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Voto de el pastor de la polvorosa:
10
Drama Tres personas se hallan, sin comida, en un bote a la deriva; cada uno de esos personajes tiene un particular pasado... (FILMAFFINITY)
9 de enero de 2018
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película, el fruto más exótico de la vanguardia francesa de finales de los años 20, es singular desde su misma inspiración: como una planta epífita, no arraiga en el suelo de la “realidad” (en su sentido más restringido), sino en el tronco de otra planta –en este caso, una fotografía de André Kertesz: la imagen del rostro de una mujer rodeado por las manos esposadas de un hombre, con los puños cerrados. Una variación sobre esta fotografía aparece en el inicio y el final de la película, enmarcando su transcurso.

Podemos intuir cuál es el camino de la mano derecha y el de la izquierda: el matrimonio burgués y el trabajo mecánico en contraposición al ostracismo social y el océano sin límites. Lo que parece claro es que cualquiera de los dos caminos conduce lejos del anhelo de infinito, al menos en la “realidad” objetiva; de ahí la aspiración a crear una nueva realidad (como aquel otro americano en París, Vicente Huidobro), de ver lo nunca visto, en lugar de lo de siempre –en este punto hay que mencionar también al extraordinario director de fotografía, Edgar Brasil.

En el cine los límites más inmediatos vienen establecidos por el encuadre de cada plano; Peixoto consigue sorprender siempre en este aspecto, y eso que la película tiene ya más de ochenta años. Como ocurre con la música de Debussy, ninguna regla de composición determina lo que vendrá a continuación: geometrías dignas de Rodchenko, barridos que nos llevan a la abstracción, travellings que siguen la línea de los aleros o el dosel de los árboles, o ese plano único en el que el hombre cae misteriosamente junto a los alambres de espino y la cámara parte de su pie y emprende una panorámica ascendente que se pierde en la claridad del cielo, y luego vuelve hacia abajo, hasta encontrar una mano posada en la arena.

“Límite” carece de tierra firme narrativa: incluso cuando abandona la barca a la deriva para mostrar imágenes de un pasado tan enigmático como el presente, es como si los personajes llevaran ya tanto tiempo mecidos por el vaivén de las olas que hubieran perdido el hábito de caminar sobre la tierra; la película presta mucha atención a dónde ponen sus pies –una atención de la que ellos carecen por entero, cuando caminan por las aceras elevadas de una vieja ciudad colonial, por terrenos embarrados o playas desoladas, o se introducen directamente en el agua quitándose las medias y los calcetines, remangándose el vestido y los pantalones: ¿el amor como un doble suicidio simbólico?

La luz moldea los cuerpos (que se transforman en formas arborescentes, palmeras, postes de luz), da profundidad a los rostros, dibuja oleajes en los cabellos. La película progresa mediante asociaciones visuales, en lugar de someterse a la ley de la causalidad, como si fuera un poema simultaneísta: por ejemplo, las jambas de una puerta, las hojas de un libro o un periódico, las tijeras abiertas y los dos palitos que maneja obsesivamente el hombre de la barca.

Las músicas de Satie, Debussy, Ravel, Stravinsky y Prokofiev no eran en 1931 tan evidentes como pueden parecer ahora; la peculiar armonía que crean con las imágenes nos recuerda que las películas pueden aspirar legítimamente a la condición de la música como alternativa a la literatura, a la autonomía frente al relato y la palabra, a ser sentidas en lugar de entendidas.

Fragmento del texto publicado en: https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/
el pastor de la polvorosa
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