El paso por la vida de Richard Pryor estuvo lleno de locura, miseria, gloria, lujuria, drogas, lucha y enfermedad. Risas, pocas. Las risas las provocaba él con sus monólogos inspiradísimos, donde presentaba su realidad y combatía la discriminación, ofreciendo la verdad desnuda, mediante declaraciones de honestidad rabiosa. La mirada de Richard Pryor es singular, concienciada, con el dolor siempre como trasfondo.

Durante el inicio de su carrera practicó el humor blanco, cristalino, garantía de éxito, el habitual de la televisión de entonces. Se cansó rápido. Comenzó luego a desplegar un discurso muy personal, agresivo, que se adentraba en su infancia terrible, buceaba en su trauma irresoluble, y analizaba también el gran trauma colectivo de su país: el racismo. Abrió la comedia a un mundo poblado de yonquis, prostitutas, chulos, maleantes, policías, marginación y violencia. Deslumbró en sus actuaciones. Demostró ser buen intérprete cuando se lo permitieron.

En Pryor también se halla la parte oscura: el drogadicto que, borracho de éxito, se entierra bajo montañas de coca, mantiene relaciones tóxicas con las mujeres, se autodestruye encerrado en su mansión mientras celebra interminables orgías, malgasta su talento, sufre paranoias continuas, se prende fuego. La vida deja heridas que no curan; hay cosas que el tiempo no arregla.

El documental recorre su peripecia apoyado por intervenciones que nos sitúan en el contexto de aquellos años y facilitan la comprensión de la personalidad del cómico. No desvela ningún dato desconocido, pero cualquier excusa es buena para recordar a ese loco genial que fue Richard.