Extraño, más que llamativo, me resulta el hecho de que esta película tan ochentera aparezca con tan pocos espectadores. La historia, por supuesto remitiendo a la época de la que conservamos tantos recuerdos, pasa por ser atractiva: el mundo ha perdido su batalla contra el apocalipsis y se ha inaugurado una nueva sociedad en la que todo debe aprenderse una vez más. En Mundo Salvaje, la lección se toma en un viejo bus escolar en el que una joven y guapa profesora da clases con los tres únicos libros que la comunidad de Los Pozos ha podido conservar; entre ellos uno de urbanidad y buenas maneras, que resulta ser como la guía a los niños de este mundo posapocalítico.
Pero el problema no pasa por la educación, ni por el futuro de las nuevas generaciones: en Mundo Salvaje todo parece revisitar los decorados y las intenciones del apocalipsis de Mad Max. Pero si bien en la película protagonizada por Mel Gibson el problema era hacerse al combustible para poner a marchar los automóviles, en Mundo Salvaje aparece el agua como elemento objeto de las mayores ambiciones. Y ahí es donde aparecen nuevas tribus e ídolos (incluso encarnando las posibilidades de un mesiánico Charles Mason.
Aquí, sin embargo, el tono sombrío que se puede esperar gracias a los nuevos apocalipsis, sobre todo los que se nos vienen entregando desde los noventas, pasa a ser aligerado por el colorido de los personajes, su sex appeal y una oscuridad que apenas si le disputa escenas a los desiertos a pleno sol.
No es el gran apocalipsis, tampoco es el peor de los escenarios, pero sí es una muestra de cómo lograr algún revoltijo de personajes citando precedentes mucho más sólidos.