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Voto de Jordirozsa:
7
3,7
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Terror
Durante una noche de junio de 1912, ocho personas -una madre, un padre, sus cuatro hijos y dos invitadas- fueron asesinadas a hachazos por un psicópata en la pequeña ciudad de Villisca, Iowa, un caso que a día de hoy está aún sin resolver. 104 años después, Caleb y Denny, dos amigos interesados en la caza de fantasmas, y Jess, la nueva chica del instituto, deciden entrar en la casa donde ocurrió aquel baño de sangre con la esperanza de ... [+]
27 de febrero de 2022
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los asesinatos de Villisca acontecidos en 1912 daban mucho de sí. No sólo para una auténtica película de terror, sino para una miniserie que se habría podido explotar comercialmente con pingües beneficios. Por ello, no achacaremos una falta de recursos narrativos a una producción que deshecha un material, con el que se habrían podido hacer birguerías; tanto con la masacre de la familia Moore y sus dos pequeñas invitadas, como con las posteriores investigaciones, que acabaron con muchos sospechosos, unos cuantos detenidos, algún proceso iniciado, pero al final sin ninguna sentencia condenatoria por falta de evidencias, dejando el caso sin resolver.
Y por si fuera poco, toda especulación vinculada al “mas allá” alrededor de estos sucesos, habría sido (de hecho, todavía sigue siéndolo) una mina de relatos que Tony E. Valenzuela sólo pellizca tímidamente, como si le diera miedo a que no fuera su pastel. De hecho, debió de ser más cosa de producción, porque es increíble que todo acabase en una cinta de considerable bajo presupuesto, i sin ninguna otra ambición que crear una película de terror adolescente (con protagonistas ya granaditos), mezclado con temática de casa encantada (algo muy molón en los países anglosajones, donde se piensa que vagan espíritus sin descanso a raíz de alguna tragedia allí ocurrida, y allí se ofrecen tours de visitas para fans de lo paranormal).
Sazonada la receta con un amago de cámara en mano al principio, cuando vemos que el motivo o “percha” para iniciar el periplo en la residencia-museo de los horrores, es el tan pueril proyecto de Denny (Jarret Sleeper), de hacer una especie de “Cuarto Milenio” aguachirleado.
Desde mi modesta vista de pájaro, da la impresión de que “The Axe Murders of Villisca” (2016) parte de un choque de trenes (eso sí, de desigual proporción de fuerzas), entre los parcos intereses y/o expectativas de la Ketchum Labs., capitaneada por Kevin Abrams (muy emprendedor en lo del diseño de ventas de contenidos digitales para el cine, pero con poca visión artística por lo que parece), y las aspiraciones de Valenzuela en debutar por la puerta grande en el largometraje (desde entonces no se le ha visto asomar más la cresta). Ello, traducido en la aparente indecisión del realizador entre las exigencias de los productores y su legítimo afán de marcar un buen tanto en su primicia, y, como resultado, una rara sopa de elementos que se juntan de una forma anárquica, descoordinada, contradictoria, e inverosímil en algunos casos.
A pesar de que no acaba de coger las riendas, no se le puede negar al director un cierto esmero en el pulso que tiene que lidiar contra la escasez de recursos; compensar con más imaginación que talento y perícia artística. Aparentemente no había más ganas que las de despachar una soberbia pieza en potencia, en poco más de una hora y cuarto.
La fotografía de Jeffrey Waldon, de una calidad como pocas en los exteriores panorámicos, es un claro ejemplo del derroche de talento en el denodado esfuerzo de Valenzuela para poner de su parte un toque personal e independiente en la narrativa visual: sobria y, sin duda, eficiente en lograr algunos buenos momentos de horror, sin sustos de manual ni casquería a discreción. Sólo con algo de maquillaje y unas cuantas untadas de sirope de maíz (u otro que sea el colorante que usen para imitar la dosificada hemoglobina que aparece ante la cámara). Así, los efectos visuales (los ojos de los poseídos en negro, el juego de luz con las velas, y algún saldado, pero bién abocetado truco digital), resultan bien empleados para crear un decente ambientillo de terror.
Brandon Roberts, conocido por ser con Marco Beltrami el cofirmante de bandas sonoras como “Un Lugar Tranquilo” (2018), “Logan” (2017), “A Good Day to Die Hard” (2013), o “The Woman in Black” (2012), sale aquí como único titular de una partitura poco menos que mediocre y sin ninguna función específica más allá del adorno. Una música de encefalograma plano que no sólo no está escrita ni editada con absoluta falta de criterio narrativo, de forma que parece estas melodías de pianola con las que se acompañaba a las películas de cine mudo de antaño, sinó que además no aporta ninguna clase de realce dramático. Dada la exigua dotación con la que se contaba de partida, ¿alguien podría esperar que se gastaran dos duros con un “score” sinfónico, digno de la historia que se pretendía contar?
Los diálogos son de muy escasa elaboración. No aportan casi nada a una historia que está prácticamente contada desde el trabajo de los actores con el lenguaje no verbal, y el discurso de las imágenes y de los efectos. Aquí se constata el mérito de la factura técnica audiovisual que, al fin y al cabo, es en lo que la productora se jacta de innovar y ser capaz de hacer que un film sea eficaz. Pero el dramatismo expresivo que imprimen los protagonistas, especialmente la pareja formada por Robert Adamson y Jarret Sleeper, es uno de los pocos pilares o contrafuertes con los que cuenta la intención comunicativa de la cinta. El vínculo de relación homoerótica que existe entre los dos muchachos, reprimida tanto a nivel diegético, como a nivel narrativo (aspecto que llama especialmente la atención, como uno de los elementos de contrapunte entre los dictados de producción y la libertad expresiva de Valenzuela), es uno de los pocos indentifiables hilos de continuïdad en el desarrollo del argumento.
Este “leitmotif” sobre la atracción y el deseo que se professan mútuamente Caleb y Denny es el componente genuino y esencial. La inclusión del personaje de Alex Frinka (Jess), se intuye como un pegote tanto para diluir lo casposo que podría resultar el verdadero idilio que en principio constituye la base de la parte “romántica” del libreto, como para introducir un punto de arranque para el motor del script. Y, con ello, rellenar la estructura del mismo con el esquema convencional del cachas que protege al ser amado. Nada más llegar al instituto en la primera escena,
Y por si fuera poco, toda especulación vinculada al “mas allá” alrededor de estos sucesos, habría sido (de hecho, todavía sigue siéndolo) una mina de relatos que Tony E. Valenzuela sólo pellizca tímidamente, como si le diera miedo a que no fuera su pastel. De hecho, debió de ser más cosa de producción, porque es increíble que todo acabase en una cinta de considerable bajo presupuesto, i sin ninguna otra ambición que crear una película de terror adolescente (con protagonistas ya granaditos), mezclado con temática de casa encantada (algo muy molón en los países anglosajones, donde se piensa que vagan espíritus sin descanso a raíz de alguna tragedia allí ocurrida, y allí se ofrecen tours de visitas para fans de lo paranormal).
Sazonada la receta con un amago de cámara en mano al principio, cuando vemos que el motivo o “percha” para iniciar el periplo en la residencia-museo de los horrores, es el tan pueril proyecto de Denny (Jarret Sleeper), de hacer una especie de “Cuarto Milenio” aguachirleado.
Desde mi modesta vista de pájaro, da la impresión de que “The Axe Murders of Villisca” (2016) parte de un choque de trenes (eso sí, de desigual proporción de fuerzas), entre los parcos intereses y/o expectativas de la Ketchum Labs., capitaneada por Kevin Abrams (muy emprendedor en lo del diseño de ventas de contenidos digitales para el cine, pero con poca visión artística por lo que parece), y las aspiraciones de Valenzuela en debutar por la puerta grande en el largometraje (desde entonces no se le ha visto asomar más la cresta). Ello, traducido en la aparente indecisión del realizador entre las exigencias de los productores y su legítimo afán de marcar un buen tanto en su primicia, y, como resultado, una rara sopa de elementos que se juntan de una forma anárquica, descoordinada, contradictoria, e inverosímil en algunos casos.
A pesar de que no acaba de coger las riendas, no se le puede negar al director un cierto esmero en el pulso que tiene que lidiar contra la escasez de recursos; compensar con más imaginación que talento y perícia artística. Aparentemente no había más ganas que las de despachar una soberbia pieza en potencia, en poco más de una hora y cuarto.
La fotografía de Jeffrey Waldon, de una calidad como pocas en los exteriores panorámicos, es un claro ejemplo del derroche de talento en el denodado esfuerzo de Valenzuela para poner de su parte un toque personal e independiente en la narrativa visual: sobria y, sin duda, eficiente en lograr algunos buenos momentos de horror, sin sustos de manual ni casquería a discreción. Sólo con algo de maquillaje y unas cuantas untadas de sirope de maíz (u otro que sea el colorante que usen para imitar la dosificada hemoglobina que aparece ante la cámara). Así, los efectos visuales (los ojos de los poseídos en negro, el juego de luz con las velas, y algún saldado, pero bién abocetado truco digital), resultan bien empleados para crear un decente ambientillo de terror.
Brandon Roberts, conocido por ser con Marco Beltrami el cofirmante de bandas sonoras como “Un Lugar Tranquilo” (2018), “Logan” (2017), “A Good Day to Die Hard” (2013), o “The Woman in Black” (2012), sale aquí como único titular de una partitura poco menos que mediocre y sin ninguna función específica más allá del adorno. Una música de encefalograma plano que no sólo no está escrita ni editada con absoluta falta de criterio narrativo, de forma que parece estas melodías de pianola con las que se acompañaba a las películas de cine mudo de antaño, sinó que además no aporta ninguna clase de realce dramático. Dada la exigua dotación con la que se contaba de partida, ¿alguien podría esperar que se gastaran dos duros con un “score” sinfónico, digno de la historia que se pretendía contar?
Los diálogos son de muy escasa elaboración. No aportan casi nada a una historia que está prácticamente contada desde el trabajo de los actores con el lenguaje no verbal, y el discurso de las imágenes y de los efectos. Aquí se constata el mérito de la factura técnica audiovisual que, al fin y al cabo, es en lo que la productora se jacta de innovar y ser capaz de hacer que un film sea eficaz. Pero el dramatismo expresivo que imprimen los protagonistas, especialmente la pareja formada por Robert Adamson y Jarret Sleeper, es uno de los pocos pilares o contrafuertes con los que cuenta la intención comunicativa de la cinta. El vínculo de relación homoerótica que existe entre los dos muchachos, reprimida tanto a nivel diegético, como a nivel narrativo (aspecto que llama especialmente la atención, como uno de los elementos de contrapunte entre los dictados de producción y la libertad expresiva de Valenzuela), es uno de los pocos indentifiables hilos de continuïdad en el desarrollo del argumento.
Este “leitmotif” sobre la atracción y el deseo que se professan mútuamente Caleb y Denny es el componente genuino y esencial. La inclusión del personaje de Alex Frinka (Jess), se intuye como un pegote tanto para diluir lo casposo que podría resultar el verdadero idilio que en principio constituye la base de la parte “romántica” del libreto, como para introducir un punto de arranque para el motor del script. Y, con ello, rellenar la estructura del mismo con el esquema convencional del cachas que protege al ser amado. Nada más llegar al instituto en la primera escena,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Caleb sale en defensa de Denny ante los insultos de los malotes que le acosan: Connor (Riley Bondenstab), y su lacayo (Kellan Rhude). El duelo se resuelve en las contingencias de la casa encantada, a base de hacha y navaja, como podría haber sido con dos floretes en una película de la corte de Isabel I de Inglaterra, o con revólveres en una polvorienta y semi abandonada calle de una villa del “Far West”.
Caleb es paladín de un compañero, y de la “chica nueva de Chicago” que le hará el tilín, y que también será víctima del cyberacoso por parte del mismo bellaco, que cuelga en internet la loca noche que representa que mantuvieron. Cabe decir aquí, que es una pifia monumental del guión, el que la “víctima” se haya treginado al psicópata del instituto. A ojos del espectador, podríamos decir que ya le vale a la sujeta. Pero es la acción que justifica en parte todo lo que vendrá después, y su “integración” en el círculo amoroso, convirtiéndolo en un complicado trío (ya vemos la cara de Denny cuando Caleb invita a la pava en su aventura a Villisca, y el pobre chaval lo acepta con resignación forzada).
Hábilmente, Valenzuela usa “flashbacks” en varios momentos del progreso del metraje, desde la parte central hasta casi al final, que en paralelo revelan el atormentado pasado de cada uno de los tres principales, realidad de la que se alimenta la maldad de la casa, y convertirlos en el instrumento de su perverso fin: que se reproduzca el baño de sangre que antaño acabó con sus originales moradores. Con ello, consigue incluso burlar la restricción del escaso “timing” del metraje.
Pero son demasiados los equilibrios que tiene que hacer para resolver un guion de Kevin Abrams, con la participación de Owen Egerton, y en el que el propio Valenzuela pone cucharada. Un guión cuyos chascos y torpes giros no ayudan a la resolución del nudo, que suponen una serie de descosidos, a cada cuál un remiendo justificativo que apenas oculta el gazapo.
Uno muy significativo es el papel de los fantasmas durante la tan macabra como errática acción que se sucede en plena eclosión del maleficio. Así como conducen a los incursores nocturnos al ojo de la tormenta de su desdicha, empujándolos al abismo de cometer los mismos execrables crímenes, al punto de caramelo del doble giro final, después de que Caleb reaccione y aborte la reproducción del asesinato ritual con una Jess poseída que le pide a gritos que la mate, y sea un Connor endemoniado a punto de acabar con los dos, los mismos fantasmas “deciden” salvarles, y con ello justificar que el gamberro se clave a sí mismo su propia navaja en medio del salón incendiado (lo que parchean con la leyenda justo antes de los títulos de crédito finales, en los que explican el hecho real de que un curioso que quiso pernoctar en la casa para estudiar actividad paranormal, se clavó a si mismo un cuchillo).
El que Caleb, a punto de descerrajar un hachazo mortal a Jess, se de cuenta de lo que está pasando y dé marcha atrás, se apaña con ese reflejo en el espejo de la repisa de la chimenea, que le revela el engaño demoníaco en el que se ven hipnotizados. Todo un simbolismo del proceso de aceptación de las propias vivencias por traumáticas que éstas hayan sido, en un acto de aceptación de si mismo (todo sea dicho, cuando las autoridades examinaron la escena del crimen de hace 110 años, hallaron cubiertos todos los espejos de la casa).
En el plano final, el triángulo amoroso se resuelve de la forma más convencional: el héroe que se redime a sí mismo y a sus compañeros de aventura se besa con la princesa para dejar bien claro hacia quien van dirigidas sus apetencias amorosas, y el pobre Denny se tiene que conformar con aquel mini lote que se pega en pleno fregao con Caleb (para disfrutarlo). Pero resultará ser un engaño o espejismo del Connor poseído, con quién Denny se besuquea en verdad. Y el malvado hasta reconocerá su propio deseo reprimido cuando le dice con la voz distorsionada de energúmeno: “¡sabes besar bien!”
Caleb es paladín de un compañero, y de la “chica nueva de Chicago” que le hará el tilín, y que también será víctima del cyberacoso por parte del mismo bellaco, que cuelga en internet la loca noche que representa que mantuvieron. Cabe decir aquí, que es una pifia monumental del guión, el que la “víctima” se haya treginado al psicópata del instituto. A ojos del espectador, podríamos decir que ya le vale a la sujeta. Pero es la acción que justifica en parte todo lo que vendrá después, y su “integración” en el círculo amoroso, convirtiéndolo en un complicado trío (ya vemos la cara de Denny cuando Caleb invita a la pava en su aventura a Villisca, y el pobre chaval lo acepta con resignación forzada).
Hábilmente, Valenzuela usa “flashbacks” en varios momentos del progreso del metraje, desde la parte central hasta casi al final, que en paralelo revelan el atormentado pasado de cada uno de los tres principales, realidad de la que se alimenta la maldad de la casa, y convertirlos en el instrumento de su perverso fin: que se reproduzca el baño de sangre que antaño acabó con sus originales moradores. Con ello, consigue incluso burlar la restricción del escaso “timing” del metraje.
Pero son demasiados los equilibrios que tiene que hacer para resolver un guion de Kevin Abrams, con la participación de Owen Egerton, y en el que el propio Valenzuela pone cucharada. Un guión cuyos chascos y torpes giros no ayudan a la resolución del nudo, que suponen una serie de descosidos, a cada cuál un remiendo justificativo que apenas oculta el gazapo.
Uno muy significativo es el papel de los fantasmas durante la tan macabra como errática acción que se sucede en plena eclosión del maleficio. Así como conducen a los incursores nocturnos al ojo de la tormenta de su desdicha, empujándolos al abismo de cometer los mismos execrables crímenes, al punto de caramelo del doble giro final, después de que Caleb reaccione y aborte la reproducción del asesinato ritual con una Jess poseída que le pide a gritos que la mate, y sea un Connor endemoniado a punto de acabar con los dos, los mismos fantasmas “deciden” salvarles, y con ello justificar que el gamberro se clave a sí mismo su propia navaja en medio del salón incendiado (lo que parchean con la leyenda justo antes de los títulos de crédito finales, en los que explican el hecho real de que un curioso que quiso pernoctar en la casa para estudiar actividad paranormal, se clavó a si mismo un cuchillo).
El que Caleb, a punto de descerrajar un hachazo mortal a Jess, se de cuenta de lo que está pasando y dé marcha atrás, se apaña con ese reflejo en el espejo de la repisa de la chimenea, que le revela el engaño demoníaco en el que se ven hipnotizados. Todo un simbolismo del proceso de aceptación de las propias vivencias por traumáticas que éstas hayan sido, en un acto de aceptación de si mismo (todo sea dicho, cuando las autoridades examinaron la escena del crimen de hace 110 años, hallaron cubiertos todos los espejos de la casa).
En el plano final, el triángulo amoroso se resuelve de la forma más convencional: el héroe que se redime a sí mismo y a sus compañeros de aventura se besa con la princesa para dejar bien claro hacia quien van dirigidas sus apetencias amorosas, y el pobre Denny se tiene que conformar con aquel mini lote que se pega en pleno fregao con Caleb (para disfrutarlo). Pero resultará ser un engaño o espejismo del Connor poseído, con quién Denny se besuquea en verdad. Y el malvado hasta reconocerá su propio deseo reprimido cuando le dice con la voz distorsionada de energúmeno: “¡sabes besar bien!”