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Voto de Black Floyd:
8
5,7
78
Drama
Susú Pecoraro interpreta a una prostituta que regresa de Buenos Aires a su pueblo, para buscar a su madre y a su hermano y llevarlos a la ciudad. Allí conoce a un joven pintor, y en él verá el camino para cambiar su vida. El film está basado en dos cuentos de Bernardo Kordon, "Domingo en el río" y "Fuimos a la ciudad". (FILMAFFINITY)
21 de febrero de 2016
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
La historia es simple. No pretende otra cosa. Este tipo de películas sólo quieren bosquejar una porción de vida, de alguien cualquiera, sin agregarle aventuras coloridas ni situaciones extraordinarias, sino, por el contrario, mostrar lisa y llanamente como son muchas de estas vidas; tristes, dolorosas, pueriles. Vidas que pasan sin ser advertidas, ni mucho menos recordadas, más que por el conjunto de personas que las hayan rodeado, y nada más.
La miseria existe, por más que se niegue, o se crea exagerada. Existe, y mucho peor que lo que se muestra aquí.
Creo que el director, ha elegido magistralmente los lugares donde se desarrollan los hechos. En un lugar que pareciera ser una estación de trenes, o de ómnibus, Luisa (Susú Pecoraro), quién ejerce de prostituta, conoce a Rubén (Miguel Ángel Solá), un pintor mediocre, con quién rápidamente entabla una conversación.
Voy a seguir un poco más abajo, en el spoiler, con detalles que desvelan hechos puntuales. Pero antes, voy a describir un poco los escenarios, y los personajes que se mueven, como entre las sombras de un infierno (el infierno de lo abyecto, de los sórdido, de todo lo empobrecido con lo gris, con la miseria, que a todo lo envuelve como un sudario final) a lo largo de la película.
Quién haya visto alguna vez, los arrabales, en invierno, sentirá lo mismo que yo al ver esta película. Todo vuelve, en cuestión de segundos, a revivirse. Como si el recuerdo, sin sustancia, intangible, frágil, olvidado en algún remoto rincón de la memoria, se revitalizara, llenase sus venas invisibles de sangre caliente y comenzara a palpitar con fuerza, nos golpera de pronto, y con él, los sentimientos que conectan a ese recuerdo; como una red que se va extendiendo, a medida que se van recuperando las imágenes que creíamos perdidas. Con esas imágenes, los olores, los perfumes, los colores, las temperaturas, reviven una vez más, y con ellos, la punzada fatal, la sensación de lo perdido, lo irrecuperable, que retorna con crudeza, con poderosa vitalidad, para dar una emoción tal, que sólo puede ser imitada por las magnificaciones tremendas de los sueños...
Esos barrios pobres, donde las casas a medio terminar con sus ladrillos y revoque desnudos sin encalar, que se esparcen aisladas en medio de las grandes extensiones de campo; los penachos de césped salvaje, que crecen desafiantes en medio de lodazales, como esas flores que resplandecen, magníficas, en un paisaje yerto, sobrevivientes y orgullosas; las bombas para sacar el agua de los pozos, los alambrados caídos, las ropas colgadas, raídas, descoloridas, que se balancean con el viento frío del invierno, restallando entre sí, como fúnebres estandartes de lo abyecto, el abandono triunfante, que impera sobre todo, dan la exacta sensación de angustia, que se vive en estos lugares, donde la gente marginada ha vivido, y seguirá viviendo, por siempre.
Hay escenas de crepúsculos desvaídos, fríos, helados, donde la débil luz anaranjada, descolorida, como cansada, se filtra a través de las ventanillas de los trenes (hasta los vehículos son miserables, arruinados, lóbregos), y donde uno adivina y siente hasta el frío propio de las últimas horas del día, y ese inevitable aroma de los arrabales bonaerenses, donde el humo de las hojas quemadas se confunde y se mezcla con el olor que le imprime el invierno a todos los objetos. Insisto, que quién no haya respirado el otoño, el invierno, en estos lugares, y para quién estos recuerdos, no sugieran nada en particular, entonces este film no significará nada para ellos. Quién haya visto a estos miserables sobrevivientes, arrebujados en rincones, para protegerse de las heladas, de la escarcha, empatizará con los sufrientes y pueriles personajes de esta película.
La miseria existe, por más que se niegue, o se crea exagerada. Existe, y mucho peor que lo que se muestra aquí.
Creo que el director, ha elegido magistralmente los lugares donde se desarrollan los hechos. En un lugar que pareciera ser una estación de trenes, o de ómnibus, Luisa (Susú Pecoraro), quién ejerce de prostituta, conoce a Rubén (Miguel Ángel Solá), un pintor mediocre, con quién rápidamente entabla una conversación.
Voy a seguir un poco más abajo, en el spoiler, con detalles que desvelan hechos puntuales. Pero antes, voy a describir un poco los escenarios, y los personajes que se mueven, como entre las sombras de un infierno (el infierno de lo abyecto, de los sórdido, de todo lo empobrecido con lo gris, con la miseria, que a todo lo envuelve como un sudario final) a lo largo de la película.
Quién haya visto alguna vez, los arrabales, en invierno, sentirá lo mismo que yo al ver esta película. Todo vuelve, en cuestión de segundos, a revivirse. Como si el recuerdo, sin sustancia, intangible, frágil, olvidado en algún remoto rincón de la memoria, se revitalizara, llenase sus venas invisibles de sangre caliente y comenzara a palpitar con fuerza, nos golpera de pronto, y con él, los sentimientos que conectan a ese recuerdo; como una red que se va extendiendo, a medida que se van recuperando las imágenes que creíamos perdidas. Con esas imágenes, los olores, los perfumes, los colores, las temperaturas, reviven una vez más, y con ellos, la punzada fatal, la sensación de lo perdido, lo irrecuperable, que retorna con crudeza, con poderosa vitalidad, para dar una emoción tal, que sólo puede ser imitada por las magnificaciones tremendas de los sueños...
Esos barrios pobres, donde las casas a medio terminar con sus ladrillos y revoque desnudos sin encalar, que se esparcen aisladas en medio de las grandes extensiones de campo; los penachos de césped salvaje, que crecen desafiantes en medio de lodazales, como esas flores que resplandecen, magníficas, en un paisaje yerto, sobrevivientes y orgullosas; las bombas para sacar el agua de los pozos, los alambrados caídos, las ropas colgadas, raídas, descoloridas, que se balancean con el viento frío del invierno, restallando entre sí, como fúnebres estandartes de lo abyecto, el abandono triunfante, que impera sobre todo, dan la exacta sensación de angustia, que se vive en estos lugares, donde la gente marginada ha vivido, y seguirá viviendo, por siempre.
Hay escenas de crepúsculos desvaídos, fríos, helados, donde la débil luz anaranjada, descolorida, como cansada, se filtra a través de las ventanillas de los trenes (hasta los vehículos son miserables, arruinados, lóbregos), y donde uno adivina y siente hasta el frío propio de las últimas horas del día, y ese inevitable aroma de los arrabales bonaerenses, donde el humo de las hojas quemadas se confunde y se mezcla con el olor que le imprime el invierno a todos los objetos. Insisto, que quién no haya respirado el otoño, el invierno, en estos lugares, y para quién estos recuerdos, no sugieran nada en particular, entonces este film no significará nada para ellos. Quién haya visto a estos miserables sobrevivientes, arrebujados en rincones, para protegerse de las heladas, de la escarcha, empatizará con los sufrientes y pueriles personajes de esta película.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Luisa es simple. Es vulgar. Sus amigos, traban amistad con el alcohol, con la diversión banal, procaz. Rubén, es un ser solitario, automarginado, con ciertas aspiraciones estéticas y artísticas. Su departamento, donde suena Pavarotti, y donde se adivinan los intensos olores de los acrílicos, es más bien modesto; pero no miserable.
Las relaciones humanas, no pueden, por más que se intente romantizar la cuestión, franquear ciertas situaciones. Y ese y no otro es el drama que propone la película. Nadie duda de que a Rubén le gusta Luisa. Pero él, pintor, idealiza y embellece a la persona, olvidando su condición humana. Cuando se acerca a ella en la estación, le muestra unas pinturas, donde otros pintores consagrados, han pintado a prostitutas. Esa idealización le lleva a creer en la posibilidad de que él mismo podría ser como ellos. Él mismo podría enamorarse y romper la vulgaridad de ella. Como si esta acción, mágicamente, lo catapultara al Olimpo de los grandes pintores. Como si de un Pigmalión se tratara, intenta, en su imaginación de artista, reformar a la criatura, que podría moldear, como sus pinturas, y darle otro color, otra vida; más elevada, más alejada de la corrupción.
Hacia el final, ella lo invita a una reunión, una especie de picnic, con sus amigos. Ahí es donde él se dará cuenta de su error. Rubén no puede compartir las alegrías, las humoradas, las conversaciones, que a ellos les parece de lo más natural. No puede, aunque quisiera. Ahí es donde se rompe la ilusión. Para él, fue un capricho estético. Una mera imitación de Lautrec. Rubén, que no puede admitir su fracaso, los constantes rechazos de sus pinturas, buscó, tal vez, en Luisa, una musa maravillosa, que le diera una condición divina a su arte empobrecido. Para ella, en cambio, era la oportunidad, de ser admitida en otro orden. De ser apreciada como mujer, por alguien cuyas diversiones, cuyas tristezas, no naveguen en lo vulgar, en el barro, en la nada. Luisa, no se da cuenta de lo que ocurre. Su sentimiento es sincero, es simple. No tiene pretensiones ni exigencias. Él se niega a dárselas; porque no puede. No puede ni quiere admitir su error. Que jugó un papel, sin involucrarse realmente.
Al terminar el picnic, Rubén se baja de la camioneta. Ella le pregunta cuando lo llamará. Él, con cierto frío desdén, le dice que él la llamará; ella repite la pregunta, pero Rubén nunca le contesta. Y esto fue todo.
El final, es triste, pero es honesto. Aquí no hay happy ending. Luisa, vuelve a trabajar donde siempre. Con triste resignación y melancolía, ve el lugar donde ella y Rubén hablaron la primera vez. Hubiera sido mejor no conocer la posibilidad, que conocerla y haber visto como se alejaba. El amor, tal vez, en lugar de la brutalidad, de las bajezas de su trabajo, habría sido posible.
Pero unas amigas, prostitutas también, de igual vida aciaga, la llaman. Unas amigas que no son más que otra parte de ella, de su realidad, la sacan de su abstracción. Una porción de su vida; lacerada, marginal, desprovista de esperanzas, pero que asume como propia. Una vida que trascurre en el hoy, en el goce animal, visceral, de cada momento; que exprime el instante hasta agotarlo, aunque de forma inconsciente, natural.
Ella sonríe por esa demostración de afecto, de quiénes siente pertenecen a su mundo...y, aceptando su destino errante, incierto, se va con ellas.
Las relaciones humanas, no pueden, por más que se intente romantizar la cuestión, franquear ciertas situaciones. Y ese y no otro es el drama que propone la película. Nadie duda de que a Rubén le gusta Luisa. Pero él, pintor, idealiza y embellece a la persona, olvidando su condición humana. Cuando se acerca a ella en la estación, le muestra unas pinturas, donde otros pintores consagrados, han pintado a prostitutas. Esa idealización le lleva a creer en la posibilidad de que él mismo podría ser como ellos. Él mismo podría enamorarse y romper la vulgaridad de ella. Como si esta acción, mágicamente, lo catapultara al Olimpo de los grandes pintores. Como si de un Pigmalión se tratara, intenta, en su imaginación de artista, reformar a la criatura, que podría moldear, como sus pinturas, y darle otro color, otra vida; más elevada, más alejada de la corrupción.
Hacia el final, ella lo invita a una reunión, una especie de picnic, con sus amigos. Ahí es donde él se dará cuenta de su error. Rubén no puede compartir las alegrías, las humoradas, las conversaciones, que a ellos les parece de lo más natural. No puede, aunque quisiera. Ahí es donde se rompe la ilusión. Para él, fue un capricho estético. Una mera imitación de Lautrec. Rubén, que no puede admitir su fracaso, los constantes rechazos de sus pinturas, buscó, tal vez, en Luisa, una musa maravillosa, que le diera una condición divina a su arte empobrecido. Para ella, en cambio, era la oportunidad, de ser admitida en otro orden. De ser apreciada como mujer, por alguien cuyas diversiones, cuyas tristezas, no naveguen en lo vulgar, en el barro, en la nada. Luisa, no se da cuenta de lo que ocurre. Su sentimiento es sincero, es simple. No tiene pretensiones ni exigencias. Él se niega a dárselas; porque no puede. No puede ni quiere admitir su error. Que jugó un papel, sin involucrarse realmente.
Al terminar el picnic, Rubén se baja de la camioneta. Ella le pregunta cuando lo llamará. Él, con cierto frío desdén, le dice que él la llamará; ella repite la pregunta, pero Rubén nunca le contesta. Y esto fue todo.
El final, es triste, pero es honesto. Aquí no hay happy ending. Luisa, vuelve a trabajar donde siempre. Con triste resignación y melancolía, ve el lugar donde ella y Rubén hablaron la primera vez. Hubiera sido mejor no conocer la posibilidad, que conocerla y haber visto como se alejaba. El amor, tal vez, en lugar de la brutalidad, de las bajezas de su trabajo, habría sido posible.
Pero unas amigas, prostitutas también, de igual vida aciaga, la llaman. Unas amigas que no son más que otra parte de ella, de su realidad, la sacan de su abstracción. Una porción de su vida; lacerada, marginal, desprovista de esperanzas, pero que asume como propia. Una vida que trascurre en el hoy, en el goce animal, visceral, de cada momento; que exprime el instante hasta agotarlo, aunque de forma inconsciente, natural.
Ella sonríe por esa demostración de afecto, de quiénes siente pertenecen a su mundo...y, aceptando su destino errante, incierto, se va con ellas.