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Voto de Jordirozsa:
6
3,4
33
Terror
Para escapar de problemas maritales, una familia viaja de la ciudad a una comunidad Amish, pero pronto descubren que allí serán utilizados para terminar con una maldición que los consumirá. (FILMAFFINITY)
24 de mayo de 2021
21 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
«The Harvesting» es una cinta que traspúa oscuridad toda ella; envuelta de un halo psíquico, una neblina que la sume en el misterio, extraños secretos. No sólo en lo que se refiere al contenido de su argumento, cuya simple esencia viene vestida de una densa carga de símbolos con la que queda encriptada. Sinó también respecto a su más que desapercibido paso ante el público (pocas referencias he hallado de ella en los buscadores de la red, y todas en páginas de habla anglosajona, que fechan su lanzamiento en 2018 o en 2019, cuando aquí, en Film Affinity nos marcan 2015 como año de realización), y por lo anónimos que resultan los componentes de su elenco: desde el director, el montenegrino Ivan Kraljevic (nacido cinco días antes que yo, en 1975), del que en esta base de datos no consta otra ópera, pero que tiene creditados otros tres títulos («Paper», de 2013, con algunos premios; el corto «Shadows», de2014; e «Infernal», de 2015), hasta los actores protagonistas, a los que en bien escasas otras producciones he podido localizar.
Algo que se puede deducir, es que este filme se debió quedar algún tiempo en un cajón, antes de ser tímidamente puesto a disposición del público. Incluso desconozco si fue estrenado en salas de cine, o pasó directamente al deuvedé. Pero como ahora uno encuentra casi todo «online», pues es un dato al que no he prestado más importancia. Sólo que agradezco al azar haber encontrado esta rara avis, que sin ser la joya del Nilo, tiene su interés y su encanto.
El relato nos trae al mundo de Stephen King. Sólo ya empezando por el escenario, que nos ubica en los parajes remotos de la norteamérica profunda, en las inmediaciones de una comunidad amish, encuadre de una de las dos subtramas en las que se divide el argumento. Éste, también sigue los patrones del escritor estadounidense, de los que podemos identificar perfectamente el cariz del terror basado en la manifestación de lo maligno en la vida de unos personajes que se ven arrastrados a traumas del pasado, narrado desde el imaginario colectivo de ese rancio ruralismo yankie, ligado a una mezcla de los ancestrales mitos, tanto los de los indígenas, como los de los primeros colonos blancos llegados de Europa.
La fotografía de Cody Cuellar, más que unos diálogos que prácticamente hacen de adorno, es la que carga con el peso de desarrollar el guión, y contarnos la historia desde el elocuente lenguaje de la imagen, que aquí usa un complejo código de metáforas, parábolas y alegorías.
Con la cámara compone dos encuadres antagónicos, que se encontrarán en el clímax del desarrollo narrativo, se fundirán en el significado de la constante referencia de los personajes al solsticio, figura de donde emana la simbología central de la trama.
La casa de campo, rodeada de una vasta planície inundada de luz, a dónde Jake (Chris Conner) y Dinah (Elena Nikitina Bick) van a pasar unos días de vacaciones con sus dos hijos, para escapar de la asfixiante rutina urbanita que, junto a los escarceos de ella, han estado minando la unidad familiar. Más allá de los confines de este soleado paraje, delimitados por la siniestra y silenciosa presencia de unos personajes que se supone que son miembros de la comunidad amish que vive a los alrededores, el denso bosque, sombrío, tupido de naturaleza ruda y salvaje, y de extrañas presencias espirituales, cuyas voces parecen querer atraer a los que allí se aventuran. La alegoría del más allá, donde conviven las almas prisioneras del mal, y las que son centinelas o guardianas, encargadas de vigilar y advertir a los que potencialmente puedan ser presas de la perniciosa energía que mora en lo más profundo de la selva.
La exposición que hace la cámara de esta dinámica entre los dos mundos, por la que lo tenebroso va invadiendo sibilinamente el espacio diurno en el que la familia de Jake tiene su refugio, de por sí nos desvela claramente el proceso de la historia; desde la evolución que van haciendo los personajes, hasta la paralela poderosa inercia que va transformando el set, hacia lo más lúgubre.
Más o menos decente, la música de Joel Douek, y los efectos de sonido, ponen las tildes y los realces a la cuidadosa explicación que refiere la imagen.
En ambos lados de la dualidad luz-tinieblas, los dos actores sobre los que cae el peso del argumento (Chris Conner, el protagonista, y Alex Yurcaba, en el papel de Jacob) son los que, en sus respectivos planos, encarnan el pulso en el que se debate la arquetípica lucha de la libertad del ser humano por hacer el bien, y la perniciosa atracción que sobre él ejercen las fuerzas del mal. La evolución que experimentan ambos, es la que, de forma centrífuga, también irá arrastrando a los que se hallan a su alrededor, aunque algunos de estos, como el abuelo de Jacob (Greg Wood), o Dinah, en el caso de Jake, intentarán hacer de contrapeso.
De forma desigual, tanto en su trabajo como en el resultado, todos ellos dan forma a unas personalidades sometidas al poderoso arrastre de la maldición que se cierne fatalmente sobre ellos.
La pena, es que Chris Conner no es el imponente James Brolin, que en la cinta que inauguró la franquicia de «Amityville» nos presenta a una personalidad de casi idénticas características que las del principal de «The Harvesting». Poco a poco, va siendo como poseído por esta ponzoñosa inercia a lo destructivo, que lo abduce y parece ir atrayéndole a la comisión del mismo múltiple crimen al que asistimos al principio de la película, en donde Amos (Jack Buckley), uno de los miembros de la comunidad amish, despacha a toda la familia con un hacha.
Otra cinta imperdible que nos llegó de mano de Stephen King, en la que podemos hallar este mismo leitmotif, es «El Resplandor». El hacha que blande Jack Nicholson en la culminación de un continuo e irreversible proceso de desquiciamiento, también inducido por presencias malignas que juegan con sus traumas del pasado, es el instrumento del horror.
Algo que se puede deducir, es que este filme se debió quedar algún tiempo en un cajón, antes de ser tímidamente puesto a disposición del público. Incluso desconozco si fue estrenado en salas de cine, o pasó directamente al deuvedé. Pero como ahora uno encuentra casi todo «online», pues es un dato al que no he prestado más importancia. Sólo que agradezco al azar haber encontrado esta rara avis, que sin ser la joya del Nilo, tiene su interés y su encanto.
El relato nos trae al mundo de Stephen King. Sólo ya empezando por el escenario, que nos ubica en los parajes remotos de la norteamérica profunda, en las inmediaciones de una comunidad amish, encuadre de una de las dos subtramas en las que se divide el argumento. Éste, también sigue los patrones del escritor estadounidense, de los que podemos identificar perfectamente el cariz del terror basado en la manifestación de lo maligno en la vida de unos personajes que se ven arrastrados a traumas del pasado, narrado desde el imaginario colectivo de ese rancio ruralismo yankie, ligado a una mezcla de los ancestrales mitos, tanto los de los indígenas, como los de los primeros colonos blancos llegados de Europa.
La fotografía de Cody Cuellar, más que unos diálogos que prácticamente hacen de adorno, es la que carga con el peso de desarrollar el guión, y contarnos la historia desde el elocuente lenguaje de la imagen, que aquí usa un complejo código de metáforas, parábolas y alegorías.
Con la cámara compone dos encuadres antagónicos, que se encontrarán en el clímax del desarrollo narrativo, se fundirán en el significado de la constante referencia de los personajes al solsticio, figura de donde emana la simbología central de la trama.
La casa de campo, rodeada de una vasta planície inundada de luz, a dónde Jake (Chris Conner) y Dinah (Elena Nikitina Bick) van a pasar unos días de vacaciones con sus dos hijos, para escapar de la asfixiante rutina urbanita que, junto a los escarceos de ella, han estado minando la unidad familiar. Más allá de los confines de este soleado paraje, delimitados por la siniestra y silenciosa presencia de unos personajes que se supone que son miembros de la comunidad amish que vive a los alrededores, el denso bosque, sombrío, tupido de naturaleza ruda y salvaje, y de extrañas presencias espirituales, cuyas voces parecen querer atraer a los que allí se aventuran. La alegoría del más allá, donde conviven las almas prisioneras del mal, y las que son centinelas o guardianas, encargadas de vigilar y advertir a los que potencialmente puedan ser presas de la perniciosa energía que mora en lo más profundo de la selva.
La exposición que hace la cámara de esta dinámica entre los dos mundos, por la que lo tenebroso va invadiendo sibilinamente el espacio diurno en el que la familia de Jake tiene su refugio, de por sí nos desvela claramente el proceso de la historia; desde la evolución que van haciendo los personajes, hasta la paralela poderosa inercia que va transformando el set, hacia lo más lúgubre.
Más o menos decente, la música de Joel Douek, y los efectos de sonido, ponen las tildes y los realces a la cuidadosa explicación que refiere la imagen.
En ambos lados de la dualidad luz-tinieblas, los dos actores sobre los que cae el peso del argumento (Chris Conner, el protagonista, y Alex Yurcaba, en el papel de Jacob) son los que, en sus respectivos planos, encarnan el pulso en el que se debate la arquetípica lucha de la libertad del ser humano por hacer el bien, y la perniciosa atracción que sobre él ejercen las fuerzas del mal. La evolución que experimentan ambos, es la que, de forma centrífuga, también irá arrastrando a los que se hallan a su alrededor, aunque algunos de estos, como el abuelo de Jacob (Greg Wood), o Dinah, en el caso de Jake, intentarán hacer de contrapeso.
De forma desigual, tanto en su trabajo como en el resultado, todos ellos dan forma a unas personalidades sometidas al poderoso arrastre de la maldición que se cierne fatalmente sobre ellos.
La pena, es que Chris Conner no es el imponente James Brolin, que en la cinta que inauguró la franquicia de «Amityville» nos presenta a una personalidad de casi idénticas características que las del principal de «The Harvesting». Poco a poco, va siendo como poseído por esta ponzoñosa inercia a lo destructivo, que lo abduce y parece ir atrayéndole a la comisión del mismo múltiple crimen al que asistimos al principio de la película, en donde Amos (Jack Buckley), uno de los miembros de la comunidad amish, despacha a toda la familia con un hacha.
Otra cinta imperdible que nos llegó de mano de Stephen King, en la que podemos hallar este mismo leitmotif, es «El Resplandor». El hacha que blande Jack Nicholson en la culminación de un continuo e irreversible proceso de desquiciamiento, también inducido por presencias malignas que juegan con sus traumas del pasado, es el instrumento del horror.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
En esta misma tesitura de paralelismos, por mucho que se esfuerce en su interpretación, Elena Nikitina Bick (Dinah), no consigue ni por un momento emular las brillantes actuaciones (y chillidos) de Margot Kidder (la que en su día fue la novia de Superman), o de Shelley Alexis Duvall, aunque no sea tanto por su falta de entusiasmo, como porque su actuación, como la del resto de artistas, queda ensombrecida por la locuacidad de la cámara, y los efectos visuales bien dosificados, que se superponen a los fantásticos planos y panorámicas que encuadra, al compás del desarrollo del guión.
El ritmo narrativo es lacónico, lento, pero eficaz en su objetivo de inducir al espectador en una creciente tensión, generada en el preámbulo, con el múltiple y brutal asesinato. Momento desde el que la trama se subdivide en dos pistas paralelas; entre ellas, se produce como un proceso de osmosis, en el que la maldición del Solsticio hace de membrana semipermeable, a través de la cual los traviesos espíritus, capitaneados por el alma errante, condenada, de Amos, hacen de las suyas en el frondoso bosque, e invadiendo la casa vacacional de los recién llegados.
Estas dos subtramas en las que va andando el argumento, pues, quedan unidas, de una parte por el macabro comienzo; en la parte central, por las difusas conexiones entre el angustiante deterioramiento del sistema de relaciones entre Jake, Dinah, Steve y Michaela, y el terrible enigma del solsticio del que el abuelo amish quiere proteger al joven Jakob con sus aleccionadoras advertencias; y, en tercer lugar, en la resolución final, el espeluznante descubrimiento, primero del destino de un joven, Elroy Dwyer (Peter Patrikios) que vivió en la misma casa, y se suicidó después de asesinar a toda su família (segunda referencia a la horripilante historia de los Dafoe en Amityville), y en el último plano, el dantesco desfile de multitud de almas hacia el centro del «resplandor» (valga la redundancia del vocablo como cita a Stephen King) de luz amarillenta/anaranjada, en el centro de un campo de cultivo, alegoría del fuego del infierno. Plano que evoca a uno de los cuadros de macabras visiones de El Bosco.
Aquí, en el final, se nos revela la naturaleza de este genuíno mal que es la fuente de la maldición originaria, que como un poderoso remolino atrae y engulle el destino de todos aquellos a los que puede atraer a sus fauces: la cosecha del Mal. De poco sirven, pues, las advertencias de los atormentados personajes con los que Dinah y los niños se cruzan en el bosque, y que resultan ser, como el caso de Sarah, o la lavandera loca del río, las almas de los que en su día perecieron, víctimas del demoníaco voto.
Nueva referencia a la obra de Stephen King, en este caso a la bien conocida «Los Chicos del Maíz», de la que la industria cinematográfica explotó una pingüe franquicia de varias entregas, de similar argumento (que tiene su predecesora homóloga del maestro Narciso Ibáñez, «¿Quién puede matar a un niño?»; 1976), en la que unos muchachos de una comunidad rural, inducidos por una entidad maligna que mora en los campos, «sacrifican» a los mayores a esa especie de deidad.
Si escarbamos en el sustrato del imaginario colectivo, encontraremos el mito que bebe de la tradición de las primeras culturas agrícolas, que como precio de las cosechas de las que dependía su supervivencia, debían libar sangre en sacrificios (las veces humanos), para tener contentos a los dioses y diosas que garantizaban la fertilidad de las tierras. Su destino estaba ligado a ellas, como en «The Harvesting» se acaba revelando que el destino de Jake estaba irremediablemente unido a aquél perverso lugar: identificamos como él es el Jakob que hacía muchos años había huído de allí, pero acaba volviendo para cerrar el círculo y ser engullido por el sino que siempre le ha aguardado y llamado.
Interesante pieza de celuloide, que merece circular más entre el público aficionado al terror, y tener su cuota de reconocimiento.
El ritmo narrativo es lacónico, lento, pero eficaz en su objetivo de inducir al espectador en una creciente tensión, generada en el preámbulo, con el múltiple y brutal asesinato. Momento desde el que la trama se subdivide en dos pistas paralelas; entre ellas, se produce como un proceso de osmosis, en el que la maldición del Solsticio hace de membrana semipermeable, a través de la cual los traviesos espíritus, capitaneados por el alma errante, condenada, de Amos, hacen de las suyas en el frondoso bosque, e invadiendo la casa vacacional de los recién llegados.
Estas dos subtramas en las que va andando el argumento, pues, quedan unidas, de una parte por el macabro comienzo; en la parte central, por las difusas conexiones entre el angustiante deterioramiento del sistema de relaciones entre Jake, Dinah, Steve y Michaela, y el terrible enigma del solsticio del que el abuelo amish quiere proteger al joven Jakob con sus aleccionadoras advertencias; y, en tercer lugar, en la resolución final, el espeluznante descubrimiento, primero del destino de un joven, Elroy Dwyer (Peter Patrikios) que vivió en la misma casa, y se suicidó después de asesinar a toda su família (segunda referencia a la horripilante historia de los Dafoe en Amityville), y en el último plano, el dantesco desfile de multitud de almas hacia el centro del «resplandor» (valga la redundancia del vocablo como cita a Stephen King) de luz amarillenta/anaranjada, en el centro de un campo de cultivo, alegoría del fuego del infierno. Plano que evoca a uno de los cuadros de macabras visiones de El Bosco.
Aquí, en el final, se nos revela la naturaleza de este genuíno mal que es la fuente de la maldición originaria, que como un poderoso remolino atrae y engulle el destino de todos aquellos a los que puede atraer a sus fauces: la cosecha del Mal. De poco sirven, pues, las advertencias de los atormentados personajes con los que Dinah y los niños se cruzan en el bosque, y que resultan ser, como el caso de Sarah, o la lavandera loca del río, las almas de los que en su día perecieron, víctimas del demoníaco voto.
Nueva referencia a la obra de Stephen King, en este caso a la bien conocida «Los Chicos del Maíz», de la que la industria cinematográfica explotó una pingüe franquicia de varias entregas, de similar argumento (que tiene su predecesora homóloga del maestro Narciso Ibáñez, «¿Quién puede matar a un niño?»; 1976), en la que unos muchachos de una comunidad rural, inducidos por una entidad maligna que mora en los campos, «sacrifican» a los mayores a esa especie de deidad.
Si escarbamos en el sustrato del imaginario colectivo, encontraremos el mito que bebe de la tradición de las primeras culturas agrícolas, que como precio de las cosechas de las que dependía su supervivencia, debían libar sangre en sacrificios (las veces humanos), para tener contentos a los dioses y diosas que garantizaban la fertilidad de las tierras. Su destino estaba ligado a ellas, como en «The Harvesting» se acaba revelando que el destino de Jake estaba irremediablemente unido a aquél perverso lugar: identificamos como él es el Jakob que hacía muchos años había huído de allí, pero acaba volviendo para cerrar el círculo y ser engullido por el sino que siempre le ha aguardado y llamado.
Interesante pieza de celuloide, que merece circular más entre el público aficionado al terror, y tener su cuota de reconocimiento.