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Voto de Archilupo:
9
Romance. Drama Isabelle y Magali son dos amigas que viven en un valle de la Provenza. Isabelle se ha empeñado en casar a Magali, que está viuda y se ha quedado sola tras la marcha de sus hijos, razón por la cual recurre a los anuncios por palabras. (FILMAFFINITY)
17 de enero de 2010
49 de 50 usuarios han encontrado esta crítica útil
Impregnada del espíritu sabio y la mirada serena del maestro francés, es la última del Ciclo de las Estaciones, y también de las dedicadas al mundo contemporáneo, pues las tres siguientes, las finales, fueron históricas.

Magali, de 45 años, está sin pareja, y su mejor amiga, Isabelle, a la vez que Rosine, la novia de su hijo, le buscan un candidato cada una: Rosine trae a un profesor de Filosofía, ex amante, e Isabelle le descubre a Gérald con un anuncio por palabras, a escondidas.
Magali vive volcada en sus viñedos y dice encontrarse muy a gusto en soledad: que no le busquen hombre. Es por orgullo, para no reconocer la dureza de la soledad, el serio agobio que representa.
Acercarle los candidatos es ya un problema, y no tardan los equívocos, malentendidos y confusiones.

Rohmer presenta toda esta vida sentimental como un juego, con una libertad inconcebible en un octogenario que transfiere a sus personajes el arte de la maquinación.
Importa, además, la luz que los envuelve y el paisaje. Rohmer tenía la idea abstracta, y cuando encontró el sitio, en el valle del Ródano, lo estuvo fotografiando, mientras la escritura del guión se desbloqueaba. Estudiando a fondo el valle dorado, sus viñedos, el Mont Ventoux al fondo, la historia cobra existencia, se empapa de esa luz.

En “Cuento de otoño” es una delicia la madurez narradora, la maravillosa definición de los personajes. Rohmer los deja aparecer sin ajustarlos a arquetipos, sin deformarlos con nociones preconcebidas. Se dibujan mediante las situaciones enredosas en que se desenvuelven.
El director queda disuelto, desaparecido. Si otras veces era la cámara quien narraba, y no él, que permanece detrás, en cierto modo afuera, en esta ocasión son los propios personajes quienes con sus maquinaciones van gestando la trama.
Esa autonomía, esa capacidad para ir urdiendo lo que ocurre, incrementa aún más su presencia, el grado de realidad que adquieren. ¡Y eso que sólo son entidades cinematográficas proyectadas fantasmalmente en una pantalla blanca!
Esto lo sabemos, claro, pero lo olvidamos antes de cumplirse el primer minuto. La magia del cine nos lleva a interesarnos por ellos, a seguirlos, intentar adelantarnos a sus reacciones; incluso aconsejarles y advertirles, hablando con ellos en nuestras mentes hechizadas, que entonan en su compañía la canción de la fiesta final, una feliz ‘rohmería’:
“Si la vida es un viaje, ¡que tengas buen tiempo!”.
Archilupo
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