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Voto de Iván Rincón Espríu:
6
6,2
87
Drama
En la Esperanza de San Pedro, Chiapas, en medio de la lucha zapatista, Sonia, miembro de la comunidad, va a casarse. Ya se dió la dote: una vaca, ya se habló con la familia del novio. Pero Sonia está enamorada de otro: un insurgente. Ahora el EZLN tiene un problema y habrá que resolverlo con toda la comunidad para que la voz de sus miembros se escuche y se respete; y sobre la imposición, triunfe el corazón. (FILMAFFINITY)
7 de enero de 2024
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De las caras de trapo al zapatismo sin paliacate ni pasamontañas
‘Corazón del tiempo’ (México, 2008), dirigida por Alberto Cortés, escrita por Hermann Bellinghausen y el mismo Cortés, es una película inclasificable. Aunque sus protagonistas son indígenas tzeltales de la selva Lacandona que encarnan su propia vida, personal y comunitaria, no es un documental; en todo caso es ficción, pero fielmente apegada a la realidad, más que inspirada en ella. El nombre de la comunidad zapatista en donde tiene lugar la trama, Esperanza de San Pedro, es ficticio, más no la comunidad anfitriona, San José del Río, en la cañada de Guadalupe Tepeyac, a donde llegó la luz eléctrica por vía solidaria del sindicato nacional electricista en 1996; este milagro tecnológico-social, entre otros factores, crea el contexto de una conflictiva historia de amor, a su vez representativa de la relación entre los tres niveles de participación en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), a saber: insurgentes, milicianos y bases de apoyo.
“La problema” es que seguía siendo “el costumbre” que los padres cambiaran a sus hijas en edad casadera por una vaca y algo más, para decirlo en pocas palabras, y Sonia, que es una bella muchacha, aunque menos joven de lo que suelen ser cuando sus papás las apalabran con los del futuro esposo, resulta doblemente rebelde, pues decide romper con esta regla y las del EZLN, que prohíbe a los hombres insurgentes enamorar mujeres de las bases de apoyo, a menos que ellas estén dispuestas a dejar la comunidad para irse con ellos a la montaña. No obstante el conflicto, la historia es bastante simple y predecible; si algo tiene de sorprendente es que no hay ni la más mínima sorpresa.
Por supuesto, no es la primera vez que los personajes reproducen en el cine su papel en la vida real. Lo consiguió Luis Buñuel con asombroso tino en su momento al dirigir mendigos de verdad (Viridiana, 1961) y, recientemente, Bahman Ghobadi logró un milagro todavía más grande al dirigir un ejército de niños desenterradores de minas antipersonales en la realidad iraquí (‘Las tortugas pueden volar’, 2004). Es la primera vez, en cambio, que la vida cotidiana de una comunidad zapatista es mostrada tal cual a través del cine de ficción, no documental, vaya. Existían guiones que todavía no eran llevados a la pantalla, inspirados sin excepción en el Subcomandante Marcos. Afortunadamente, este no es el caso. Alberto Cortés, sin embargo, se queda muy lejos del éxito logrado por sus predecesores al hacer que sean personajes reales quienes representen su propio papel, en vez de actores profesionales.
En ‘Corazón del tiempo’, título que alude metafóricamente al caracol, que es a su vez una metáfora múltiple, los protagonistas no son actores, insisto, pero tampoco son no-actores, sino anti-actores, y cierto público es más bien tolerante por simpatía con los zapatistas, que hacen del binomio rebeldía y dignidad algo real, más que imaginario y posible. «Otro mundo es posible», dice el EZLN, y lo demuestra con hechos y resultados tangibles: la autonomía, el autogobierno y la autogestión en los municipios autónomos y sus caracoles, así llamados por el símbolo cosmogónico de la escalera en espiral que sube y baja del cielo a la tierra, continente del eco del mar, ser viviente que lleva su casa y todo cuanto tiene a donde quiera que vaya. Los caracoles son sedes terrenales de las llamadas Juntas de Buen Gobierno, en este caso Hacia la Esperanza, cuyo nombre tampoco es gratuito y tiene un significado obvio. Al saber que México es también territorio de luchas y «chingas» que siembran esperanzas y utopías posibles para cosechar aquí mismo un mundo muy otro, el público tolera con simpatía la debilidad histriónica, la desangelada locución, planos o planicies actorales y hasta el contraefecto de la autocaricaturización involuntaria, valga la rebuscada expresión. Tan autogestivos son los zapatistas de las comunidades indígenas que, además de reproducir su propia vida, ellos mismos producen esta película; Alberto Cortés nomás los dirige, pero siempre mediante acuerdo y después de convivir con ellos durante cinco años.
Un fenómeno interesantísimo, inexplorado hasta entonces, era que los zapatistas hacían abortar la gestación de bandas paramilitares en la selva Lacandona, y esta película transmite una idea contraria, quizá porque la gente solía estar tan extraviada que, a quince años del levantamiento armado, todavía no distinguía la dizque selva de la llamada Zona Norte y Los Altos de Chiapas. Desde una perspectiva informativa, es un error hablar de paramilitares como si el fenómeno fuera lo mismo allí que allá, sin hacer distinciones serias.
‘Corazón del tiempo’ (México, 2008), dirigida por Alberto Cortés, escrita por Hermann Bellinghausen y el mismo Cortés, es una película inclasificable. Aunque sus protagonistas son indígenas tzeltales de la selva Lacandona que encarnan su propia vida, personal y comunitaria, no es un documental; en todo caso es ficción, pero fielmente apegada a la realidad, más que inspirada en ella. El nombre de la comunidad zapatista en donde tiene lugar la trama, Esperanza de San Pedro, es ficticio, más no la comunidad anfitriona, San José del Río, en la cañada de Guadalupe Tepeyac, a donde llegó la luz eléctrica por vía solidaria del sindicato nacional electricista en 1996; este milagro tecnológico-social, entre otros factores, crea el contexto de una conflictiva historia de amor, a su vez representativa de la relación entre los tres niveles de participación en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), a saber: insurgentes, milicianos y bases de apoyo.
“La problema” es que seguía siendo “el costumbre” que los padres cambiaran a sus hijas en edad casadera por una vaca y algo más, para decirlo en pocas palabras, y Sonia, que es una bella muchacha, aunque menos joven de lo que suelen ser cuando sus papás las apalabran con los del futuro esposo, resulta doblemente rebelde, pues decide romper con esta regla y las del EZLN, que prohíbe a los hombres insurgentes enamorar mujeres de las bases de apoyo, a menos que ellas estén dispuestas a dejar la comunidad para irse con ellos a la montaña. No obstante el conflicto, la historia es bastante simple y predecible; si algo tiene de sorprendente es que no hay ni la más mínima sorpresa.
Por supuesto, no es la primera vez que los personajes reproducen en el cine su papel en la vida real. Lo consiguió Luis Buñuel con asombroso tino en su momento al dirigir mendigos de verdad (Viridiana, 1961) y, recientemente, Bahman Ghobadi logró un milagro todavía más grande al dirigir un ejército de niños desenterradores de minas antipersonales en la realidad iraquí (‘Las tortugas pueden volar’, 2004). Es la primera vez, en cambio, que la vida cotidiana de una comunidad zapatista es mostrada tal cual a través del cine de ficción, no documental, vaya. Existían guiones que todavía no eran llevados a la pantalla, inspirados sin excepción en el Subcomandante Marcos. Afortunadamente, este no es el caso. Alberto Cortés, sin embargo, se queda muy lejos del éxito logrado por sus predecesores al hacer que sean personajes reales quienes representen su propio papel, en vez de actores profesionales.
En ‘Corazón del tiempo’, título que alude metafóricamente al caracol, que es a su vez una metáfora múltiple, los protagonistas no son actores, insisto, pero tampoco son no-actores, sino anti-actores, y cierto público es más bien tolerante por simpatía con los zapatistas, que hacen del binomio rebeldía y dignidad algo real, más que imaginario y posible. «Otro mundo es posible», dice el EZLN, y lo demuestra con hechos y resultados tangibles: la autonomía, el autogobierno y la autogestión en los municipios autónomos y sus caracoles, así llamados por el símbolo cosmogónico de la escalera en espiral que sube y baja del cielo a la tierra, continente del eco del mar, ser viviente que lleva su casa y todo cuanto tiene a donde quiera que vaya. Los caracoles son sedes terrenales de las llamadas Juntas de Buen Gobierno, en este caso Hacia la Esperanza, cuyo nombre tampoco es gratuito y tiene un significado obvio. Al saber que México es también territorio de luchas y «chingas» que siembran esperanzas y utopías posibles para cosechar aquí mismo un mundo muy otro, el público tolera con simpatía la debilidad histriónica, la desangelada locución, planos o planicies actorales y hasta el contraefecto de la autocaricaturización involuntaria, valga la rebuscada expresión. Tan autogestivos son los zapatistas de las comunidades indígenas que, además de reproducir su propia vida, ellos mismos producen esta película; Alberto Cortés nomás los dirige, pero siempre mediante acuerdo y después de convivir con ellos durante cinco años.
Un fenómeno interesantísimo, inexplorado hasta entonces, era que los zapatistas hacían abortar la gestación de bandas paramilitares en la selva Lacandona, y esta película transmite una idea contraria, quizá porque la gente solía estar tan extraviada que, a quince años del levantamiento armado, todavía no distinguía la dizque selva de la llamada Zona Norte y Los Altos de Chiapas. Desde una perspectiva informativa, es un error hablar de paramilitares como si el fenómeno fuera lo mismo allí que allá, sin hacer distinciones serias.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
En febrero de 2005, durante la ofensiva militar del Mal Gobierno contra el EZLN, luego de la traición del entonces presidente de la República, Ernesto Zedillo, al supuesto proceso de paz, una columna del ejército federal intentó pasar por La Realidad, aprovechando que la mayoría de los hombres de la comunidad se había ido al monte; pero las mujeres, con la fuerza de su agrupamiento, sin más armas que la unidad y la unanimidad, lograron detener la pretendida incursión; los soldados amenazaron con darles “su buena chicotiza”, pero no pudieron amedrentarlas; antes al contrario, ellas se mantuvieron firmes en medio del camino, acaso con más determinación y coraje ante las amenazas, empuñando palos que de nada les habrían servido contra las balas, hasta hacer retroceder a los vehículos artillados y camiones de transporte de tropa, que terminaron retirándose. Este episodio sentó un precedente y se reprodujo a escala cada vez mayor tanto en la selva como en Los Altos durante los años siguientes. ‘Corazón del tiempo’, a su manera, reproduce un episodio similar al aquí narrado en resumen, acaso el mismo, pero con muy escasa concurrencia, quizá por escasez de recursos humanos o un intento de proyectar a David contra Goliat, en miniatura ambos. El resultado es mínimamente convincente y parece que los realizadores pretendieran más bien contagiar su genuina simpatía por la dignidad indígena, exaltándola.
En otras secuencias por el estilo, a las consignas que gritan los zapatistas les falta esa gran fuerza que tienen en la vida real: «¡Chiapas, Chiapas no es cuartel! ¡Fuera ejército de él!», o «¡Zapata vive! ¡La lucha sigue! ¡Zapata vive y vive! ¡La lucha sigue y sigue!»
Por lo demás, como la película carece de actuación, el público simpatizante con el zapatismo y tolerante con la carencia puede imaginar que, en vez de ver una película, está leyendo un libro. La belleza de los diálogos está en los modos y modismos propios de la región, cuyos pobladores indígenas hacen una apropiación del castellano que lo transforma en un lenguaje muy otro. Hermann Bellinghausen es un acucioso receptor de este lenguaje y, a quince años de cubrir el movimiento zapatista, sobre todo entre la selva y Los Altos, vierte en el guión las palabras escuchadas y las convierte en universo, unidad textual de poesía sin pretensiones. Por sus giros idiomáticos, más que dialectales, el lenguaje aquí no es propiamente indígena, sino campesino y latinoamericano, pues ni una sola palabra indígena (tzeltal en esta región) escuchamos o leemos. Las canciones, por su parte, como parte de un todo más bien literario, resultan ingredientes melodiosos, casi melosos, que lo hacen ligeramente sensiblero y cursi; en algún momento, las que tienen letras en español y un aire nativo ceden su lugar a cantos medio flamencos, desacierto inexplicable que no por serlo hace menos tolerable este esfuerzo excepcional, en cuyos créditos aparece gente que suele contaminar con sus nombres todo cuanto uno quiere rescatar de la basura apabullante y la agobiante miseria.
-¿Qué tanto miras el agua, niña?
-No lo miro el agua, veo lo que se mira en el agua.
Así es como hablan pues, así como lo hablan de por sí.
-Ah, ‘ta bueno pues. Vos no tengás pena.
En otras secuencias por el estilo, a las consignas que gritan los zapatistas les falta esa gran fuerza que tienen en la vida real: «¡Chiapas, Chiapas no es cuartel! ¡Fuera ejército de él!», o «¡Zapata vive! ¡La lucha sigue! ¡Zapata vive y vive! ¡La lucha sigue y sigue!»
Por lo demás, como la película carece de actuación, el público simpatizante con el zapatismo y tolerante con la carencia puede imaginar que, en vez de ver una película, está leyendo un libro. La belleza de los diálogos está en los modos y modismos propios de la región, cuyos pobladores indígenas hacen una apropiación del castellano que lo transforma en un lenguaje muy otro. Hermann Bellinghausen es un acucioso receptor de este lenguaje y, a quince años de cubrir el movimiento zapatista, sobre todo entre la selva y Los Altos, vierte en el guión las palabras escuchadas y las convierte en universo, unidad textual de poesía sin pretensiones. Por sus giros idiomáticos, más que dialectales, el lenguaje aquí no es propiamente indígena, sino campesino y latinoamericano, pues ni una sola palabra indígena (tzeltal en esta región) escuchamos o leemos. Las canciones, por su parte, como parte de un todo más bien literario, resultan ingredientes melodiosos, casi melosos, que lo hacen ligeramente sensiblero y cursi; en algún momento, las que tienen letras en español y un aire nativo ceden su lugar a cantos medio flamencos, desacierto inexplicable que no por serlo hace menos tolerable este esfuerzo excepcional, en cuyos créditos aparece gente que suele contaminar con sus nombres todo cuanto uno quiere rescatar de la basura apabullante y la agobiante miseria.
-¿Qué tanto miras el agua, niña?
-No lo miro el agua, veo lo que se mira en el agua.
Así es como hablan pues, así como lo hablan de por sí.
-Ah, ‘ta bueno pues. Vos no tengás pena.