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Voto de Jordirozsa:
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Terror. Fantástico
Una joven de 17 años (Joey King) descubre una caja con poderes mágicos, pero usarla tendrá un alto y sangriento precio. (FILMAFFINITY)
20 de febrero de 2023
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Dicen las malas lenguas que en algunos ratos de asueto, John R. Leonetti se dedicó a merodear por los trasteros de la MGM, que se hizo cargo de absorber, reflotar a su querida (y quebrada poco antes del estreno de «The Silence of The Lambs», 1991) Orion Pictures, compañía que vivió sus momentos de esplendor durante los años 80, y de la que los de mi generación siempre recordaremos el emblemático logo, presentando títulos como «Amadeus» (1984), «Platoon» (1986), «Mississippi Burning» (1988) o «Dances With Wolves» (1990).
En sus escarceos con las antiguallas del estudio, el director encontró una oxidada lámpara, y se dedicó a frotarla pacientemente, usando el «Netol» de un frasco que también debía de estar en aquellas estanterías desde el año de la «catapún». Sólo quizás por el gusto y capricho de devolver la dignidad a un objeto-fetiche de algún decorado, y, tal vez, a hurtadillas, llevárselo a casa una vez limpio para exhibirlo en alguno de los muebles del salón (al fin y al cabo, ¿quién iba a echar de menos una vieja lámpara oxidada?).
Frotando, frotando, mientras discurría en su mente si llevarse la lámpara como trofeo, o regalársela a la Warner como agradecimiento por haberle dado el encargo de «Anabelle» (2014), entre nosotros, la menos gloriosa de las entregas del universo «Guarren», súbitamente el hombre hizo uno de esos «jumpscares», ya que de repente, tras una verdosa neblina, apareció el genio que hacía tranquilamente la siesta dentro del objeto al que Leonetti se afanaba en sacar el brillo: ¡¡zasca!! Los tres deseos acudieron raudos a su mente: lanzar al mercado cinematográfico una película para reventar taquillas con un irrisorio presupuesto; fundar una franquicia de terror que le situara entre los «tops» del género; y hacerse con la recién resucitada Orion Pictures, para hacer el salto a magnate de la industria. ¿Deseos concedidos? Pues va a ser que no.
A parte de la referencia, copia o calco de sagas como «Final Destination» (2000 – 2011), «Wish Upon» (2017) es una oda a los «slasher» (algunos con tintes sobrenaturales) de adolescentes que hicieron su «mise en escène» durante la creativa y productiva década de los años 90, especialmente en la segunda mitad de la misma. La presencia del ya algo maduro Ryan Philippe no obedece a otra cosa, sino recordarnos lo que fueron algunos mitos del estilo de «I know what you did Last Summer» (1997), de Jim Gillespie, en la que el todavía atractivo actor interpreta a uno de los adolescentes perseguidos por pretéritas fechorías.
En «Wish Upon», la no menos atractiva, y bastante solvente Joey King, toma el relevo generacional, siendo su personaje (Clare), el central de un grupo de estudiantes de secundaria, que se verán afectados por las consecuencias de la relación entre la protagonista (el «patito feo» del elenco), y una caja de música china que le regala su padre (Philippe), una especie de chatarrero. El misterioso objeto parece tener la capacidad de conceder deseos: siete, para ser exactos.
La historia de una joven inadaptada, con un pasado traumático (su madre se ahorca ante sus mismísimas narices en el ático de su casa; sometida a «bullying» por parte del «clan pijotas» del instituto; avergonzada por un padre que otrora fuera el saxofonista de una banda de éxito, y que en el presente se dedica a hurgar en las basuras para encontrar «tesoros», y así poder llegar a final de mes), es un tema cuyo sustrato se puede remontar a la historia de «La Cenicienta», si buceamos en nuestro imaginario colectivo, y también en elementos importados de otras culturas, como la Leyenda de la Caja de Música China (Lu Mei), respecto a la que la mímesis es más clara.
La guionista Barbara Marshall («Viral», 2016; «The Bad Seed», 2018), desaprovecha su oportunidad de tejer mejor un guion con infinitas posibilidades, para tirar cable en línea recta, a base de una simple estructura en la que se alternan los deseos de Clare dirigidos a la caja, de lo más tópico (dentro de parámetros puramente egoístas) que cualquier espécimen humano haya anhelado en su patética historia: dinero, posición social y el «amor ¿o sexo? de la vida», con el sangriento precio que tendrá que pagar por tales antojos, traducido en las muertes «accidentales» de varias de las personas que forman su íntimo círculo social (que tampoco son tantas)… los arquetipos de cuentos y fábulas al desnudo, en una cinta que, por no exigir demasiado a sus conexiones neurales (por lo tanto, injustamente tratándoles de idiotas), mete prácticamente cuchara en boca, cual primeriza papilla, el contenido a un «público diana» que a las claras, por la calificación PG-13, es el de los escolares de educación secundaria (sí, «ESO» en lo que piensan ahora), a los varios nostálgicos a los que se nos quiere hacer evocar el cine de terror de nuestra propia adolescencia, y a algunos fans incondicionales del gore y de la casquería, que, muy probablemente, saldrán decepcionados.
Sin embargo, nada de lo que vemos desplegar en el tan simplón como, las veces, lleno de absurdos, libreto de Marshall, impide pensar que, tanto en términos de puesta en escena, como en lo que respecta al desarrollo argumental, estemos ante una intencionada sátira o caricatura de lo que sería el mundo de los adolescentes, o, por lo menos, de la imagen, equivocada o no, que tenemos los adultos de ellos: egocéntricos, hedonistas, crueles, desagradecidos… y toda una retahíla de atributos con los que solemos etiquetar al colectivo, olvidando muchas veces que nosotros también hemos pasado por la edad del pavo, y que siendo ya granaditos y asomándose las canas (eso los que tengan pelo), muchos todavía no se han despegado de su estado de perenne inmadurez.
Quizá esto explique hasta lo cómicas que pueden tornarse algunas escenas, y que no nos descorchemos de la risa ante según qué situaciones, por no estar explícitamente catalogada la cinta como «comedia» o «comedia de terror», cuyas trazas encontramos en no pocos momentos,
En sus escarceos con las antiguallas del estudio, el director encontró una oxidada lámpara, y se dedicó a frotarla pacientemente, usando el «Netol» de un frasco que también debía de estar en aquellas estanterías desde el año de la «catapún». Sólo quizás por el gusto y capricho de devolver la dignidad a un objeto-fetiche de algún decorado, y, tal vez, a hurtadillas, llevárselo a casa una vez limpio para exhibirlo en alguno de los muebles del salón (al fin y al cabo, ¿quién iba a echar de menos una vieja lámpara oxidada?).
Frotando, frotando, mientras discurría en su mente si llevarse la lámpara como trofeo, o regalársela a la Warner como agradecimiento por haberle dado el encargo de «Anabelle» (2014), entre nosotros, la menos gloriosa de las entregas del universo «Guarren», súbitamente el hombre hizo uno de esos «jumpscares», ya que de repente, tras una verdosa neblina, apareció el genio que hacía tranquilamente la siesta dentro del objeto al que Leonetti se afanaba en sacar el brillo: ¡¡zasca!! Los tres deseos acudieron raudos a su mente: lanzar al mercado cinematográfico una película para reventar taquillas con un irrisorio presupuesto; fundar una franquicia de terror que le situara entre los «tops» del género; y hacerse con la recién resucitada Orion Pictures, para hacer el salto a magnate de la industria. ¿Deseos concedidos? Pues va a ser que no.
A parte de la referencia, copia o calco de sagas como «Final Destination» (2000 – 2011), «Wish Upon» (2017) es una oda a los «slasher» (algunos con tintes sobrenaturales) de adolescentes que hicieron su «mise en escène» durante la creativa y productiva década de los años 90, especialmente en la segunda mitad de la misma. La presencia del ya algo maduro Ryan Philippe no obedece a otra cosa, sino recordarnos lo que fueron algunos mitos del estilo de «I know what you did Last Summer» (1997), de Jim Gillespie, en la que el todavía atractivo actor interpreta a uno de los adolescentes perseguidos por pretéritas fechorías.
En «Wish Upon», la no menos atractiva, y bastante solvente Joey King, toma el relevo generacional, siendo su personaje (Clare), el central de un grupo de estudiantes de secundaria, que se verán afectados por las consecuencias de la relación entre la protagonista (el «patito feo» del elenco), y una caja de música china que le regala su padre (Philippe), una especie de chatarrero. El misterioso objeto parece tener la capacidad de conceder deseos: siete, para ser exactos.
La historia de una joven inadaptada, con un pasado traumático (su madre se ahorca ante sus mismísimas narices en el ático de su casa; sometida a «bullying» por parte del «clan pijotas» del instituto; avergonzada por un padre que otrora fuera el saxofonista de una banda de éxito, y que en el presente se dedica a hurgar en las basuras para encontrar «tesoros», y así poder llegar a final de mes), es un tema cuyo sustrato se puede remontar a la historia de «La Cenicienta», si buceamos en nuestro imaginario colectivo, y también en elementos importados de otras culturas, como la Leyenda de la Caja de Música China (Lu Mei), respecto a la que la mímesis es más clara.
La guionista Barbara Marshall («Viral», 2016; «The Bad Seed», 2018), desaprovecha su oportunidad de tejer mejor un guion con infinitas posibilidades, para tirar cable en línea recta, a base de una simple estructura en la que se alternan los deseos de Clare dirigidos a la caja, de lo más tópico (dentro de parámetros puramente egoístas) que cualquier espécimen humano haya anhelado en su patética historia: dinero, posición social y el «amor ¿o sexo? de la vida», con el sangriento precio que tendrá que pagar por tales antojos, traducido en las muertes «accidentales» de varias de las personas que forman su íntimo círculo social (que tampoco son tantas)… los arquetipos de cuentos y fábulas al desnudo, en una cinta que, por no exigir demasiado a sus conexiones neurales (por lo tanto, injustamente tratándoles de idiotas), mete prácticamente cuchara en boca, cual primeriza papilla, el contenido a un «público diana» que a las claras, por la calificación PG-13, es el de los escolares de educación secundaria (sí, «ESO» en lo que piensan ahora), a los varios nostálgicos a los que se nos quiere hacer evocar el cine de terror de nuestra propia adolescencia, y a algunos fans incondicionales del gore y de la casquería, que, muy probablemente, saldrán decepcionados.
Sin embargo, nada de lo que vemos desplegar en el tan simplón como, las veces, lleno de absurdos, libreto de Marshall, impide pensar que, tanto en términos de puesta en escena, como en lo que respecta al desarrollo argumental, estemos ante una intencionada sátira o caricatura de lo que sería el mundo de los adolescentes, o, por lo menos, de la imagen, equivocada o no, que tenemos los adultos de ellos: egocéntricos, hedonistas, crueles, desagradecidos… y toda una retahíla de atributos con los que solemos etiquetar al colectivo, olvidando muchas veces que nosotros también hemos pasado por la edad del pavo, y que siendo ya granaditos y asomándose las canas (eso los que tengan pelo), muchos todavía no se han despegado de su estado de perenne inmadurez.
Quizá esto explique hasta lo cómicas que pueden tornarse algunas escenas, y que no nos descorchemos de la risa ante según qué situaciones, por no estar explícitamente catalogada la cinta como «comedia» o «comedia de terror», cuyas trazas encontramos en no pocos momentos,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
recordándonos un parecido regusto con lo que Wes Craven sazona sus fascículos de la serie «Scream» (desde 1996 hasta la fecha).
Lo que salva de la quema a este poco elaborado relato, es su intención final de ser un cuento con moraleja, que no por repetido en diversas expresiones culturales y artísticas, no sobra ser recordado a todos los mortales que, por desgracia, suelen pretender alcanzar sus objetivos a costa de ignorar cualquier daño colateral consecuente a los semejantes, cuando no incluso a los propios allegados, o a los que se pretende considerar como más queridos; basta echar un vistazo a las calles, a la caja tonta, o abrir las «ventanas del interné» («güebs» y redes sociales), y nos daremos cuenta de que, con tal de «cumplir deseos» (ahora se utiliza el término eufemístico «sueños»), muchos no reparan en ciscar la vida del prójimo. ¿Ello quiere decir que es malo progresar, auto superarse, tener metas, etcétera…? Pues claro que no, pero si reflexionamos un poco sobre lo que ocurre en «Wish Upon», largo y tendido sería el debate ético y moral que plantea todo el «peripeciario» de Clare Shannon (King), quien desesperada por disfrutar de una «vida mejor»: vengarse de su acosadora compañera, Darcy (Josephine Langford); ser la más «popu», tener pasta saliéndole por las orejas, y poder echar un polvete con Paul, el «playboy» (Mitchell Slaggert) de su centro educativo, se olvida de lo más importante que tiene a su lado, para conseguir lo que anhela: sus amigos Ryan (Ki Hong Lee), Meredith (Sidney Park) y June (Shannon Purser); su padre, del que se avergüenza; el cariño de su vecina Mrs Deluca (Sherilynn Fenn); y su gran talento como artista. Ahí podríamos ver sin duda una crítica a un sistema que, en vez de descubrir y trabajar las potencialidades de la gente joven, los corrompe con lo que sería el demonio que mora en el interior de la caja de deseos, y ofrece vacuas y vanas esperanzas de felicidad, basada en contravalores o valores destructivos.
La fotografía de Michael Galbraith tiene destellos (nunca mejor dicho) de buen hacer en los encuadres, la claridad y unas tonalidades equilibradas, aunque en determinadas escenas de violentos decesos, ensombrezca deliberadamente la imagen para no transgredir los requisitos de la etiqueta de calificación moral. Por no hablar de que, a tal fin, la cámara se vuelve loca en la sucesión de perspectivas y planos ante las muertes, como queriéndolas dotar de tamaña angustia, pero privándonos descaradamente de los litros de sangre y menudillas que serían de esperar en tal circunstancia.
La partitura de Tomandandy no sobresale, casi exclusivamente a base de efectos electrónicos, con algún oneroso estruendo del metal que anuncia con su voz las desgracias personales con las que se paga el precio de los deseos, a modo de los martillazos que se escuchan en la Cuarta Sinfonía «Del Destino», de P.I. Tchaikowsky.
El trabajo de los actores es más que decente, dentro de lo que les permite el anodino «script», destacando entre ellos nada más que algunas sobreactuaciones «flamboyant» de la King, y los evidentes signos de fatiga de un Philippe que no acaba de encontrar su «locus» en la escena, pese a esforzarse para ello.
Un trabajo que, en suma, se podría decir superado con creces por el apógrafo, hasta incluso en detalles como un perro como primera víctima en morir de manera atroz, o el ahorcamiento de la madre, por no decir ya los deseos pedidos, y cómo el protagonista gestiona el tema, que Timothy Woodward Jr. haría dos años después con «The Final Wish» (2019), interpretada por Michael Welsh y Lin Shaye (la de «Insidious»).
No hubo acuerdo, y el genio no le otorgó a Lionetti sus tres deseos. Pero antes de irse a las oficinas de la Seguridad Social para tramitar su jubilación, por haberle limpiado la lámpara de la que lo sacó, le concedió salvar los muebles, y presentar una cinta entretenida que, por otro lado, no satisfizo plenamente sus pretensiones, si es que las tenía.
Lo que salva de la quema a este poco elaborado relato, es su intención final de ser un cuento con moraleja, que no por repetido en diversas expresiones culturales y artísticas, no sobra ser recordado a todos los mortales que, por desgracia, suelen pretender alcanzar sus objetivos a costa de ignorar cualquier daño colateral consecuente a los semejantes, cuando no incluso a los propios allegados, o a los que se pretende considerar como más queridos; basta echar un vistazo a las calles, a la caja tonta, o abrir las «ventanas del interné» («güebs» y redes sociales), y nos daremos cuenta de que, con tal de «cumplir deseos» (ahora se utiliza el término eufemístico «sueños»), muchos no reparan en ciscar la vida del prójimo. ¿Ello quiere decir que es malo progresar, auto superarse, tener metas, etcétera…? Pues claro que no, pero si reflexionamos un poco sobre lo que ocurre en «Wish Upon», largo y tendido sería el debate ético y moral que plantea todo el «peripeciario» de Clare Shannon (King), quien desesperada por disfrutar de una «vida mejor»: vengarse de su acosadora compañera, Darcy (Josephine Langford); ser la más «popu», tener pasta saliéndole por las orejas, y poder echar un polvete con Paul, el «playboy» (Mitchell Slaggert) de su centro educativo, se olvida de lo más importante que tiene a su lado, para conseguir lo que anhela: sus amigos Ryan (Ki Hong Lee), Meredith (Sidney Park) y June (Shannon Purser); su padre, del que se avergüenza; el cariño de su vecina Mrs Deluca (Sherilynn Fenn); y su gran talento como artista. Ahí podríamos ver sin duda una crítica a un sistema que, en vez de descubrir y trabajar las potencialidades de la gente joven, los corrompe con lo que sería el demonio que mora en el interior de la caja de deseos, y ofrece vacuas y vanas esperanzas de felicidad, basada en contravalores o valores destructivos.
La fotografía de Michael Galbraith tiene destellos (nunca mejor dicho) de buen hacer en los encuadres, la claridad y unas tonalidades equilibradas, aunque en determinadas escenas de violentos decesos, ensombrezca deliberadamente la imagen para no transgredir los requisitos de la etiqueta de calificación moral. Por no hablar de que, a tal fin, la cámara se vuelve loca en la sucesión de perspectivas y planos ante las muertes, como queriéndolas dotar de tamaña angustia, pero privándonos descaradamente de los litros de sangre y menudillas que serían de esperar en tal circunstancia.
La partitura de Tomandandy no sobresale, casi exclusivamente a base de efectos electrónicos, con algún oneroso estruendo del metal que anuncia con su voz las desgracias personales con las que se paga el precio de los deseos, a modo de los martillazos que se escuchan en la Cuarta Sinfonía «Del Destino», de P.I. Tchaikowsky.
El trabajo de los actores es más que decente, dentro de lo que les permite el anodino «script», destacando entre ellos nada más que algunas sobreactuaciones «flamboyant» de la King, y los evidentes signos de fatiga de un Philippe que no acaba de encontrar su «locus» en la escena, pese a esforzarse para ello.
Un trabajo que, en suma, se podría decir superado con creces por el apógrafo, hasta incluso en detalles como un perro como primera víctima en morir de manera atroz, o el ahorcamiento de la madre, por no decir ya los deseos pedidos, y cómo el protagonista gestiona el tema, que Timothy Woodward Jr. haría dos años después con «The Final Wish» (2019), interpretada por Michael Welsh y Lin Shaye (la de «Insidious»).
No hubo acuerdo, y el genio no le otorgó a Lionetti sus tres deseos. Pero antes de irse a las oficinas de la Seguridad Social para tramitar su jubilación, por haberle limpiado la lámpara de la que lo sacó, le concedió salvar los muebles, y presentar una cinta entretenida que, por otro lado, no satisfizo plenamente sus pretensiones, si es que las tenía.