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Voto de el pastor de la polvorosa:
6
Drama Un hombre afila su navaja de afeitar, se dirige al tocador donde se encuentra su esposa y, al proceder a afeitarle el pelo de la nuca le hace un corte accidentalmente al escuchar los gritos procedentes del vecindario... (FILMAFFINITY)
12 de octubre de 2013
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Misterios de un alma pasa por ser la primera película en que se refleja un tratamiento de psicoanálisis. Rodada por Pabst en la Alemania de la república de Weimar (con asesoramiento técnico de psicoanalistas, a pesar de la oposición de Freud, escéptico ante las posibilidades del cine en relación con su disciplina), consigue un cierto equilibrio entre lo inconfesable y lo explicativo, y mantiene a distancia el sensacionalismo (a diferencia de los ejemplos posteriores de Hollywood, eco del auge del método entre los burgueses del nuevo mundo, que darían retrospectivamente la razón a Freud).

La historia o, sería mejor decir, el caso es simple: los problemas de virilidad de un hombre maduro exteriormente, pero que no ha superado el estadio infantil, evolucionan hacia una inconsciente pulsión destructiva que tiene por objeto a su mujer, y ello desde el anuncio de la visita de un apuesto y aventurero primo, compañero infantil de juegos de ambos.

Su planteamiento está bien narrado, con frialdad, precisión en los detalles y sólidas interpretaciones de los actores. Como es obligado en el género, el relato está aderezado con sueños y transparentes símbolos sexuales: desde la cortina triangular del salón, signo del espacio femenino, hasta la sombra de la cabeza del primo que se proyecta sobre la entrepierna de la mujer del protagonista; no digamos el gatillazo de la escopeta de feria, o la torre cilíndrica que brota del suelo, en cuya cima el protagonista soporta las risas de cabezas de mujeres que se balancean como campanas, para después perder su sombrero; y desde luego su ansiedad frente a los cuchillos, síntoma exterior de su enfermedad psíquica (que tiene su expresión más angustiosa en el gran primer plano que muestra su rostro ante la proximidad de la cuchilla de un barbero, al que acude porque es incapaz de afeitarse él mismo).

La película no desdeña otro tipo de símbolos: como el de la llave que el psicoanalista le entrega a su futuro paciente, que le permite volver a su casa.

Resulta ejemplar una escena inquietante, que ofrece otras sugerencias no exploradas en la trama sobre el infantilismo del protagonista, encarnado por Werner Krauss: aquella en que regala un caramelo a una niña, hija de un compañero de trabajo. La intensidad del momento está generada por la duración de los planos y el montaje, además de la precisión del trabajo de los intérpretes, y crea una especie de premonición sutil de M, el vampiro de Düsseldorf.

La parte terapéutica resulta demasiado discursiva, con interminables intertítulos, pero se sostiene por algunas imágenes, de potente desnudez, que ponen en escena el relato de los sueños del protagonista en el diván del psicólogo: más interesantes que las imágenes propiamente oníricas de la primera parte, recuerdan a los sueños filmados -curiosamente también en Alemania- por Ingmar Bergman en una de sus últimas películas: De la vida de las marionetas.
el pastor de la polvorosa
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