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Voto de Archilupo:
7
7,1
1.731
Drama
Charles, un joven de veinte años (Antoine Monnier), aparece muerto en el cementerio parisino de Père-Lachaise. ¿Se trata de un suicidio o de un asesinato? Charles vive entre dos amores, Alberte (Tina Irissari) y Edwige (Laetitia Carcano). Inmerso en conversaciones existenciales con su amigo Michel (Henri de Maublanc), desprecia tanto “la felicidad de la tarjeta de crédito” como el compromiso político; no se deja seducir ni por el ... [+]
20 de junio de 2008
52 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bresson avisa de un grave peligro: la degradación de la Tierra.
Unos jóvenes, entre ellos Charles, viven alarmados por el proceso global. Algunos son ecologistas organizados. Analizan documentales, incorporados con perfección técnica a la película. Otra fuente: clases universitarias con videos.
Hablan de vertido de crudos, aniquilación de especies, contaminación radiactiva, envenenamiento con pesticidas, marginación de energías alternativas, deforestación, corrupción del aire, ensayos nucleares… Panorama evidente hoy, hace 30 años no tanto.
En los primeros segundos el espectador conoce por recortes de prensa la muerte de un joven. Describiendo un círculo, la película contará el proceso que conduce a ese inicio.
Seis meses atrás, el fallecido Charles es un estudiante que considera el suicidio: lleva un frasco de cianuro y ha copiado de los Karamazov: “¿Cuándo me mataré si no es ahora?”.
Su visión del hoy: cuando una civilización se aproxima al final, todo se idiotiza aceleradamente y el ideal es, por ejemplo, la felicidad a crédito.
En los radicales de izquierda no ve sino voluntad destructora.
En los cristianos, pique entre protestantes y católicos, e inadaptación a los tiempos (Dios no se revela en la mediocridad, dice una mujer).
En la universidad, lo radioactivo es una fuerza medioambientalmente neutra: las generaciones futuras, que arreen.
Con sus rastreos edípicos, el psicoanálisis no arregla un mundo menos habitable cuanto más habitado.
Apenas salen adultos: los representa su legado, la Tierra en destrucción.
Bresson ha de encauzar la tensión entre la densidad del argumento, muy abstracto e ideológico, y su formulación concreta. Secuencias como la del autobús, montada muy analíticamente, muestran cómo canalizar esa tensión. La veloz composición con detalles (apertura de puertas, botones, viajeros y billetes, luces en el tablero) da otra dimensión a la escena. En ella, Charles y un amigo hablan del caos del mundo, regido por leyes incontrolables*.
Para Charles el mundo es inaceptable. No tiene por qué resignarse a cualquier cosa. El empeño amoroso no da para seguir. Y el placer se aprovecha, pero no es en sí razón de existir.
Cuida a un amigo yonqui. Van a un templo, con sacos de dormir y un tocadiscos para oír “Ego Dormio” de Monteverdi. Pero el amigo está a lo suyo y de poco sirve refugiarse en sagrado: no hay donde estar.
Detalles bressonianos:
Muchos ‘modelos’, ningún actor profesional.
Ese microcosmos de rellanos, escaleras, descansillos…
Banda sonora: pasos, motores, bocinazos, motosierra…
Extrema concisión, a base de encuadres parciales, elipsis, fragmentación, sucesos fuera de campo…
Con profundo pesimismo, Bresson lanza un inquietante y negro aviso, que sigue ahí.
Unos jóvenes, entre ellos Charles, viven alarmados por el proceso global. Algunos son ecologistas organizados. Analizan documentales, incorporados con perfección técnica a la película. Otra fuente: clases universitarias con videos.
Hablan de vertido de crudos, aniquilación de especies, contaminación radiactiva, envenenamiento con pesticidas, marginación de energías alternativas, deforestación, corrupción del aire, ensayos nucleares… Panorama evidente hoy, hace 30 años no tanto.
En los primeros segundos el espectador conoce por recortes de prensa la muerte de un joven. Describiendo un círculo, la película contará el proceso que conduce a ese inicio.
Seis meses atrás, el fallecido Charles es un estudiante que considera el suicidio: lleva un frasco de cianuro y ha copiado de los Karamazov: “¿Cuándo me mataré si no es ahora?”.
Su visión del hoy: cuando una civilización se aproxima al final, todo se idiotiza aceleradamente y el ideal es, por ejemplo, la felicidad a crédito.
En los radicales de izquierda no ve sino voluntad destructora.
En los cristianos, pique entre protestantes y católicos, e inadaptación a los tiempos (Dios no se revela en la mediocridad, dice una mujer).
En la universidad, lo radioactivo es una fuerza medioambientalmente neutra: las generaciones futuras, que arreen.
Con sus rastreos edípicos, el psicoanálisis no arregla un mundo menos habitable cuanto más habitado.
Apenas salen adultos: los representa su legado, la Tierra en destrucción.
Bresson ha de encauzar la tensión entre la densidad del argumento, muy abstracto e ideológico, y su formulación concreta. Secuencias como la del autobús, montada muy analíticamente, muestran cómo canalizar esa tensión. La veloz composición con detalles (apertura de puertas, botones, viajeros y billetes, luces en el tablero) da otra dimensión a la escena. En ella, Charles y un amigo hablan del caos del mundo, regido por leyes incontrolables*.
Para Charles el mundo es inaceptable. No tiene por qué resignarse a cualquier cosa. El empeño amoroso no da para seguir. Y el placer se aprovecha, pero no es en sí razón de existir.
Cuida a un amigo yonqui. Van a un templo, con sacos de dormir y un tocadiscos para oír “Ego Dormio” de Monteverdi. Pero el amigo está a lo suyo y de poco sirve refugiarse en sagrado: no hay donde estar.
Detalles bressonianos:
Muchos ‘modelos’, ningún actor profesional.
Ese microcosmos de rellanos, escaleras, descansillos…
Banda sonora: pasos, motores, bocinazos, motosierra…
Extrema concisión, a base de encuadres parciales, elipsis, fragmentación, sucesos fuera de campo…
Con profundo pesimismo, Bresson lanza un inquietante y negro aviso, que sigue ahí.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
(*) Otros viajeros intervienen. ¿Quién nos maneja sin que lo notemos?, pregunta uno. El diablo probablemente, responde otro.
A Charles, inconformista visceral, no le gusta la vida, pero tampoco la muerte. Quiere acabar con su actual existencia, y apearse de un mundo que siente ajeno, pero no se ve capaz de dar el paso. Sin pretenderlo (aparentemente, al menos), el psiquiatra le da una pista, al hablarle de la costumbre romana antigua de encargar la liquidación a un amigo o un siervo, mediante pago.
El amigo heroinómano, necesitado de dinero, será la solución para Charles.
Así, quedará resuelta la enigmática contradicción de los titulares periodísticos que abren la película:
"Un joven se suicida en el cementerio de Père-Lachaise" y "El suicida del Père-Lachaise fue asesinado".
A Charles, inconformista visceral, no le gusta la vida, pero tampoco la muerte. Quiere acabar con su actual existencia, y apearse de un mundo que siente ajeno, pero no se ve capaz de dar el paso. Sin pretenderlo (aparentemente, al menos), el psiquiatra le da una pista, al hablarle de la costumbre romana antigua de encargar la liquidación a un amigo o un siervo, mediante pago.
El amigo heroinómano, necesitado de dinero, será la solución para Charles.
Así, quedará resuelta la enigmática contradicción de los titulares periodísticos que abren la película:
"Un joven se suicida en el cementerio de Père-Lachaise" y "El suicida del Père-Lachaise fue asesinado".