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Voto de Ludovico:
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Western
Ransom Stoddard (James Stewart), anciano senador del Congreso de los Estados Unidos, explica a un periodista por qué ha viajado con su mujer (Vera Miles) para asistir al funeral de su viejo amigo Tom Doniphon (John Wayne). La historia empieza muchos años antes, cuando Ransom era un joven abogado del este que se dirigía en diligencia a Shinbone, un pequeño pueblo del Oeste, para ejercer la abogacía e imponer la ley. Poco antes de llegar, ... [+]
12 de noviembre de 2012
102 de 173 usuarios han encontrado esta crítica útil
No me gusta John Ford. O, para ser más, preciso: no me interesa. Personajes planos y ramplones, ya sea en su “bondad” o en su “maldad” --siempre según los cánones del maniqueísmo más simplista--, actuando como marionetas programadas con un limitado repertorio. Situaciones repetidas en tramas destinadas a satisfacer los anhelos de la parte más primaria de nuestra psique: que ganen los buenos y vivamos sin problemas, protegidos por la ley, bajo la mirada paternal de la autoridad benefactora. Vista una, vistas todas. Situaciones tópicas que algunos (o muchos) contemplan tan fascinados como el niño que escucha por centésima vez el cuento que se sabe de memoria. El asunto es que hay cosas que están muy bien en la infancia, pero que conviene replantearse en la edad adulta, a riesgo, si no, de convertirse en patologías crónicas. Y, sobre todo, creo yo, hay que saber distinguir con claridad el mito --en el sentido más profundo del término, es decir, el relato arquetípico que, en su abstracción, sintetiza la sencillez de lo esencial-- de su caricatura, que, en su esquematización, reduce todo a la simpleza de lo banal. Digan lo que digan los estructuralistas, entre Perceval y Rambo hay ciertas diferencias no completamente desdeñables.
Ford imprimía carácter a cuanto tocaba, no hay duda; por ejemplo, a los actores. Cada vez que veo a John Wayne me parece estar contemplando un autómata. ¿Cómo ese amasijo de gestos y reacciones estereotipadas puede resultar convincente para alguien? ¿De verdad que es posible imaginarse a este ser, supongo que humano, expresando alguna vez algo parecido a un pensamiento? Si los personajes centrales carecen de todo interés en las películas de Ford, los secundarios son dignos de integrarse en una antología ilustrada de la estupidez: en particular, esos personajillos grotescos, supuestamente cómicos --Ford se debía creer con “sentido del humor”-- que destinados, se diría, a la primera infancia, en lugar de gracia provocan vergüenza ajena.
El cine de Ford, fabricado a la medida de la mentalidad popular USA, es lo más semejante al cine por ordenador que se ha hecho hasta la fecha: se introducen en el programa unos pocos datos cuidadosamente escogidos desde la psicología de masas, se elaboran las posibles combinaciones, se eliminan algunas según ciertos criterios de exclusión, se adereza todo con un sentimentalismo de pacotilla, y ahí tenemos ya su vasta filmografía: bien hecha, completamente ajustada al gusto de las mayorías y perfectamente hueca. Su “lirismo” (tema recurrente en las críticas) me parece, con todos los respetos, el propio de los cuadros de ciervos; su contenido intelectual, similar al que pueda encontrarse en un tebeo para niños.
Termino en el spoiler
Ford imprimía carácter a cuanto tocaba, no hay duda; por ejemplo, a los actores. Cada vez que veo a John Wayne me parece estar contemplando un autómata. ¿Cómo ese amasijo de gestos y reacciones estereotipadas puede resultar convincente para alguien? ¿De verdad que es posible imaginarse a este ser, supongo que humano, expresando alguna vez algo parecido a un pensamiento? Si los personajes centrales carecen de todo interés en las películas de Ford, los secundarios son dignos de integrarse en una antología ilustrada de la estupidez: en particular, esos personajillos grotescos, supuestamente cómicos --Ford se debía creer con “sentido del humor”-- que destinados, se diría, a la primera infancia, en lugar de gracia provocan vergüenza ajena.
El cine de Ford, fabricado a la medida de la mentalidad popular USA, es lo más semejante al cine por ordenador que se ha hecho hasta la fecha: se introducen en el programa unos pocos datos cuidadosamente escogidos desde la psicología de masas, se elaboran las posibles combinaciones, se eliminan algunas según ciertos criterios de exclusión, se adereza todo con un sentimentalismo de pacotilla, y ahí tenemos ya su vasta filmografía: bien hecha, completamente ajustada al gusto de las mayorías y perfectamente hueca. Su “lirismo” (tema recurrente en las críticas) me parece, con todos los respetos, el propio de los cuadros de ciervos; su contenido intelectual, similar al que pueda encontrarse en un tebeo para niños.
Termino en el spoiler
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spoiler:
Asunto importante, desde mi punto de vista, es la distorsión generada en torno a la “conquista del Oeste”. Y en primer lugar (aunque no se trate aquí directamente) el tema de los indios: uno de los genocidios más bárbaros y crueles de los últimos siglos, convertido en gesta heroica por obra y gracia del militarismo yanqui. Ahí la responsabilidad del western en general, y de Ford en particular, es notoria e ineludible, aunque pocos la quieran ver. Y no se me venga con ironías supuestamente ingeniosas sobre la corrección política. Que se critique el western desde posiciones edulcoradas no significa que no se pueda criticar desde otras más rigurosas. Algunos olvidan un pequeño detalle: los indios estaban allí, aquella era SU tierra, y los colonos blancos (los “buenos” tanto como los “malos”) fueron sencillamente invasores en nombre de la sacrosanta civilización occidental.
Por supuesto que la función del arte no es describir la realidad histórica, pero tampoco lo es ponerse al servicio de su deformación interesada, y el problema puede ser que al final uno se acabe creyendo que la vida en el Oeste fue realmente como nos la cuentan Ford, Mann, Leone y compañía. Me permito recomendar un estimable y no muy conocido western: “Meek’s Cutoff”; sin ser, en mi opinión, una obra maestra, puede ser un buen antídoto a la imagen de ese Oeste infantil, de vaqueros de cartón, tipo John Wayne, y alternativa interesante, también, a los convencionalismos de Hollywood en el lenguaje formal.
¿Que John Ford sabe contar historias con destreza? Vale, concedido. Para quien entienda el cine como una técnica de contar anécdotas, comprendo que Ford pueda resultar estimable. Pero yo creo que, como dice Béla Tarr (le cito textualmente), “el cine no está hecho para contar historias; su función, como arte, es otra muy distinta: acercarnos a los seres, ayudarnos a comprender de qué está hecha la vida, hacernos captar el misterio de la naturaleza humana”. Desde esa perspectiva, y aunque tenga películas peores (de hecho, ésta, “Pasión de los fuertes” y “La diligencia” me parecen sus westerns más salvables), John Ford me aporta, siendo magnánimo, muy poco. Entre un buen tebeo y una tragedia de Shakespeare sigue habiendo una insoslayable diferencia de nivel. Análoga, a mi entender, a la que puede haber entre Ford, Hawks, Walsh o Peckinpah por un lado, y, pongamos por caso, Dreyer, Tarkovsky, Bergman, Tarr o Angelopoulos, por otro. “Estamos hablando de cosas distintas”, dirán algunos. Tal vez; pero, entonces, aceptemos que no todo tiene el mismo valor.
Por supuesto que la función del arte no es describir la realidad histórica, pero tampoco lo es ponerse al servicio de su deformación interesada, y el problema puede ser que al final uno se acabe creyendo que la vida en el Oeste fue realmente como nos la cuentan Ford, Mann, Leone y compañía. Me permito recomendar un estimable y no muy conocido western: “Meek’s Cutoff”; sin ser, en mi opinión, una obra maestra, puede ser un buen antídoto a la imagen de ese Oeste infantil, de vaqueros de cartón, tipo John Wayne, y alternativa interesante, también, a los convencionalismos de Hollywood en el lenguaje formal.
¿Que John Ford sabe contar historias con destreza? Vale, concedido. Para quien entienda el cine como una técnica de contar anécdotas, comprendo que Ford pueda resultar estimable. Pero yo creo que, como dice Béla Tarr (le cito textualmente), “el cine no está hecho para contar historias; su función, como arte, es otra muy distinta: acercarnos a los seres, ayudarnos a comprender de qué está hecha la vida, hacernos captar el misterio de la naturaleza humana”. Desde esa perspectiva, y aunque tenga películas peores (de hecho, ésta, “Pasión de los fuertes” y “La diligencia” me parecen sus westerns más salvables), John Ford me aporta, siendo magnánimo, muy poco. Entre un buen tebeo y una tragedia de Shakespeare sigue habiendo una insoslayable diferencia de nivel. Análoga, a mi entender, a la que puede haber entre Ford, Hawks, Walsh o Peckinpah por un lado, y, pongamos por caso, Dreyer, Tarkovsky, Bergman, Tarr o Angelopoulos, por otro. “Estamos hablando de cosas distintas”, dirán algunos. Tal vez; pero, entonces, aceptemos que no todo tiene el mismo valor.