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Voto de Gould:
8
7,0
2.554
4 de enero de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Shane Meadows es el loco más interesante con que cuenta el cine británico, en las antípodas del preciosismo de Joe Wright, cercano, aunque muy diferente, a un Mike Leagh o a un Ken Loach. Sus producciones más destacadas “This is England” (2006) -de la que surgiría un ramillete de sucesivas series televisivas de enorme éxito- o “Somers town” (2008), protagonizadas por su actor fetiche, el adolescente Thomas Turgoose, confirmaron que estamos ante una voz enormemente original, lo que reafirma la permanente buena salud del cine británico.
Como tantos directores británicos de fuste desde los años 40 (podríamos remontarnos a Charles Crichton o Basil Dearden por citar sólo dos nombres y no aburrir al lector) es deudor de un cine realista, nacido de su inicial trabajo como documentalista para la televisión. Meadows mezcla, en el marco naturalista de las típicas comedias británicas de los 90, un argumento de película de terror adolescente con algo de cine de spaghetti western y samuráis, para inundar de mala baba esta sencilla historia de una venganza sostenida, de cuya razón nos va dando poco a poco sus pistas y justificaciones.
El director británico nos ofrece el impresionante retrato social de unos mindundis, lo que le sirve para hablar de la banalidad de la violencia cotidiana en una película subversiva, impregnada de la sencilla poesía del horror, trágica, cómica e irónica a un tiempo, a ratos fascinante pero embadurnada de un fatalismo y una tensión estupefacientes. Sin fuegos de artificio, sin estridencias ni espectacularidad, con una refrescante transparencia a contracorriente de las modas del barroquismo asiático, tipo Park Chan-Wook o sobrevalorados directores de igual pelaje, un originalísimo uso de la música en forma de canciones –incluido el miserere de Arvo Pärt- y el protagonismo inquietante, cotidiano y aterrador, de Paddy Considine, coguionista de esta joya del cine de terror social, Meadows consigue una película que difícilmente nos dejará indiferentes.
Distinta.
Como tantos directores británicos de fuste desde los años 40 (podríamos remontarnos a Charles Crichton o Basil Dearden por citar sólo dos nombres y no aburrir al lector) es deudor de un cine realista, nacido de su inicial trabajo como documentalista para la televisión. Meadows mezcla, en el marco naturalista de las típicas comedias británicas de los 90, un argumento de película de terror adolescente con algo de cine de spaghetti western y samuráis, para inundar de mala baba esta sencilla historia de una venganza sostenida, de cuya razón nos va dando poco a poco sus pistas y justificaciones.
El director británico nos ofrece el impresionante retrato social de unos mindundis, lo que le sirve para hablar de la banalidad de la violencia cotidiana en una película subversiva, impregnada de la sencilla poesía del horror, trágica, cómica e irónica a un tiempo, a ratos fascinante pero embadurnada de un fatalismo y una tensión estupefacientes. Sin fuegos de artificio, sin estridencias ni espectacularidad, con una refrescante transparencia a contracorriente de las modas del barroquismo asiático, tipo Park Chan-Wook o sobrevalorados directores de igual pelaje, un originalísimo uso de la música en forma de canciones –incluido el miserere de Arvo Pärt- y el protagonismo inquietante, cotidiano y aterrador, de Paddy Considine, coguionista de esta joya del cine de terror social, Meadows consigue una película que difícilmente nos dejará indiferentes.
Distinta.