La representación funciona como un espejo, nos dice quienes somos, y en el cine siempre me ha fascinado la diluída plataforma que existe entre el mundo que creemos posible con el que realmente existe, como en el preambulo del actor que en un rincón espera su llamado para hacerse aparecer, donde no es nadie para volverse alguien que no es.

Uno de los casos judiciales más escandalosos y sensacionalistas de estados unidos es retomado por Kitty Green con el afán de concederle a distintos actores que audicionan para hacer de un biopic una deconstrucción social del escándalo y la duda más que un ejercicio formal.

Podríamos quedarnos ahí, en elogiar la estructura atípica y fuera del molde del filme, sin embargo, es justamente en el lúcido registro del proceso creativo actoral, del vagaje y el empirismo, la memoria y la empatía donde surgen los verdaderos discursos de este hermoso caos de diálogos internos exteriorizados, amanerados para un fin por encima narrativo, pero profundamente universal. Podemos ver la reconstrucción de una verdad que jamás podrá ser sabida desde el espectro metafórico del actor como sospechoso, como mentiroso, pero también como víctima, como martir, todas las posibilidades son abordadas con rostros distintos y tonos contaminados (así como la escena del crimen real) por el punto de vista.

Entonces, esta película no habla sobre la verdad, no es un documental, pero tampoco es una ficción, posibilidades hay tantas como puede concebir la sociedad, pero sobre todo, subraya la importancia de la subjetividad ante el abismo de la duda.

Este nuevo documental de Netflix es un brillante recordatorio de que el cine aún no ha muerto en su forma, de que los límites filosóficos entre la ficción y la realidad son estrechos pero no definitivos, José Gorostiza decía que “no es agua ni arena la orilla del mar”, pues así la representación, no es documental ni ficción la naturaleza del cine. Está siempre en una orilla.