Un Walter Oland inmenso para una magnífica y compleja trama en la que Charlie Chan deberá usar lo mejor de si mismo para resolverla y, sobretodo, su infinita paciencia, a la que hará referencia en varias ocasiones. Porque la aventura recorrerá Australia, Honolulu, un viaje en barco y los EE.UU. y Chan, como un perro cazador, estará alrededor de los sospechosos desde el inicio, tendiéndoles trampas e intentando que se pongan en evidencia. Hay momentos involuntariamente jocosos, como la lluvia de cartas, y otros que muestran el racismo nada disimulado del cine en aquellos días, con un personaje afroamericano al que resulta difícil entender, con una jerga rara, y un tono de voz cansado y lastimero, siempre vagueando y con miedo a los muertos -esto se repetirá con casi todos los negros que aparecerán en la franquicia- y a la autoridad.

Hay que estar pendiente de nimios detalles, pistas para Charlie Chan pero también para el espectador avezado. Y muestra un mundo -el de las carreras de caballos- donde no existe la inocencia y en el que todos, aunque no tengan nada que ver con el caso, están corrompidos.