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Terror. Fantástico
H.P. Lovecraft, el conocido escritor de terror, busca a comienzos de los años 30 el libro Necronomicón. Lo encuentra custiodado por monjes en una biblioteca y copia varias historias de él, que se desarrollan ante los ojos del espectador y los suyos.(FILMAFFINITY)
20 de junio de 2022
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los más fascinantes aspectos que me ha encantado del tan inefable como esperpéntico universo creado por H.P. Lovecraft, en las rápidas y superficiales lecturas de varios artículos, ya no sólo para entender la curiosa “Necronomicón” (1993), sinó también para tener algo de base para un comentario mínimamente decente de la misma, es la caudal relevancia que el escritor estadounidense tuvo en la evolución de la literatura de terror, como continuador de sus predecesores en el s.XIX (el indiscutible referente Edgar Allan Poe), respecto a los cuales marcó el punto de inflexión del estilo más puramente gótico, a la ideación de un mundo (o submundo) de seres monstruosos dispuestos a torturar al ser humano de las formas más variopintas posibles.
H.P. Lovecraft fue capaz de construir unas realidades que, por ser supuestamente paralelas y ocultas a la que experimentamos, han llegado a tales cotas de verosimilitud en la imaginación de fans, lectores y otras especies, que hay quien llegó a creer de la existencia de los productos de su corpus mitológico, diríamos casi que particular, a la vez que original y pionero en el género. Y el libro “Necronomicón” es uno de estos objetos que alguien puede estar todavía buscando, y esperar encontrar en algún profundo subterráneo de alguna ruinosa biblioteca, donde los ratones darían cuenta a sus anchas de piezas históricas de valor incalculable que nadie sospecharía que están escondidas en las tripas de alguno de estos emblemáticos edificios destinados a custodiar los pensamientos hechos tinta, de quienes poblaron el planeta bastante antes que nosotros.
Y eso quizás porque precisamente en “Necronomicón” (1993), película de tres actos episódicos, independientes entre sí, con un cuarto que sirve de hilo conductor de principio a fin, se recrea la hipotética y fantasiosa aventura del propio Lovecraft, interpretado por Jeffrey Combs, quien comparte varios carteles con el director Brian Yuzna, responsable del “wrapparound” de esta película, y de su tercera y última parte; el protagonista se cuela en uno de esos recónditos escondrijos de libros, buscando el “tratado sobre los muertos” o “el que trata de los muertos”, según sería su traducción etimológica aproximada, y zafándose de los tan extravagantes como lúgubres custodios de la joya, entra en la cámara acorazada donde está celosamente guardada, y allí se dedica a explorar entre sus páginas, en las que representa que hallará la inspiración para escribir las tres historias que el film nos representa gráficamente.
El ”Necronomicón”, tal y como se deduce del pensamiento “lovecraftiano”, es un compendio de fórmulas y rituales que sirven de puerta o contacto con este mundo paralelo de criaturas y entes que gobiernan los terrores de los mortales. Y el más que probable efecto de su lectura parece ser el perder la cordura e incluso la muerte. Una traducción poética, simbólica, del concepto de lo “inefable”, que en toda expresión religiosa se manifiesta. Por ejemplo, en la tradición judía, véase lo que les sucede a los que osan tocar o abrir el Arca de la Alianza. O lo que es de Prometeo por intentar robarles el fuego a los dioses.
Conceptualmente, y así ha sido para algunos, el “Necronomicón” ha llegado a ser, más allá de lo objetual que pueda representar, un mito con una función análoga a lo que seria el Grial que el caballero Parsifal buscaba con tanto afán, y que condensa la llave para contactar con esa entidad “todopoderosa” e “inefable”. Y aunque Lovecraft no simpatizara con ellos, más bien lo contrario, tanto Sigmund Freud como C.G. Jung explican en sus respectivas teorías (el segundo con mejor acierto que el primero), la base psíquica y antropológica que subyace a esos mundos fantásticos que todos en cierto modo podemos engendrar, para recrear aquello que nuestras mentes no pueden figurar de por sí.
Ateo profeso, y criado en una burbuja sobreprotectora de la burguesía norteamericana, de corte supremacista y racista, H.P. Lovecraft fue irónicamente víctima de ese entorno, pues en él vivió atrincherado. Lógico es que en lo “externo” a ese glóbulo aislante identificara el origen de todos los entes fantásticos que él y su cuadrilla criaron y alimentaron hasta convertirse en un referente artístico.
Lo asombroso y retador es poder traducir al audiovisual, el conjunto de componentes de la pesadilla lovecraftiana, especialmente en aras de conseguir buenos resultados. En primer lugar, y ya como cita el Dr.Llopis, la angustia cósmica, manifiesta en el simbolismo onírico, tiene un origen en la motivación psicológica de rellenar el vacío que deja el ateísmo de Lovecraft. La experiencia del terror que transmite su obra es algo indefinido, aunque presente y real, que cada persona o individuo que quiera hacer de ello una lectura, encontrará una interpretación diferente.
Por ello, ¿quién o quienes se atreverán, o se atrevieron en su tiempo, a recoger el guante de plasmar en celuloide el horror concebido en este estilo? Otras manifestaciones artísticas como la pintura, la música… quizás tengan más fácil establecer una sintonía, pero el cine, que aparentemente ha sido, sobre todo el de corte más comercial, tendente a lo figurativo, ha conseguido hacerse con cierta elegancia con la esencia del terror de Lovecraft, principalmente cuando éste ha sido simplemente una fuente de inspiración: dos ejemplos de ello serían John Carpenter, con “La Cosa del Otro Mundo” (1982); y el escritor Stephen King, del cual no pocas novelas de terror han sido traspasadas, las veces como calco, a la gran pantalla. De modo que el escritor ya actua como filtro o traductor del lenguaje literario de Lovecraft a las exigencias del mundo de la claqueta.
Así, el trabajo hecho en “Necronomicón” (1993), en el que vemos a Yuzna con un peso específico en su proceso, no sólo de dirección, como también de producción, vendría a ser más bien una rendición de culto a Lovecraft, que no un intento serio de adaptación de sus trabajos escritos.
H.P. Lovecraft fue capaz de construir unas realidades que, por ser supuestamente paralelas y ocultas a la que experimentamos, han llegado a tales cotas de verosimilitud en la imaginación de fans, lectores y otras especies, que hay quien llegó a creer de la existencia de los productos de su corpus mitológico, diríamos casi que particular, a la vez que original y pionero en el género. Y el libro “Necronomicón” es uno de estos objetos que alguien puede estar todavía buscando, y esperar encontrar en algún profundo subterráneo de alguna ruinosa biblioteca, donde los ratones darían cuenta a sus anchas de piezas históricas de valor incalculable que nadie sospecharía que están escondidas en las tripas de alguno de estos emblemáticos edificios destinados a custodiar los pensamientos hechos tinta, de quienes poblaron el planeta bastante antes que nosotros.
Y eso quizás porque precisamente en “Necronomicón” (1993), película de tres actos episódicos, independientes entre sí, con un cuarto que sirve de hilo conductor de principio a fin, se recrea la hipotética y fantasiosa aventura del propio Lovecraft, interpretado por Jeffrey Combs, quien comparte varios carteles con el director Brian Yuzna, responsable del “wrapparound” de esta película, y de su tercera y última parte; el protagonista se cuela en uno de esos recónditos escondrijos de libros, buscando el “tratado sobre los muertos” o “el que trata de los muertos”, según sería su traducción etimológica aproximada, y zafándose de los tan extravagantes como lúgubres custodios de la joya, entra en la cámara acorazada donde está celosamente guardada, y allí se dedica a explorar entre sus páginas, en las que representa que hallará la inspiración para escribir las tres historias que el film nos representa gráficamente.
El ”Necronomicón”, tal y como se deduce del pensamiento “lovecraftiano”, es un compendio de fórmulas y rituales que sirven de puerta o contacto con este mundo paralelo de criaturas y entes que gobiernan los terrores de los mortales. Y el más que probable efecto de su lectura parece ser el perder la cordura e incluso la muerte. Una traducción poética, simbólica, del concepto de lo “inefable”, que en toda expresión religiosa se manifiesta. Por ejemplo, en la tradición judía, véase lo que les sucede a los que osan tocar o abrir el Arca de la Alianza. O lo que es de Prometeo por intentar robarles el fuego a los dioses.
Conceptualmente, y así ha sido para algunos, el “Necronomicón” ha llegado a ser, más allá de lo objetual que pueda representar, un mito con una función análoga a lo que seria el Grial que el caballero Parsifal buscaba con tanto afán, y que condensa la llave para contactar con esa entidad “todopoderosa” e “inefable”. Y aunque Lovecraft no simpatizara con ellos, más bien lo contrario, tanto Sigmund Freud como C.G. Jung explican en sus respectivas teorías (el segundo con mejor acierto que el primero), la base psíquica y antropológica que subyace a esos mundos fantásticos que todos en cierto modo podemos engendrar, para recrear aquello que nuestras mentes no pueden figurar de por sí.
Ateo profeso, y criado en una burbuja sobreprotectora de la burguesía norteamericana, de corte supremacista y racista, H.P. Lovecraft fue irónicamente víctima de ese entorno, pues en él vivió atrincherado. Lógico es que en lo “externo” a ese glóbulo aislante identificara el origen de todos los entes fantásticos que él y su cuadrilla criaron y alimentaron hasta convertirse en un referente artístico.
Lo asombroso y retador es poder traducir al audiovisual, el conjunto de componentes de la pesadilla lovecraftiana, especialmente en aras de conseguir buenos resultados. En primer lugar, y ya como cita el Dr.Llopis, la angustia cósmica, manifiesta en el simbolismo onírico, tiene un origen en la motivación psicológica de rellenar el vacío que deja el ateísmo de Lovecraft. La experiencia del terror que transmite su obra es algo indefinido, aunque presente y real, que cada persona o individuo que quiera hacer de ello una lectura, encontrará una interpretación diferente.
Por ello, ¿quién o quienes se atreverán, o se atrevieron en su tiempo, a recoger el guante de plasmar en celuloide el horror concebido en este estilo? Otras manifestaciones artísticas como la pintura, la música… quizás tengan más fácil establecer una sintonía, pero el cine, que aparentemente ha sido, sobre todo el de corte más comercial, tendente a lo figurativo, ha conseguido hacerse con cierta elegancia con la esencia del terror de Lovecraft, principalmente cuando éste ha sido simplemente una fuente de inspiración: dos ejemplos de ello serían John Carpenter, con “La Cosa del Otro Mundo” (1982); y el escritor Stephen King, del cual no pocas novelas de terror han sido traspasadas, las veces como calco, a la gran pantalla. De modo que el escritor ya actua como filtro o traductor del lenguaje literario de Lovecraft a las exigencias del mundo de la claqueta.
Así, el trabajo hecho en “Necronomicón” (1993), en el que vemos a Yuzna con un peso específico en su proceso, no sólo de dirección, como también de producción, vendría a ser más bien una rendición de culto a Lovecraft, que no un intento serio de adaptación de sus trabajos escritos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Cierto es que las película contiene innombrables referencias a sus Cuentos Macabros, al mito de Chtuluh (el monstruo del primer capítulo), a las razas menores (los monstruos del tercer capítulo que se alimentan de la médula ósea de humanos), e incluso a la propia condición enfermiza de Lovecraft en sus últimos años de vida: a menos de 20º C el hombre se ponía mal, precisamente lo inverso que le sucede al Dr. Madden (soberbiamente interpretado por David Warner), quien tiene que conservar su ambiente a temperaturas heladas y nutrirse de líquido espinal (será el líquido cefalorraquídeo), para conservar su condición de inmortalidad.
Por lo tanto, ya no se trata tanto de intentar hacer una adaptación fiel de una de las obras del consagrado autor, sino servirse de sus temáticas para gastar, como en producciones parejas como “Reanimator” (1985) y todas las de la saga que siguieron, y similares, los últimos cartuchos de un cine que entre finales de los 70 y principios de los 90 no reparó en muñecos de látex y litros y litros de potingues (maquillajes, sangre “de mentira”, y otras sustancias de variada viscosidad) para provocar el horror que hasta entonces prácticamente sólo se había producido con la música, y las combinaciones de luces y sombras en películas clásicas desde los inicios del cine hasta que entraron en juego los inventores, fabricantes y laboratorios de efectos especiales que revolucionaron la factoría del terror. Un terror que, por esta razón, había quedado bastante encorsetado en lo gótico y el psicológico, ya que los recursos técnicos no daban más de sí.
A las puertas de toda la revolución que supondrían los efectos digitales por ordenador, “Necronomicón” (1993) es una de estas películas que llegan a la cota del maximalismo en lo que refiere a la exhibición de asquerosidades varias con las que se pretendía asustar al espectador, y que como más conseguían remover su estómago, o incluso despertar alguna mueca de risa contenida, ya que con tanto desparrame de víscera y secreción repugnante se llega no en pocas ocasiones a lo grotesco. Y, de tan grotesco, inverosímil, lo contrario de lo que tiene que conseguir un film de terror, si quiere asustar realmente: que lo que los ojos del espectador capten (y el resto de sentidos), sea tan aterrador como supuestamente veraz.
Muchas son las películas en las que un toque sarcástico se apercibe, e incluso parece en no pocos casos que sea el director y/o los autores del “script”, los que emiten un guiño tras la cámara para provocar tal efecto. Por ejemplo, en la fórmula de “Creepshow” y derivadas, a las que se busca también la similitud o inspiración en lo “lovecraftiano” en cuanto a la temática, hallamos ejemplos de momentos en los que, a parte de una reacción aversiva ante la casquería y los mocos de los bichos, alguna risa (o varias) aparece como respuesta ante lo que puede causar, simplemente, perplejidad, más que horror.
La narrativa de Necronomicón (1993), tiene mucho que ver con el estilo de las antologías de las “Historias de la Cripta” (películas y series), no sólo por lo ya referido, sinó también por la facilidad con la que se podría hacer, en el plano literario, una traslación al formato del cómic.
Poco margen se da a los actores, con unos diálogos reducidos que podrían perfectamente caber en los globos de unas viñetas. Sus interpretaciones quedan sobradamente enriquecidas sólo por su presencia, en el caso de David Warner, Bruce Payton y Jeffrey Combs. Sus respectivas mochilas ya les hacen imprimir autoridad, por su jeta (valga la redundancia) ante la cámara.
En lo gráfico, visual y plástico, los directores de esta antología ponen toda la carne en el asador, para recrear un códice de simbolismos con el que representar los mitos de su homenajeado escritor. Que sea ésta su intención, y, en caso afirmativo, lo hayan logrado, es un largo debate en el que se entrecruzará multitud de opiniones, visiones i gustos dispares de toda la audiencia.
Por lo tanto, ya no se trata tanto de intentar hacer una adaptación fiel de una de las obras del consagrado autor, sino servirse de sus temáticas para gastar, como en producciones parejas como “Reanimator” (1985) y todas las de la saga que siguieron, y similares, los últimos cartuchos de un cine que entre finales de los 70 y principios de los 90 no reparó en muñecos de látex y litros y litros de potingues (maquillajes, sangre “de mentira”, y otras sustancias de variada viscosidad) para provocar el horror que hasta entonces prácticamente sólo se había producido con la música, y las combinaciones de luces y sombras en películas clásicas desde los inicios del cine hasta que entraron en juego los inventores, fabricantes y laboratorios de efectos especiales que revolucionaron la factoría del terror. Un terror que, por esta razón, había quedado bastante encorsetado en lo gótico y el psicológico, ya que los recursos técnicos no daban más de sí.
A las puertas de toda la revolución que supondrían los efectos digitales por ordenador, “Necronomicón” (1993) es una de estas películas que llegan a la cota del maximalismo en lo que refiere a la exhibición de asquerosidades varias con las que se pretendía asustar al espectador, y que como más conseguían remover su estómago, o incluso despertar alguna mueca de risa contenida, ya que con tanto desparrame de víscera y secreción repugnante se llega no en pocas ocasiones a lo grotesco. Y, de tan grotesco, inverosímil, lo contrario de lo que tiene que conseguir un film de terror, si quiere asustar realmente: que lo que los ojos del espectador capten (y el resto de sentidos), sea tan aterrador como supuestamente veraz.
Muchas son las películas en las que un toque sarcástico se apercibe, e incluso parece en no pocos casos que sea el director y/o los autores del “script”, los que emiten un guiño tras la cámara para provocar tal efecto. Por ejemplo, en la fórmula de “Creepshow” y derivadas, a las que se busca también la similitud o inspiración en lo “lovecraftiano” en cuanto a la temática, hallamos ejemplos de momentos en los que, a parte de una reacción aversiva ante la casquería y los mocos de los bichos, alguna risa (o varias) aparece como respuesta ante lo que puede causar, simplemente, perplejidad, más que horror.
La narrativa de Necronomicón (1993), tiene mucho que ver con el estilo de las antologías de las “Historias de la Cripta” (películas y series), no sólo por lo ya referido, sinó también por la facilidad con la que se podría hacer, en el plano literario, una traslación al formato del cómic.
Poco margen se da a los actores, con unos diálogos reducidos que podrían perfectamente caber en los globos de unas viñetas. Sus interpretaciones quedan sobradamente enriquecidas sólo por su presencia, en el caso de David Warner, Bruce Payton y Jeffrey Combs. Sus respectivas mochilas ya les hacen imprimir autoridad, por su jeta (valga la redundancia) ante la cámara.
En lo gráfico, visual y plástico, los directores de esta antología ponen toda la carne en el asador, para recrear un códice de simbolismos con el que representar los mitos de su homenajeado escritor. Que sea ésta su intención, y, en caso afirmativo, lo hayan logrado, es un largo debate en el que se entrecruzará multitud de opiniones, visiones i gustos dispares de toda la audiencia.