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Voto de Jordirozsa:
6
3,0
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Thriller
Shane es un joven universitario que comparte habitación con un compañero. Cuando éste lo invita a comer en casa de sus padres, Shane siente envidia tanto de la acomodada posición social de su amigo como del cariño que le muestran sus padres. Durante una disputa, Shane no duda en dejarlo caer por un precipicio. Desde entonces, Shane irá ocupando poco a poco el lugar de la víctima. Pero también despertará en la madre un oscuro deseo. (FILMAFFINITY) [+]
29 de mayo de 2021
15 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Dark Desire” es uno de tantos innumerables telefilmes de sobremesa con los que, en nuestro país, cadenas como TVE1 o Antena3 llevan prodigándonos desde hace muchos años, siguiendo el modelo anglosajón de lo que allá en ianquilandia etiquetan como “soap movie”.
Se trata, pues, de un tipo de película que no se acostumbra a acompañar con palomitas y cerveza o coca-cola, sino más bién de un resopón, si es por la noche de un viernes o un sábado, o del café si se trata de un sábado o domingo por la tarde, pudiéndose empalmar con la merienda (suelen dar doble sesión), para disfrute de toda la familia, o como alternativa para los miembros de ésta, a los que no les gusta seguir los partidos de liga.
En países que tenemos por “civilizados”, tratándose de vídeo filmes con contenidos de la categoría de “Dark Desire”, suelen optar por la franja nocturna, mientras que aquí indistintamente puede ser cualquiera de ambas, ya que eso del horario infantil, a veces, deja mucho que desear.
Sin querer meter todas las producciones para televisión en el mismo saco, generalmente suelen ser relatos con base aqruetípica de cenicientas (o cenicientos), príncipes azules (o princesas rosas), caperucitas (o caperucitos)… en fin, de los típicos cuentos de Walt Disney, o de los que nuestros abuelos nos contaban al lado de la lumbre. Versan sobre temáticas idealistas, con un formato de melodrama tirando a ñoño en todos sus aspectos, con diálogos cursis y personajes cuyas problemáticas ya las cambiaría yo por las mías (sobretodo por el final feliz con que casi siempre se resuelven). En resumen, cuentos de hadas en los que no faltan mansiones, gente de alto “standing” y coches de lujo, y a veces hasta la que ordeña las vacas viste traje impoluto de “Heidi”. Con eso me vienen a la cabeza las de “Sisí”, “¿Dónde vas Alfonso XII?” o “El Príncipe y Yo”.
Aunque “Dark Desire” vaya en lo estético por esta linea, su trama resulta de considerable interés a nivel de evolución psicológica y de relaciones entre los personajes. Su masa de brioche queda recubierta de un ligero barniz de chocolate con sabor a intriga o suspense, pero de ahí no pasa. Especiada con algunas escenas de sexo y otras de violencia (las del primer tipo más creíbles y bien construidas que las del segundo), la entraña del asunto va del ya recurrido “leitmotif” de la explosiva mezcla de dos condiciones: la de los acomodados, y la de los inadaptados, traumatizados, transtornados…, que se las tienen que apañar sin tanto recurso.
Sobre este consabido molde, simple pero resultón por afincado en nuestro imaginario colectivo, los instrumentos narrativos van desplegando el argumento, más acertadamente unos que otros; la banda sonora de Harry Manfredini se pierde por tímida y excesivamente discreta. No acaba de saber dar ese toque a la vertiente de la incertidumbre y la angustia, para contrarrestar lo quejumbroso o remilgado de un dramatismo que resulta demasiado empalagoso.
Los diálogos cumplen su función para el seguimiento de la trama, pero permanecen a la sombra de la proxémica de los personajes y la retórica de la imagen. No es que ésta, cosida por un montaje decente, sea brillante, pero constituye la mayor parte del mensaje que se va comunicando. Es más, toda conversación, charla o discusión de los personajes resulta ser insustancial para entender sus emociones, pensamientos, conductas y relaciones entre sí, y consigo mismos. De ellos, dicen más sus gestos, miradas, andares, suspiros y jadeos, que cualquier expresión verbal que profieran. Por lo tanto, el mérito que puedan tener sus respectivas interpretaciones reside sobretodo en su capacidad de expresión paralingüística.
El centro de gravedad del elenco es Nic Robuck (Shane), cuyo recorrido como actor se reduce a dos producciones televisivas (“Dark Desire” y “La hija del pastor”, de 2015), y en la que nos ocupa desempeña un papel adecuado, sin ser ninguna maravilla. Lo suficiente para llevar el peso específico del corpus interpretativo. El resto de figuras dramáticas se perfilan en función de este rol central, de modo que la relevancia de cada uno depende de lo significativa e intensa que aparece su relación con él, a lo largo del relato. Así, los más cercanos a Shane son Brandon (Brian Borello), con quién entabla estrecha amistad nada más conocerse en el campus donde convivirán juntos, y Caren (Kelly Lynch), la madre de Brandon, que acompañará a Shane en el protagonismo de toda la historia, aunque con ligera menor relevancia. La actriz no aprovecha su status en el guión, y su actuación un tanto hortera y poco creíble en determinados momentos, sobretodo al final de la obra, acentúan el carácter mojigato y patético de un personaje que acaba imprimiendo una imagen que está por debajo de sus posibilidades, restándole calidad a todo el conjunto.
La fotografía de Ben Kufrin encorseta los encuadres demasiado, sobre la marcha del guión. No permite esa extrapolación que da al espectador la posibilidad de ampliar el contexto de la acción y de los personajes que en ella se ven implicados; con lo que nos quedamos casi sin el complemento narrativo que tendría que ofrecer una descripción más pormenorizada del entorno.
La temática, aunque derive hacia el suspense, tiene claramente una base en la tragedia de la biografia de Shane y su apasionada aventura en el mundo con el que entrará en contacto. Lo que en la primera parte de la cinta se hilvana, es el “romance” en el que se convierte la relación entre Shane y Brandon. En un tiempo récord de aceleración, su afinidad de compañeros de habitación pasa a la amistad, que gana en intimidad a golpe de minuto, hasta llegar a ser un manifiesto vínculo amoroso entre los dos muchachos, (por lo menos como nos lo presenta desde la óptica de Shane), en el que sin ningún problema habría podido caber una escena explícita de sexo, que Alfredo Mastroiani el director deja detrás de la puerta entreabierta de nuestra imaginación;
Se trata, pues, de un tipo de película que no se acostumbra a acompañar con palomitas y cerveza o coca-cola, sino más bién de un resopón, si es por la noche de un viernes o un sábado, o del café si se trata de un sábado o domingo por la tarde, pudiéndose empalmar con la merienda (suelen dar doble sesión), para disfrute de toda la familia, o como alternativa para los miembros de ésta, a los que no les gusta seguir los partidos de liga.
En países que tenemos por “civilizados”, tratándose de vídeo filmes con contenidos de la categoría de “Dark Desire”, suelen optar por la franja nocturna, mientras que aquí indistintamente puede ser cualquiera de ambas, ya que eso del horario infantil, a veces, deja mucho que desear.
Sin querer meter todas las producciones para televisión en el mismo saco, generalmente suelen ser relatos con base aqruetípica de cenicientas (o cenicientos), príncipes azules (o princesas rosas), caperucitas (o caperucitos)… en fin, de los típicos cuentos de Walt Disney, o de los que nuestros abuelos nos contaban al lado de la lumbre. Versan sobre temáticas idealistas, con un formato de melodrama tirando a ñoño en todos sus aspectos, con diálogos cursis y personajes cuyas problemáticas ya las cambiaría yo por las mías (sobretodo por el final feliz con que casi siempre se resuelven). En resumen, cuentos de hadas en los que no faltan mansiones, gente de alto “standing” y coches de lujo, y a veces hasta la que ordeña las vacas viste traje impoluto de “Heidi”. Con eso me vienen a la cabeza las de “Sisí”, “¿Dónde vas Alfonso XII?” o “El Príncipe y Yo”.
Aunque “Dark Desire” vaya en lo estético por esta linea, su trama resulta de considerable interés a nivel de evolución psicológica y de relaciones entre los personajes. Su masa de brioche queda recubierta de un ligero barniz de chocolate con sabor a intriga o suspense, pero de ahí no pasa. Especiada con algunas escenas de sexo y otras de violencia (las del primer tipo más creíbles y bien construidas que las del segundo), la entraña del asunto va del ya recurrido “leitmotif” de la explosiva mezcla de dos condiciones: la de los acomodados, y la de los inadaptados, traumatizados, transtornados…, que se las tienen que apañar sin tanto recurso.
Sobre este consabido molde, simple pero resultón por afincado en nuestro imaginario colectivo, los instrumentos narrativos van desplegando el argumento, más acertadamente unos que otros; la banda sonora de Harry Manfredini se pierde por tímida y excesivamente discreta. No acaba de saber dar ese toque a la vertiente de la incertidumbre y la angustia, para contrarrestar lo quejumbroso o remilgado de un dramatismo que resulta demasiado empalagoso.
Los diálogos cumplen su función para el seguimiento de la trama, pero permanecen a la sombra de la proxémica de los personajes y la retórica de la imagen. No es que ésta, cosida por un montaje decente, sea brillante, pero constituye la mayor parte del mensaje que se va comunicando. Es más, toda conversación, charla o discusión de los personajes resulta ser insustancial para entender sus emociones, pensamientos, conductas y relaciones entre sí, y consigo mismos. De ellos, dicen más sus gestos, miradas, andares, suspiros y jadeos, que cualquier expresión verbal que profieran. Por lo tanto, el mérito que puedan tener sus respectivas interpretaciones reside sobretodo en su capacidad de expresión paralingüística.
El centro de gravedad del elenco es Nic Robuck (Shane), cuyo recorrido como actor se reduce a dos producciones televisivas (“Dark Desire” y “La hija del pastor”, de 2015), y en la que nos ocupa desempeña un papel adecuado, sin ser ninguna maravilla. Lo suficiente para llevar el peso específico del corpus interpretativo. El resto de figuras dramáticas se perfilan en función de este rol central, de modo que la relevancia de cada uno depende de lo significativa e intensa que aparece su relación con él, a lo largo del relato. Así, los más cercanos a Shane son Brandon (Brian Borello), con quién entabla estrecha amistad nada más conocerse en el campus donde convivirán juntos, y Caren (Kelly Lynch), la madre de Brandon, que acompañará a Shane en el protagonismo de toda la historia, aunque con ligera menor relevancia. La actriz no aprovecha su status en el guión, y su actuación un tanto hortera y poco creíble en determinados momentos, sobretodo al final de la obra, acentúan el carácter mojigato y patético de un personaje que acaba imprimiendo una imagen que está por debajo de sus posibilidades, restándole calidad a todo el conjunto.
La fotografía de Ben Kufrin encorseta los encuadres demasiado, sobre la marcha del guión. No permite esa extrapolación que da al espectador la posibilidad de ampliar el contexto de la acción y de los personajes que en ella se ven implicados; con lo que nos quedamos casi sin el complemento narrativo que tendría que ofrecer una descripción más pormenorizada del entorno.
La temática, aunque derive hacia el suspense, tiene claramente una base en la tragedia de la biografia de Shane y su apasionada aventura en el mundo con el que entrará en contacto. Lo que en la primera parte de la cinta se hilvana, es el “romance” en el que se convierte la relación entre Shane y Brandon. En un tiempo récord de aceleración, su afinidad de compañeros de habitación pasa a la amistad, que gana en intimidad a golpe de minuto, hasta llegar a ser un manifiesto vínculo amoroso entre los dos muchachos, (por lo menos como nos lo presenta desde la óptica de Shane), en el que sin ningún problema habría podido caber una escena explícita de sexo, que Alfredo Mastroiani el director deja detrás de la puerta entreabierta de nuestra imaginación;
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
las pistas de que Shane está obsesivamente enamorado de Brandon están ahí: van a correr juntos (el deporte es uno de los entornos en los que más frecuentemente se sublima el homoerotismo); el plano en el que se desnudan para meterse en sus respectivas camas; la escena en la que Brandon envuelto en toalla sale del cuarto hacia el baño después de una carrera (bajo una mirada de Shane que confunde el deseo con la intriga de lo que está tramando), y se superponen los planos del chico duchándose mientras Shane le instala un programa en el portátil para poder espiarle; el resto de la deriva conductual de Shane, presa de los celos en cuanto aparece en escena Erin (Mika Boorim), la novia de Brandon. En los mismos términos se describe como Brandon corresponde a ese flechazo seductor, llevando a Shane a su casa los fines de semana, ompartiendo con él todo… una clara metáfora de su aceptación del cariño del otro. Aunque ello pueda parecer movido por una especie de sentimiento paternalista de ayudar a alguien menos favorecido social y económicamente, que tiene que trabajar para sacarse los estudios, y que por ello sea objeto de burla. Digamos que a Brandon le inspira más la admiración que la compasión.
El ritmo narrativo avanza marcado por los giros del script, en los que Shane va cambiando de objetivo a medida que falla el que previamente se había propuesto. Sobre esta base se produce el crescendo hasta el clímax final.
Desde el momento en el que la maquinación de Shane para deshacerse de Erin es descubierta por Brandon, se desmorona el primer anhelo del eterno y perfecto idilio entre los dos amigos.
Culmina con la caída y muerte por el precipicio de Brandon, en una agria discusión en la que éste le deja claro al otro que lo que hizo es imperdonable. En este momento, en el que Shane duda y deja que Brandon se caiga, se produce el primer cambio de hito: ”a falta de pan, buenas son tortas; no puedo poseer a Brandon, pues poseeré todo lo que tiene”.
Ante el recelo del padre de su difunto compañero, entra por intercesión de la afligida madre en sus vidas, convirtiéndose en partícipe de ellas por seducción. Mientras Phil está en sus viajes de negocios, el apasionado amorío (con sexo desenfrenado) se dispara entre Shane y Caren. Ahi se exprime todo el atractivo de Nick Robuc, que pasa por delante de la ya granadita y algo decadente Lynch, en el despliegue de sensualidad y de pasión.
En la penúltima sección, Shane se ve obligado a ingeniárselas para quitarse de en medio a todo/a aquél/la que pueda desenmascarar sus intenciones. Por una parte, se desembaraza del que puede explicarle a la madre de Brandon lo que sucedió entre ellos, Por otra parte, en una violenta escena, acaba con su padre, figura que simboliza el poder autoritario, maltratador, que castra sus aspiraciones y sus sueños en una humillación constante.
Todo es en vano; Caren sabe la verdad, y lo único que le queda a Shane es intentarla convencer de que lo mejor es que ella se deshaga de su marido, malherido en un accidente (que precisamente el chaval ha provocado). Caren sabe que tiene que acabar con esto y le tiende una trampa. Cuando Shane se cuela de noche en la casa para liquidar a Phil, medicalizado en una cama, Caren le propina dos disparos. Final histriónico, burdo y sobreactuado, pero al más puro estilo de “Falcon Crest” o de “Dallas”.
Una interesante historia de amor entre ricos y pobres, en la que por lo menos no se regodea en el tópico de que los acomodados son los culpables de las desgracias de los menos afortunados, sino que cada uno es libre y responsable de escoger su camino a pesar de los traumas vitales que puedan condicionar.
Escojan pues, una comida de fin de semana para después disfrutar de la cinta, solos(as) o acompañados(as), pero que la refacción no sea demasiado copiosa, para no terminar dormidos(as) en el sofá, y aunque en las de este tipo, perderse un cacho no importa, aquí sería una lástima no seguir todo el hilo.
El ritmo narrativo avanza marcado por los giros del script, en los que Shane va cambiando de objetivo a medida que falla el que previamente se había propuesto. Sobre esta base se produce el crescendo hasta el clímax final.
Desde el momento en el que la maquinación de Shane para deshacerse de Erin es descubierta por Brandon, se desmorona el primer anhelo del eterno y perfecto idilio entre los dos amigos.
Culmina con la caída y muerte por el precipicio de Brandon, en una agria discusión en la que éste le deja claro al otro que lo que hizo es imperdonable. En este momento, en el que Shane duda y deja que Brandon se caiga, se produce el primer cambio de hito: ”a falta de pan, buenas son tortas; no puedo poseer a Brandon, pues poseeré todo lo que tiene”.
Ante el recelo del padre de su difunto compañero, entra por intercesión de la afligida madre en sus vidas, convirtiéndose en partícipe de ellas por seducción. Mientras Phil está en sus viajes de negocios, el apasionado amorío (con sexo desenfrenado) se dispara entre Shane y Caren. Ahi se exprime todo el atractivo de Nick Robuc, que pasa por delante de la ya granadita y algo decadente Lynch, en el despliegue de sensualidad y de pasión.
En la penúltima sección, Shane se ve obligado a ingeniárselas para quitarse de en medio a todo/a aquél/la que pueda desenmascarar sus intenciones. Por una parte, se desembaraza del que puede explicarle a la madre de Brandon lo que sucedió entre ellos, Por otra parte, en una violenta escena, acaba con su padre, figura que simboliza el poder autoritario, maltratador, que castra sus aspiraciones y sus sueños en una humillación constante.
Todo es en vano; Caren sabe la verdad, y lo único que le queda a Shane es intentarla convencer de que lo mejor es que ella se deshaga de su marido, malherido en un accidente (que precisamente el chaval ha provocado). Caren sabe que tiene que acabar con esto y le tiende una trampa. Cuando Shane se cuela de noche en la casa para liquidar a Phil, medicalizado en una cama, Caren le propina dos disparos. Final histriónico, burdo y sobreactuado, pero al más puro estilo de “Falcon Crest” o de “Dallas”.
Una interesante historia de amor entre ricos y pobres, en la que por lo menos no se regodea en el tópico de que los acomodados son los culpables de las desgracias de los menos afortunados, sino que cada uno es libre y responsable de escoger su camino a pesar de los traumas vitales que puedan condicionar.
Escojan pues, una comida de fin de semana para después disfrutar de la cinta, solos(as) o acompañados(as), pero que la refacción no sea demasiado copiosa, para no terminar dormidos(as) en el sofá, y aunque en las de este tipo, perderse un cacho no importa, aquí sería una lástima no seguir todo el hilo.