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Voto de Archilupo:
8
Drama El duque de York se convirtió en rey de Inglaterra con el nombre de Jorge VI (1936-1952), tras la abdicación de su hermano mayor, Eduardo VIII. Su tartamudez, que constituía un gran inconveniente para el ejercicio de sus funciones, lo llevó a buscar la ayuda de Lionel Logue, un experto logopeda que intentó, empleando una serie de técnicas poco ortodoxas, eliminar este defecto en el habla del monarca. (FILMAFFINITY)
13 de marzo de 2011
23 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Emocionante el discurso: como cervatillo al que se le doblan las patas, arranca vacilante la voz, largas pausas temblorosas, pánico al cortocircuito gutural electrizando el aire (escúchese el archivo digital de la BBC); muy emocionante cómo esa voz se derrama en primera persona por radio hasta un pueblo ansioso de saber si hay alguien al frente de un país al que Hitler amenaza.
Momento histórico, funde lo individual y lo colectivo. Para el registro documental hay material de sobra, pero se optó por la emoción, en forma de música portentosamente acompasada con la voz, mismo aliento, misma cadencia: el ‘Lento’ de la 7ª de Beethoven.
El efecto transmuta al espectador en súbdito británico unos minutos, súbdito con nudo en la garganta.

La dimensión social del momento histórico es conocida: en su día, el discurso se publicó en disco. La individual, la lucha de George VI por superar su humillante tartamudez, es cuanto antecede en la cinta, de elegante clasicismo formal y solemnidad coherente con la magnitud del asunto.

Un tratamiento ceñido a la mecánica, lo bucal, pronto deriva a psicoterapia.
El sofá ante la pared desconchada en la consulta del foniatra es un descenso al abismo para el duque de York, futuro rey. Su alta arrogancia no sólo debe afrontar la sordidez de la barriada sino el tuteo, ser tratado en pie de igualdad por un hombre común que le llama Bertie e indaga sin rodeos temas personales. Tal arrogancia no impide que emerjan confidencias y traumas de alguien criado en casas reales, entre algodones, pero tóxicos: pura carencia afectiva. Lo imaginable: severidad, amor ninguno. Nunca un amigo. Ortopedias dolorosas, hermanos muertos. Cómo hablar si, por palaciegas restricciones, no le han dejado usar su propia voz. Y cómo no temer a la propia sombra. De manifiesto ante alguien que le invita a explayarse; le escucha, y además amistosamente, más entrenador personal que típico doctor.

Nada extraordinario en el guión, pero ambientación y tratamiento de espacios (catedral, salas de palacio) son muy correctos. Hay énfasis inteligente en lo relativo a la dicción, el agobio de los silencios, las expectaciones tensas, la conexión problemática entre cerebro y garganta.
Es otro acierto contrastar la expresividad apocada pero noble del rey británico y la sobrada elocuencia de Hitler, su figura galvanizada por un magnetismo fatal.
Y otro: centrar el relato en cómo una amistad inesperada entre un estirado sangre azul y un paisano de Australia puede determinar asuntos de Estado.

Lo extraordinario es el trabajo lleno de esfuerzo y acierto de Colin Firth, cómo recrea perfecto el tormento sin rozar jamás el estereotipo, y también el de Geoffrey Rush, lleno de genialidad en su creación de Lionel Logue, el atípico terapeuta, singular personaje que de un encargo profesional hace arte humano, con la ayuda de Shakespeare.

Igual que la ayuda de Beethoven crea en el momento culminante algo que probablemente se llama Belleza.
Archilupo
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