Tras una presentación exquisita, con la voz en off de la protagonista ADEREZANDO las escenas (olé los cojones toreros del simil gastronómico, que no iba yo a ser menos), todo se torna una bírria de aquellas pseudorománticas que, en otro siglo, hubiese podido hacer Meg Ryan sin despeinarse el pelo cardado abarrotado de laca.

Las interpretaciones van del correctísimo inicial al horror final, pasando -naturalmente- por el "¿de verdad que éste es el guión?" intermedio. Lo más destacable es la escenografía: un piso parece un piso, y una cocina una cocina. No como en las producciones románticas yanquees, en las que los pisos son lofts de cien mil metros cuadrados, y las cocinas se parecen al Palacio de Versalles, cuando los Borbones no disimulaban a la hora de despilfarrar los dineros que jamás se ganaron.

Personajes cargados de estereotipos -lo del cocinero italiano clama al cielo-, situaciones que podrían ser dramáticas de verdad trasladadas al límite de mi aguante de baboseo por amor al telefilm, y secundarios que no pintan nada -cuando en otras manos se habrían aprovechado, que es más que evidente lo que podrían hacer-, desmerecen absolutamente el cebo inicial.

Por aquí se lee que el final es una mierda: pues es bien cierto, y aún se quedan cortos. Porque, en realidad, tras la primera media hora todo va cuesta abajo, en una caida libre que averguenza sobremanera si uno piensa en lo que podía haber sido y no fué.

Una idea inicial exquisita desperdiciada. Ëse es el mejor resumen que se podría hacer de esta castaña.