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Voto de Archilupo:
8
Drama Dos monjes viven en un monasterio aislado. Bajo la atenta mirada del más viejo, el más joven ve pasar las estaciones de la vida. Primavera: un niño monje se ríe de una rana que intenta librarse de una piedra que tiene en la espalda. Verano: un monje adolescente conoce el amor. Otoño: un monje de treinta años intenta hacer algo que va contra su naturaleza. Invierno: el monje está próximo a la vejez y alguien llega al monasterio. ... [+]
13 de febrero de 2011
34 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las mayores diferencias entre el arte occidental y el oriental se aprecia en la organización de las figuras en el espacio.

El arte occidental establece jerarquía entre unas figuras, por una parte, y por otra un fondo que las realza, para que protagonicen.

En el arte oriental no existe esa jerarquía compositiva: todos los elementos se integran con el mismo valor en un todo. Humanos, árboles, animales, olas, montañas, ríos o lagos aparecen tratados con igual importancia, y todos ellos son definidos en función de amplios vacíos, porque se considera que el vacío, la ausencia de forma, es clave esencial de la composición.

En el todo de esta película también participa el Tiempo, que gira en ciclos y origina cuanto ocurre en ese lago rodeado de montañas donde flota el diminuto monasterio: la maduración del monje, que corrige a su discípulo infantil cuando maltrata a los animales del lugar; después, la agitación hormonal del discípulo adolescente cuando llega una visitante atractiva. En otra estación del ciclo, el discípulo joven se ausenta, y en otra regresa.
No hay especial agitación ni especial psicología. En un momento, el hielo es lo principal; en otro, una estatuilla búdica; en otro, los signos caligráficos a tallar en la madera del suelo.

Las cinco estampas, filmadas con mucha materia visual y apenas diálogo, se presentan sin énfasis porque no buscan seducir al espectador ni explicarle nada. Tan sólo dejarse impregnar por ese motor invisible, y por el girar con que se manifiesta impersonal, inapelable: el Tiempo.

Vuelven las estaciones, se suceden las edades de la vida, los personajes son y no son los mismos. A la vez arquetipos e individuos, el propio Kim Ki-duk se introduce en su serena obra y encarna a uno de ellos. Que no haya gritos, carreras o crispación, que abunden silencios y vacío, no significa que falte la intensidad. El autor no puede estar más dentro de su creación, dándole pulso.
Es otra distancia, simplemente. Y otro ‘tempo’.
Archilupo
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