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Voto de Jordirozsa:
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Drama
Relata la odisea del cadáver embalsamado de la política argentina Eva Perón por toda Europa en los años cincuenta desde su fallecimiento hasta su entierro en Argentina 25 años después. Año 1952, Eva Perón, la mujer más amada y odiada de la Argentina, muere a los 33 años de edad. Un anatomista experto la embalsama sin quitarle la más mínima partícula de piel, como si apenas durmiera. Pero las Fuerzas Armadas toman el poder, y se proponen ... [+]
14 de febrero de 2022
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando se habla de mitos, fácilmente se cae en la trampa de confundir éstos, constructos arquetípicos propios de un imaginario colectivo, con el conjunto de ficciones (llamadas leyendas), emanadas de un poso cultural, y que toman diversas formas de expresión en la realidad de las sociedades que las crearon; mejor dicho, que les dieron forma y/o las han ido reconvirtiendo, generación tras generación.
El mito del héroe (o de la heroína) es una de estas esencias del inconsciente colectivo (lean ustedes a C.G. Jung), y ha sido alimentado durante siglos por las proezas de grandes personajes, uno de los de nuestra historia reciente, Eva Perón, cuya figura nació en el crisol de los movimientos de América del Sur en la segunda mitad del XX, iniciado por su marido Juan Domingo. Sin embargo, fue precisamente ella la que se encargó de dejar esa indeleble estela de idealismo en el andar social y político argentino, en el que se iban alternando los destellos de esperanza del pueblo, con los períodos dominados por los más cruentos y oscuros episodios de las dictaduras militares.
Un aspecto curioso que suele envolver al “endiosamiento” de determinados personajes y personajas de la Historia de las civilizaciones, ya desde casi el inicio de los tiempos medidos como tales, es la cuestión de su conservación/ocultación/destrucción. Parece ser que el fato o destino de la futura perennidad en la memoria colectiva del genio (alma del sujeto en cuestión), dependiese de la suerte de su figura (cuerpo). Ya los egipcios lo tenían claro: para que el alma de su faraón pudiera traspasar al inframundo, y no quedarse vagando eternamente por andurriales terrenales, había que conservar ese recipiente del espíritu, es decir, el pellejo, por lo que desarrollaron técnicas de conservación y embalsamamiento hasta niveles increíbles para la época. De tal modo que así preparados, los faraones eran sepultados en lugares cuyo acceso implicaba el sorteo de un pasaje laberíntico, en el seno de colosales construcciones (las pirámides), con las que se quería manifestar materialmente la gloria eterna del finado.
No menos conocidos son los periplos que pasaron otros cuerpos antes de ser sepultados, como el de Julio César (si pensamos en la remota antigüedad); o después, como el de Jesús de Nazaret, que según la Fe Cristiana resucitó de entre los muertos. Hecho que trajo de cabeza a muchos y sobre el que se han elaborado tantas especulaciones. Más cerca de nosotros tenemos los casos de individuos más execrables como Hitler o Franco; en el caso del primero, no se encontró jamás su cadáver, y en el del otro, lo removieron hace poco de su residencia mortuoria por cuestiones políticas. Las mismas por las que todavía se buscan y se desentierran restos de nuestra Guerra Civil.
Es evidente que la relación entre cuerpo e inmortalidad en el erario memorístico de la sociedad es un hecho evidente. Tanto, que los militares argentinos cayeron en esa frenética obsesión de quitarse de encima el cuerpo sin vida de Evita Perón, pues sabían que la presencia de un resto es siempre la cuna de ese fetichismo, del que fue presa incluso hasta el propio teniente coronel Koenig (interpretado por Denis Lavant en la película), uno de los responsables del estrambótico secuestro del cadáver.
Para describir el periplo, el director franco-argentino encuadra un metraje de 85 minutos en una estructura de tres cuadros o actos de escena única, con diferente resultado de calidad y belleza cada uno, que perfectamente serían interpretables en la palestra de un teatro. Tres patas que sostienen el relato, envueltas a principio y fin por las únicas escenas que ensanchan su espacio más allá de un espacio cerrado de cuatro paredes, y en las que Gael García Bernal, encarnando al general Massera, aparece con una presencia que llena por sí sola la estructura del set (oscuro, rancio, lúgubre… ), propio de un ambiente post mortem, auténticamente funerario.
Su gesto de encenderse el cigarrillo, mientras habla de cómo él, un héroe de la patria ha tardado 25 años en encontrar a una mujer muerta, es tan sensual y erótico (aunque no exactamente lo mismo), como su pletórica imagen en aquellos calzoncillos blancos mojados, saliendo de la piscina en “La Mala Educación” de Almodóvar (2004). Así como tan patética y misteriosa como la de aquél padre Amaro que interpretó en 2002 a las órdenes de Carlos Carrera.
De los tres lienzos que hemos mencionado, el primero trata el embalsamamiento de la difunta primera dama, a manos del Dr. Ara, interpretado por un Immanol Arias que ya empieza a ser tan momio como el cuerpo que está tratando para que no le alcance el estado de corrupción; obsesionado con “su obra de arte”… tiene que hablar más con su expresión que con las palabras, pues el guión poco diálogo le da, excepto la corta conversación con una ferviente que va a despedirse de su ídola en su capilla ardiente. Las ardientes velas que ornan la escena, así como el rojo intenso que brilla de fondo en el plano de la urna rellena de líquido, donde flota el cuerpo inerte de la “bella durmiente”, como si estuviera en el seno materno para renacer, es la parte de la película con un mayor logro del efecto lumínico. Así, la reminiscencia a la que nos retrotrae nuestro amigo Arias en su puesta en escena nos recuerda a una mezcla del Dr. Frankenstain, y del “Goya en Burdeos” (1999).
El segundo episodio nos coloca en el interior de un camión del ejército. Allí tendremos el formidable “tête à tête” entre el teniente coronel Koenig y un joven soldado, cuyo diálogo es de lo mejor de todo el metraje. Sin saberlo el chaval, llevan el “paquete”, que no es otra cosa que una vetusta caja de madera en la que se halla el cuerpo de la susodicha. Un contexto harto surrealista, medio vehículo militar, medio coche fúnebre; en el que dos hombres charlan, comparten, se tantean… hasta acabar a castañazo limpio, haciendo gala de la más bruta agresividad y violencia: el duelo de titanes;
El mito del héroe (o de la heroína) es una de estas esencias del inconsciente colectivo (lean ustedes a C.G. Jung), y ha sido alimentado durante siglos por las proezas de grandes personajes, uno de los de nuestra historia reciente, Eva Perón, cuya figura nació en el crisol de los movimientos de América del Sur en la segunda mitad del XX, iniciado por su marido Juan Domingo. Sin embargo, fue precisamente ella la que se encargó de dejar esa indeleble estela de idealismo en el andar social y político argentino, en el que se iban alternando los destellos de esperanza del pueblo, con los períodos dominados por los más cruentos y oscuros episodios de las dictaduras militares.
Un aspecto curioso que suele envolver al “endiosamiento” de determinados personajes y personajas de la Historia de las civilizaciones, ya desde casi el inicio de los tiempos medidos como tales, es la cuestión de su conservación/ocultación/destrucción. Parece ser que el fato o destino de la futura perennidad en la memoria colectiva del genio (alma del sujeto en cuestión), dependiese de la suerte de su figura (cuerpo). Ya los egipcios lo tenían claro: para que el alma de su faraón pudiera traspasar al inframundo, y no quedarse vagando eternamente por andurriales terrenales, había que conservar ese recipiente del espíritu, es decir, el pellejo, por lo que desarrollaron técnicas de conservación y embalsamamiento hasta niveles increíbles para la época. De tal modo que así preparados, los faraones eran sepultados en lugares cuyo acceso implicaba el sorteo de un pasaje laberíntico, en el seno de colosales construcciones (las pirámides), con las que se quería manifestar materialmente la gloria eterna del finado.
No menos conocidos son los periplos que pasaron otros cuerpos antes de ser sepultados, como el de Julio César (si pensamos en la remota antigüedad); o después, como el de Jesús de Nazaret, que según la Fe Cristiana resucitó de entre los muertos. Hecho que trajo de cabeza a muchos y sobre el que se han elaborado tantas especulaciones. Más cerca de nosotros tenemos los casos de individuos más execrables como Hitler o Franco; en el caso del primero, no se encontró jamás su cadáver, y en el del otro, lo removieron hace poco de su residencia mortuoria por cuestiones políticas. Las mismas por las que todavía se buscan y se desentierran restos de nuestra Guerra Civil.
Es evidente que la relación entre cuerpo e inmortalidad en el erario memorístico de la sociedad es un hecho evidente. Tanto, que los militares argentinos cayeron en esa frenética obsesión de quitarse de encima el cuerpo sin vida de Evita Perón, pues sabían que la presencia de un resto es siempre la cuna de ese fetichismo, del que fue presa incluso hasta el propio teniente coronel Koenig (interpretado por Denis Lavant en la película), uno de los responsables del estrambótico secuestro del cadáver.
Para describir el periplo, el director franco-argentino encuadra un metraje de 85 minutos en una estructura de tres cuadros o actos de escena única, con diferente resultado de calidad y belleza cada uno, que perfectamente serían interpretables en la palestra de un teatro. Tres patas que sostienen el relato, envueltas a principio y fin por las únicas escenas que ensanchan su espacio más allá de un espacio cerrado de cuatro paredes, y en las que Gael García Bernal, encarnando al general Massera, aparece con una presencia que llena por sí sola la estructura del set (oscuro, rancio, lúgubre… ), propio de un ambiente post mortem, auténticamente funerario.
Su gesto de encenderse el cigarrillo, mientras habla de cómo él, un héroe de la patria ha tardado 25 años en encontrar a una mujer muerta, es tan sensual y erótico (aunque no exactamente lo mismo), como su pletórica imagen en aquellos calzoncillos blancos mojados, saliendo de la piscina en “La Mala Educación” de Almodóvar (2004). Así como tan patética y misteriosa como la de aquél padre Amaro que interpretó en 2002 a las órdenes de Carlos Carrera.
De los tres lienzos que hemos mencionado, el primero trata el embalsamamiento de la difunta primera dama, a manos del Dr. Ara, interpretado por un Immanol Arias que ya empieza a ser tan momio como el cuerpo que está tratando para que no le alcance el estado de corrupción; obsesionado con “su obra de arte”… tiene que hablar más con su expresión que con las palabras, pues el guión poco diálogo le da, excepto la corta conversación con una ferviente que va a despedirse de su ídola en su capilla ardiente. Las ardientes velas que ornan la escena, así como el rojo intenso que brilla de fondo en el plano de la urna rellena de líquido, donde flota el cuerpo inerte de la “bella durmiente”, como si estuviera en el seno materno para renacer, es la parte de la película con un mayor logro del efecto lumínico. Así, la reminiscencia a la que nos retrotrae nuestro amigo Arias en su puesta en escena nos recuerda a una mezcla del Dr. Frankenstain, y del “Goya en Burdeos” (1999).
El segundo episodio nos coloca en el interior de un camión del ejército. Allí tendremos el formidable “tête à tête” entre el teniente coronel Koenig y un joven soldado, cuyo diálogo es de lo mejor de todo el metraje. Sin saberlo el chaval, llevan el “paquete”, que no es otra cosa que una vetusta caja de madera en la que se halla el cuerpo de la susodicha. Un contexto harto surrealista, medio vehículo militar, medio coche fúnebre; en el que dos hombres charlan, comparten, se tantean… hasta acabar a castañazo limpio, haciendo gala de la más bruta agresividad y violencia: el duelo de titanes;
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
la lucha encarnizada entre “descamisados” y opresores; entre ardientes seguidores del peronismo y sus continuadores, y aquellos que, de poder, habrían borrado su memoria, no sólo en Argentina, sinó también en el mundo entero.
Soberbia la habilidad del director de fotografia, de Ivan Gierasinchuk, que con el juego de perspectivas, de sobras y luz amarillenta dentro de ese camión, del que sólo vemos prácticamente la caja por dentro (podría haber sido perfectamente otro habitáculo), sabe acotar la mirada del espectador en este reducido espacio: en las demacradas facciones del veterano oficial, que contrastan con el bellísimo rostro del joven e inocente chaval. Del exterior, poca información: sólo oscuridad y visibilidad hasta donde alcanza el tenue reflejo de los faros, a través de un parabrisas empañado por la lluvia.
Y el último tercio del drama: en un zulo de casi igual reducidas dimensiones, donde un comando terrorista tiene secuestrado al general Aramburu, y allí lo asesinará después de un intento fallido de que les diga dónde está la “bella durmiente”. En esta parte conclusiva, a modo de juicio moral impuesto, revela claramente cuál es el posicionamiento de la cinta en lo que respecta a la historia referida. Aunque pueda parecer que en este segmento los actores se esfuerzan para sacar un buen trabajo, los diálogos no tienen ningún valor transcendente, así como tampoco se logra la tensión dramática, ni tan sólo con esa llamada que el general, a punto de ser disparado por la espalda, con la que se espera que se revele el paradero del cadáver de Evita.
Quizá porque alumbra demasiado descaradamente a la intuición del espectador, el desenlace del episodio, o por cierta dejadez en el hacer de los intérpretes, el caso es que la magia y el clímax logrado en la parte intermedia, se deshincha. Termina con el retrato de un acto de violencia gratuita y absurda, que no se figura claramente si se trata de venganza, o de impotencia y desesperación. Quizás un poco de todo. El actor Daniel Fanego (Aramburu), es quien aún da algo, bien por su condición de principal, que sin lugar a dudas eclipsa el torpe sobreactuado del resto, que reviste de un romanticismo demasiado empalagoso.
El tríptico de Pablo Agüero, con injertos de imágenes documentales de archivo, que dan pistas sobre los sucesos históricos que envuelven a la figura de Eva Perón, concluye con ese epílogo que retoma la introducción portagonizada por García Bernal. Ahí si que vemos un plano general de su hermosa talla. Pero que en cuanto a colofón, su valor es poco más que el de una carta de ajuste.
La música de Valentín Portron, sin trascendencia alguna, va haciendo su liviana contribución, dentro de una tónica general de ausencia. Poca labor le dejaron, y se limita a unos avaros interludios que apenas sazonan el plano diegético.
Deja un sabor agridulce. El poderoso concepto narrativo del que parte, contrasta con cierta tosquedad de realización y dirección de actores, sobretodo en la parte del embalsamamiento, y en la de los montoneros sedientos de sangre, aplicando un valor de justicia un tanto turbio, sobretodo si nos atenemos a las fuentes que hablan de las motivaciones, circunstancias y demás especulaciones que rodean a la muerte de Aramburu, el cadáver del cuál, según parece, sirvió de moneda de cambio para la llegada del cuerpo de Eva Perón a su definitivo lugar de descanso. Otros, como Allende en Chile, no tuvieron esa dignidad.
Pero a pesar de la ofuscada manía de querer hacer desaparecer lo corpóreo, el temor al mito no desaparece. Y así se ilustra en “Espartaco”, de Kubrick (1960): Marco Licinio Craso (Lawrence Olivier) ordena, cuando hace crucificar al rebelde tracio, que su cuerpo no reciba sepultura, sino que sea quemado y esparcidas al viento sus cenizas.
“Le temías” le pregunta Julio César (John Gavin), marchando los dos al paso a caballo. A lo que Craso le responde: “En el campo de batalla no; pero ahora le temo incluso más que a ti, querido César”.
Soberbia la habilidad del director de fotografia, de Ivan Gierasinchuk, que con el juego de perspectivas, de sobras y luz amarillenta dentro de ese camión, del que sólo vemos prácticamente la caja por dentro (podría haber sido perfectamente otro habitáculo), sabe acotar la mirada del espectador en este reducido espacio: en las demacradas facciones del veterano oficial, que contrastan con el bellísimo rostro del joven e inocente chaval. Del exterior, poca información: sólo oscuridad y visibilidad hasta donde alcanza el tenue reflejo de los faros, a través de un parabrisas empañado por la lluvia.
Y el último tercio del drama: en un zulo de casi igual reducidas dimensiones, donde un comando terrorista tiene secuestrado al general Aramburu, y allí lo asesinará después de un intento fallido de que les diga dónde está la “bella durmiente”. En esta parte conclusiva, a modo de juicio moral impuesto, revela claramente cuál es el posicionamiento de la cinta en lo que respecta a la historia referida. Aunque pueda parecer que en este segmento los actores se esfuerzan para sacar un buen trabajo, los diálogos no tienen ningún valor transcendente, así como tampoco se logra la tensión dramática, ni tan sólo con esa llamada que el general, a punto de ser disparado por la espalda, con la que se espera que se revele el paradero del cadáver de Evita.
Quizá porque alumbra demasiado descaradamente a la intuición del espectador, el desenlace del episodio, o por cierta dejadez en el hacer de los intérpretes, el caso es que la magia y el clímax logrado en la parte intermedia, se deshincha. Termina con el retrato de un acto de violencia gratuita y absurda, que no se figura claramente si se trata de venganza, o de impotencia y desesperación. Quizás un poco de todo. El actor Daniel Fanego (Aramburu), es quien aún da algo, bien por su condición de principal, que sin lugar a dudas eclipsa el torpe sobreactuado del resto, que reviste de un romanticismo demasiado empalagoso.
El tríptico de Pablo Agüero, con injertos de imágenes documentales de archivo, que dan pistas sobre los sucesos históricos que envuelven a la figura de Eva Perón, concluye con ese epílogo que retoma la introducción portagonizada por García Bernal. Ahí si que vemos un plano general de su hermosa talla. Pero que en cuanto a colofón, su valor es poco más que el de una carta de ajuste.
La música de Valentín Portron, sin trascendencia alguna, va haciendo su liviana contribución, dentro de una tónica general de ausencia. Poca labor le dejaron, y se limita a unos avaros interludios que apenas sazonan el plano diegético.
Deja un sabor agridulce. El poderoso concepto narrativo del que parte, contrasta con cierta tosquedad de realización y dirección de actores, sobretodo en la parte del embalsamamiento, y en la de los montoneros sedientos de sangre, aplicando un valor de justicia un tanto turbio, sobretodo si nos atenemos a las fuentes que hablan de las motivaciones, circunstancias y demás especulaciones que rodean a la muerte de Aramburu, el cadáver del cuál, según parece, sirvió de moneda de cambio para la llegada del cuerpo de Eva Perón a su definitivo lugar de descanso. Otros, como Allende en Chile, no tuvieron esa dignidad.
Pero a pesar de la ofuscada manía de querer hacer desaparecer lo corpóreo, el temor al mito no desaparece. Y así se ilustra en “Espartaco”, de Kubrick (1960): Marco Licinio Craso (Lawrence Olivier) ordena, cuando hace crucificar al rebelde tracio, que su cuerpo no reciba sepultura, sino que sea quemado y esparcidas al viento sus cenizas.
“Le temías” le pregunta Julio César (John Gavin), marchando los dos al paso a caballo. A lo que Craso le responde: “En el campo de batalla no; pero ahora le temo incluso más que a ti, querido César”.