivas situaciones en la dimensión socioafectiva, materializada en la forma manifiesta de relacionarse entre ellos, el responsable de la imagen logra caracterizar con su técnica y su arte a los tres muchachos, y transmitirnos su fuero interno, para que se establezcan nexos de identificación, por reprobables moralmente que hallemos algunas (sino todas) de sus acciones. Si es así, objetivo cumplido,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
porque la reprobación moral de un acto ajeno siempre es proyección o reflejo de lo que rechazamos de nosotros mismos.
En el sosegado compás de la historia, podemos distinguir tres actos diferenciados: el primero, a modo de introducción, en el que un Billy aturdido y todavía lamiéndose las heridas del despecho, intenta ubicarse en su originario ambiente familiar, en el que no encontrará la paz que desea; las relaciones con los suyos se prueban someras e insustanciales, frívolas. El chaval no hallará el apoyo que necesita (véase entre las primeras escenas, la de la cena familiar nada más llegar a casa). La única persona de su entorno inmediato que se le acercará mostrando su preocupación por él (la pequeña Barbie), no puede ser en ningún modo la escogida confidente para acoger su atribulada alma: «hay cosas que no puedes comprender», le espeta Billy en el coche, en una ocasión en la que va a recogerla a la escuela.
Con todo, Billy logra hacer su proceso de duelo más o menos funcionalmente, mientras que Stan, su tocayo, con su comportamiento cada vez más errático, y mostrándose cada vez más irascible, irá exponiendo su funesto temperamento: del desaliño (escena del «pub», en cómo despacha a una conocida de él y de Billy) a la misoginia, y de ahí a la monstruosidad y la pérdida absoluta de control.
Una jugada sucia del jefe de casting, Lauren Bass, es la de esconder bajo el guapísimo rostro de Stan (en el que podríamos fijar, por su atractivo, un punto de empatía), a un peligroso psicópata sobre el que, poco a poco, tanto Billy como el pusilánime Chris (por su fisionomía, su desnerecido y su acomplejado talante, sería más lógico atribuirle el ramalazo perturbado), irán cerniendo sospechas (sobre todo desde la desaparición de Ashley), pero sin arrestos ni acierto de hacer nada efectivo ni resolutivo al respecto: ¿por qué no llaman a la policía cuando descubren semi-enterrado el cadáver de Ashley, la ex de su amigo Stan? Seguramente, si el «script» los hubiera llevado a marcar el 911, ahí se acababa la película.
La complicidad entre Billy y Stan dista de ser algo real, pues ambos hacen una evolución totalmente inversa en su afrontamiento del desamor: Billy, dentro de lo neurótico, va asimilando su nuevo «status quo» de las cosas, pero Stan entra en una espiral psicótica que, justificando su actuación para el bien de su querido amigo, desde una posición puramente paternalista y tiránica, lo lleva literalmente a desplazarse a donde Alice y su nueva pareja, y despacharlos a ambos sin ningún tipo de contemplación. Aspecto, éste, que viene determinado por el muy simple, pero simbólico y eficaz, juego de «planting» vs «pay-off»» que se establece entre dos momentos de esencial importancia gráfica: la delirante escena en la que, ante un semáforo en rojo, el «BMW» de Stan se para al lado del auto de la despampanante rubia a la que apunta con la pistola, con ardido deseo de descerrajarle un tiro, sin que ella ni se dé cuenta. Instante que tiene su réplica, justo antes de los títulos de crédito finales, en los que, ante el semáforo en verde, Billy, en su «Volvo», tiene la visión de Alice sentada a su lado: como la señal metafórica de que, después del estancamiento vital que ha supuesto la pérdida de su relación, es momento de «seguir adelante».
El que ya casi desde un principio el público sepa el palo del que va Stan, y los demás lo vayan intuyendo poco a poco, en el pausado «slowburn» al que avanza la acción, pero sin atreverse a dar un paso decisivo al respecto, da un toque de suspense que ayuda sin duda a mantener la tensión dramática en el compás de la historia, que conduce a la irremediable destinación final del cuadro dantesco que se encuentra Billy en llegar a la casa donde viven sus dos amigos: con Chris muerto de un disparo por haber descubierto al psicópata Stan, y éste pidiéndole a Billy que termine con su vida, porque no puede soportar el peso de ser consciente de lo que ha hecho. Todo, una auténtica calamidad..
En el sosegado compás de la historia, podemos distinguir tres actos diferenciados: el primero, a modo de introducción, en el que un Billy aturdido y todavía lamiéndose las heridas del despecho, intenta ubicarse en su originario ambiente familiar, en el que no encontrará la paz que desea; las relaciones con los suyos se prueban someras e insustanciales, frívolas. El chaval no hallará el apoyo que necesita (véase entre las primeras escenas, la de la cena familiar nada más llegar a casa). La única persona de su entorno inmediato que se le acercará mostrando su preocupación por él (la pequeña Barbie), no puede ser en ningún modo la escogida confidente para acoger su atribulada alma: «hay cosas que no puedes comprender», le espeta Billy en el coche, en una ocasión en la que va a recogerla a la escuela.
Con todo, Billy logra hacer su proceso de duelo más o menos funcionalmente, mientras que Stan, su tocayo, con su comportamiento cada vez más errático, y mostrándose cada vez más irascible, irá exponiendo su funesto temperamento: del desaliño (escena del «pub», en cómo despacha a una conocida de él y de Billy) a la misoginia, y de ahí a la monstruosidad y la pérdida absoluta de control.
Una jugada sucia del jefe de casting, Lauren Bass, es la de esconder bajo el guapísimo rostro de Stan (en el que podríamos fijar, por su atractivo, un punto de empatía), a un peligroso psicópata sobre el que, poco a poco, tanto Billy como el pusilánime Chris (por su fisionomía, su desnerecido y su acomplejado talante, sería más lógico atribuirle el ramalazo perturbado), irán cerniendo sospechas (sobre todo desde la desaparición de Ashley), pero sin arrestos ni acierto de hacer nada efectivo ni resolutivo al respecto: ¿por qué no llaman a la policía cuando descubren semi-enterrado el cadáver de Ashley, la ex de su amigo Stan? Seguramente, si el «script» los hubiera llevado a marcar el 911, ahí se acababa la película.
La complicidad entre Billy y Stan dista de ser algo real, pues ambos hacen una evolución totalmente inversa en su afrontamiento del desamor: Billy, dentro de lo neurótico, va asimilando su nuevo «status quo» de las cosas, pero Stan entra en una espiral psicótica que, justificando su actuación para el bien de su querido amigo, desde una posición puramente paternalista y tiránica, lo lleva literalmente a desplazarse a donde Alice y su nueva pareja, y despacharlos a ambos sin ningún tipo de contemplación. Aspecto, éste, que viene determinado por el muy simple, pero simbólico y eficaz, juego de «planting» vs «pay-off»» que se establece entre dos momentos de esencial importancia gráfica: la delirante escena en la que, ante un semáforo en rojo, el «BMW» de Stan se para al lado del auto de la despampanante rubia a la que apunta con la pistola, con ardido deseo de descerrajarle un tiro, sin que ella ni se dé cuenta. Instante que tiene su réplica, justo antes de los títulos de crédito finales, en los que, ante el semáforo en verde, Billy, en su «Volvo», tiene la visión de Alice sentada a su lado: como la señal metafórica de que, después del estancamiento vital que ha supuesto la pérdida de su relación, es momento de «seguir adelante».
El que ya casi desde un principio el público sepa el palo del que va Stan, y los demás lo vayan intuyendo poco a poco, en el pausado «slowburn» al que avanza la acción, pero sin atreverse a dar un paso decisivo al respecto, da un toque de suspense que ayuda sin duda a mantener la tensión dramática en el compás de la historia, que conduce a la irremediable destinación final del cuadro dantesco que se encuentra Billy en llegar a la casa donde viven sus dos amigos: con Chris muerto de un disparo por haber descubierto al psicópata Stan, y éste pidiéndole a Billy que termine con su vida, porque no puede soportar el peso de ser consciente de lo que ha hecho. Todo, una auténtica calamidad..