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Voto de el pastor de la polvorosa:
6
Drama. Fantástico El film se centra en la transición entre el siglo XVIII, el del racionalismo, el siglo de las luces y la sensualidad, y los principios del siglo XIX, el del romanticismo, el oscurantismo y la violencia. Dos famosas figuras personifican estos mundos, Casanova y Drácula. En Francia, en una atmósfera de corrupción y alegría artística, un veterano marqués, siempre acompañado por su sirviente de las tierras del norte, vive en un pequeño ... [+]
13 de febrero de 2014
17 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tengo que confesar que esta es una de las películas más extrañas que recuerdo; la he visto con una mezcla de placer, tedio y desconcierto, y no me atrevo a recomendársela ni a mi mujer. Quizá la impresión pueda ser comparable, en algún sentido y pese a las diferencias, a la que sintieron los primeros espectadores de La edad de oro de Buñuel (hoy la distancia temporal y la cultura nos defienden de su carga subversiva).

Muchas cosas han pasado en el mundo y en el cine después de aquellas primeras películas de Buñuel y Dalí: en el cine de Serra pueden encontrarse otros muchos ecos. Algunos críticos han señalado la influencia de Kenneth Anger; dentro del cine moderno, a mí se me ocurre, sólo por dar una idea, que la película podría situarse en algún remoto punto intermedio entre el Fausto de Sokurov y Los caníbales de Manoel de Oliveira.

En una escena hacia el comienzo, en la que Casanova inspecciona y comenta la biblioteca de un noble de edad avanzada, este aparece al principio tumbado, luego se levanta y se sitúa junto a Casanova, y en el siguiente plano, sin ninguna transición, vuelve a aparecer tumbado, en la misma posición que al principio: este “fallo” de raccord, hablando en términos convencionales, parece una declaración de principios de un director que asume todas las libertades y todas las provocaciones.

La película oculta sus claves y se va haciendo cada vez más opaca y misteriosa, tanto a nivel de detalle como de concepción global. Su gélida oscuridad, atravesada por un sentido del humor de amplio espectro, tiene algo de artificioso y deliberado, y el director, entre cuyas cualidades no se encuentra la humildad (pienso que él la consideraría más bien un defecto), establece las reglas de su juego al margen de todo compromiso, como alguien que sólo busca la complicidad o la irritación absolutas.

El título invierte irónicamente el de las memorias de Casanova, “Historia de mi vida”; según la crítica, esta “historia de mi muerte” debe entenderse en un sentido conceptual y metafórico, alusivo a la muerte de la Ilustración y al nuevo mundo que surgirá después de la revolución francesa (la cual anuncia el propio Casanova, como si hablara de un hecho pasado, en la escena a la que me acabo de referir).

Por cierto, la dicción de su intérprete (Vicenç Altaió) evoca, por su artificiosa y fascinante naturalidad, a la de Francisco Rabal o Fernando Rey en las películas de Buñuel.

La película también evoca, como el título de la de Buñuel, una “edad de oro”: el antiguo orden que representa Casanova se caracteriza por una sensualidad traspasada de intelectualismo, por una racionalidad firmemente anclada en el cuerpo.

La propia sustancia de la película participa de esa misma mezcla, por su concepto extremadamente especulativo y su atención a lo sensible (el refinamiento de la fotografía que capta hasta las partículas de polvo que brillan en el aire, o el registro de los sonidos, amplificados para mayor protagonismo: el canto de un petirrojo o de un autillo, el rumor de unos cerdos comiendo). Casanova se alimenta lascivamente de granadas, y dice que cada grano le trae al recuerdo una historia de las que narrará en sus memorias. El personaje se ríe de la misma manera cuando está cagando (cualquier otra fórmula más eufemística de expresión traicionaría el “espíritu” de la escena que lo muestra en ese trance), cuando está leyendo, y cuando rompe por accidente el cristal de una ventana mientras se está cepillando a una campesina.

También es muestra del antiguo orden la relación fraternal entre señor y criado, Casanova y Pompeu. Diferente es la tentación que el mundo moderno ofrece a los siervos, y que el conde (cuya peluca, por cierto, parece una parodia de la imaginería del Drácula de Coppola) susurra a la hija del alquimista transilvano para atraerla hacia sus dominios, al otro lado del río: aprender a leer, ser tratada como una señora... a cambio de la posesión vampírica.

En ninguno de los dos mundos hay lugar para el cristianismo, que es objeto de burla o de humillación. Ligeramente distinta es la apreciación del “opus nigrum”, la transformación de la materia fecal en oro (símbolo baudelairiano de sus pretensiones que el director suministra graciosamente a sus críticos para que la utilicen, en el sentido que gusten, en sus conclusiones). Si Casanova aún es capaz de admirar el milagro de esta transubstanciación profana, en el nuevo mundo de los muertos vivientes (que es el nuestro, si mi interpretación es correcta) tampoco hay lugar para el alquimista: su destino parece una versión esperpéntica del que este mundo reserva al espíritu creador.
el pastor de la polvorosa
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