Media votos
5,9
Votos
1.881
Críticas
75
Listas
19
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Contacto
-
Compartir su perfil
Voto de Ludovico:
9
7,1
711
Drama
14 de junio de 1941. Sin previo aviso, decenas de miles de personas en Estonia, Letonia y Lituania son expulsadas de sus hogares. El objetivo de esta operación -llevada a cabo por orden del líder soviético, Joseph Stalin- es purgar los países bálticos de sus habitantes nativos. Erna, estudiante de filosofia, felizmente casada y madre de una hija pequeña, es deportada a Siberia. (FILMAFFINITY)
17 de mayo de 2018
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
[Advierto a quienes piensan que el interés de una película radica en saber cómo acaba que este comentario revela detalles del argumento.]
Según sus propias declaraciones, Martti Helde ha pretendido con este film mantener vivo el recuerdo de sus compatriotas que sufrieron la barbarie estalinista en lo que él llama «el holocausto soviético». Pero, más que política o histórica, su mirada es básicamente poética.
El cuerpo central de la película lo constituyen trece «cuadros vivos», es decir otros tantos planos de duración variable entre tres y seis minutos, en los que los personajes quedan inmovilizados, congelados en su movimiento, lo que no implica la detención de la película en un determinado fotograma, pues vemos cómo el viento agita la vegetación y las ropas, y, sobre todo, cómo la cámara se va deslizando en continuo tránsito por entre los personajes buscando siempre reencuadres nuevos y multiplicando los centros de atención en unos escenarios generalmente amplios. Tampoco la banda sonora, compleja y trabajada, se detiene, y, además de la voz en off de Erna, la protagonista, que acompaña a toda la narración, seguimos escuchando ruidos, voces lejanas, cuchicheos, sonidos animales...
La mayor parte de los experimentos en busca de innovaciones en los modos de representación suele concluir en fracaso, probablemente por nacer de una voluntad extrínseca de originalidad más que de unas necesidades internas de expresión que los determinen y justifiquen. Aquí estamos ante una clara ruptura con los códigos narrativos habituales que no tiene nada de experimento gratuito. La voz de Erna cuenta: «Los años más hermosos de mi vida pasaron como si estuviera congelada». Es esa congelación o paralización del tiempo la que nos transmite la fijación estática de las figuras humanas. Así, el lenguaje visual no utiliza metáforas, sino que es metafórico en su misma estructura, y es la propia forma de la metáfora la que significa, lo que excluye la sensación de artificialidad, tan habitual en los experimentos formalistas.
Ese modo de representación cubre otra función importante: el extrañamiento del espectador respecto de la realidad representada, pues se le recuerda de modo permanente que lo que está viendo es «solo» una representación de la realidad, y se lo enfrenta, por tanto, con el discurso fílmico en cuanto tal. Extrañamiento muy probablemente necesario para evitar la manipulación emocional e intelectual a que el cine con tanta facilidad se presta.
Si Tarkovski quería «esculpir el tiempo», Helde lo que hace es congelarlo y dedicarse más bien a «esculpir el espacio», tarea en la que a veces llega hasta su misma desestructuración, en la que acaso se podría percibir un cierto aliento cubista: se nos muestran a la vez distintas perspectivas de una misma situación en coexistencia «imposible» desde unos esquemas narrativos realistas: por ejemplo en el tercer cuadro, en el interior del tren, veremos tres veces a Erna y a su hija, en actitudes distintas, posibilidad que, en términos reales, quedaría excluida por la propia instanteneidad de la toma.
En el primero de los cuadros hay una peculiaridad que no volveremos a ver: un elemento de la «acción» [de la «no-acción», diríamos más bien], el camión, se mueve, y la cámara se mueve con él y sobre él, y contemplamos así el distanciamiento de los protagonistas alejándose de su casa, de su mundo, de su vida. El minuto y medio que dura ese travelling me parece uno de los momentos más afortunados de la película: momento decisivo, de tensión profunda, contado con dramatismo sordo, contenido, y con una sencillez extrema.
Otro travelling muy distinto pero igualmente memorable es el del momento no menos crítico, en el segundo cuadro, en la estación, donde Erna y Heldur van a ser separados para siempre uno del otro. Los veremos, primero, abrazados, rostro contra rostro y con Eliide agarrada a las piernas de su padre. La cámara los rodea en un giro de 360º, pasa por detrás de otro personaje que oculta por breves segundos a los protagonistas, y cuando inmediatamente volvemos a encontrar a Heldur, este está ya solo; la cámara se distancia de él y nos lleva hasta Erna, con su hija, en uno de los vagones, mirando hacia donde se encuentra Eldur. Momento de especial intensidad, rodado con gran habilidad —lo mismo que todo el plano, especialmente brillante—, que, por su dramatismo explícito, contrasta con el momento del alejamiento de la casa, a que aludía en el párrafo anterior. Plano filmado con notable patetismo, acaso innecesariamente subrayado por la música, que no deja de conferirle un aire relativa y lejanamente hollywoodense. Helde parece a veces forzar peligrosamente las cosas para llevarlas hasta un límite —su propuesta es, sin duda, arriesgada en varios sentidos—, aunque, en general, sabe detenerse antes de cruzarlo.
Es loable la evitación de la truculencia que caracteriza el cine contemporáneo al abordar temas de esta índole. Y quizá uno de los grandes méritos de la película es el evitar el sentimentalismo, que bordea con limpieza, a pesar de estar continuamente referida a los sentimientos. Buen ejemplo de ello es el cuadro que narra la muerte de Eliide. La gravedad de la niña se nos había transmitido ya en el plano anterior, en que la veremos en la cama, dormida o inconsciente (en una de las imágenes más pictóricamente barrocas del film), con su madre, evidentemente abrumada de dolor, a los pies del lecho. Un largo fundido en una luz blanca deslumbrante parece simbolizar la muerte de Eliide, luz que se transmite al cuadro siguiente y que, al atenuarse progresivamente, va convirtiendo unas formas inicialmente espectrales en un bosque de abedules. La cámara sigue su lento desplazamiento hacia la izquierda hasta encontrar a Erna, apoyada en un árbol, y, a su lado, medio disimulada entre los árboles, una cruz. La voz en off de Erna nos transmite de forma indirecta y progresiva la muerte de su hija. .../...
Según sus propias declaraciones, Martti Helde ha pretendido con este film mantener vivo el recuerdo de sus compatriotas que sufrieron la barbarie estalinista en lo que él llama «el holocausto soviético». Pero, más que política o histórica, su mirada es básicamente poética.
El cuerpo central de la película lo constituyen trece «cuadros vivos», es decir otros tantos planos de duración variable entre tres y seis minutos, en los que los personajes quedan inmovilizados, congelados en su movimiento, lo que no implica la detención de la película en un determinado fotograma, pues vemos cómo el viento agita la vegetación y las ropas, y, sobre todo, cómo la cámara se va deslizando en continuo tránsito por entre los personajes buscando siempre reencuadres nuevos y multiplicando los centros de atención en unos escenarios generalmente amplios. Tampoco la banda sonora, compleja y trabajada, se detiene, y, además de la voz en off de Erna, la protagonista, que acompaña a toda la narración, seguimos escuchando ruidos, voces lejanas, cuchicheos, sonidos animales...
La mayor parte de los experimentos en busca de innovaciones en los modos de representación suele concluir en fracaso, probablemente por nacer de una voluntad extrínseca de originalidad más que de unas necesidades internas de expresión que los determinen y justifiquen. Aquí estamos ante una clara ruptura con los códigos narrativos habituales que no tiene nada de experimento gratuito. La voz de Erna cuenta: «Los años más hermosos de mi vida pasaron como si estuviera congelada». Es esa congelación o paralización del tiempo la que nos transmite la fijación estática de las figuras humanas. Así, el lenguaje visual no utiliza metáforas, sino que es metafórico en su misma estructura, y es la propia forma de la metáfora la que significa, lo que excluye la sensación de artificialidad, tan habitual en los experimentos formalistas.
Ese modo de representación cubre otra función importante: el extrañamiento del espectador respecto de la realidad representada, pues se le recuerda de modo permanente que lo que está viendo es «solo» una representación de la realidad, y se lo enfrenta, por tanto, con el discurso fílmico en cuanto tal. Extrañamiento muy probablemente necesario para evitar la manipulación emocional e intelectual a que el cine con tanta facilidad se presta.
Si Tarkovski quería «esculpir el tiempo», Helde lo que hace es congelarlo y dedicarse más bien a «esculpir el espacio», tarea en la que a veces llega hasta su misma desestructuración, en la que acaso se podría percibir un cierto aliento cubista: se nos muestran a la vez distintas perspectivas de una misma situación en coexistencia «imposible» desde unos esquemas narrativos realistas: por ejemplo en el tercer cuadro, en el interior del tren, veremos tres veces a Erna y a su hija, en actitudes distintas, posibilidad que, en términos reales, quedaría excluida por la propia instanteneidad de la toma.
En el primero de los cuadros hay una peculiaridad que no volveremos a ver: un elemento de la «acción» [de la «no-acción», diríamos más bien], el camión, se mueve, y la cámara se mueve con él y sobre él, y contemplamos así el distanciamiento de los protagonistas alejándose de su casa, de su mundo, de su vida. El minuto y medio que dura ese travelling me parece uno de los momentos más afortunados de la película: momento decisivo, de tensión profunda, contado con dramatismo sordo, contenido, y con una sencillez extrema.
Otro travelling muy distinto pero igualmente memorable es el del momento no menos crítico, en el segundo cuadro, en la estación, donde Erna y Heldur van a ser separados para siempre uno del otro. Los veremos, primero, abrazados, rostro contra rostro y con Eliide agarrada a las piernas de su padre. La cámara los rodea en un giro de 360º, pasa por detrás de otro personaje que oculta por breves segundos a los protagonistas, y cuando inmediatamente volvemos a encontrar a Heldur, este está ya solo; la cámara se distancia de él y nos lleva hasta Erna, con su hija, en uno de los vagones, mirando hacia donde se encuentra Eldur. Momento de especial intensidad, rodado con gran habilidad —lo mismo que todo el plano, especialmente brillante—, que, por su dramatismo explícito, contrasta con el momento del alejamiento de la casa, a que aludía en el párrafo anterior. Plano filmado con notable patetismo, acaso innecesariamente subrayado por la música, que no deja de conferirle un aire relativa y lejanamente hollywoodense. Helde parece a veces forzar peligrosamente las cosas para llevarlas hasta un límite —su propuesta es, sin duda, arriesgada en varios sentidos—, aunque, en general, sabe detenerse antes de cruzarlo.
Es loable la evitación de la truculencia que caracteriza el cine contemporáneo al abordar temas de esta índole. Y quizá uno de los grandes méritos de la película es el evitar el sentimentalismo, que bordea con limpieza, a pesar de estar continuamente referida a los sentimientos. Buen ejemplo de ello es el cuadro que narra la muerte de Eliide. La gravedad de la niña se nos había transmitido ya en el plano anterior, en que la veremos en la cama, dormida o inconsciente (en una de las imágenes más pictóricamente barrocas del film), con su madre, evidentemente abrumada de dolor, a los pies del lecho. Un largo fundido en una luz blanca deslumbrante parece simbolizar la muerte de Eliide, luz que se transmite al cuadro siguiente y que, al atenuarse progresivamente, va convirtiendo unas formas inicialmente espectrales en un bosque de abedules. La cámara sigue su lento desplazamiento hacia la izquierda hasta encontrar a Erna, apoyada en un árbol, y, a su lado, medio disimulada entre los árboles, una cruz. La voz en off de Erna nos transmite de forma indirecta y progresiva la muerte de su hija. .../...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
.../...Poco a poco vamos comprendiendo que Eliide ha muerto y que su madre, desolada, llora junto a su tumba. Excepcionalmente, la cámara, en perpetuo movimiento, permanecerá inmovilizada durante un minuto, como si quisiera guardar un minuto de silencio estático en recuerdo de la desaparecida Eliide. Luego volverá a desplazarse, esta vez en sentido contrario, hacia la derecha, según una trayectoria simple y rectilínea, de velocidad lenta y uniforme, con grave solemnidad, pero sin artificial dramatismo. La muerte aparece desposeída aquí de toda espectacularidad, en el sentido más literal: se le expropia su condición de espectáculo, reducida a la sobria expresión del dolor.
Evitando cualquier exceso, Helde elude siempre la escena impactante que impresiona con fuerza pero no deja huella, tan característica de tantas expresiones artísticas contemporáneas. El propio lenguaje utilizado le hace difícil incurrir en uno de los inventos más estúpidos del cine: el suspense. Un ejemplo claro es el robo del pan, que cualquier cineasta mediocre habría aprovechado para generar inquietud. Helde lo resuelve de forma extremadamente hábil con uno de esos «movimientos en off», en virtud del cual vemos el resultado de la acción pero no la acción en sí, recurso similar al antes señalado de la separación entre Heldur y Erna.
La discreción de Helde en aquellas escenas que podrían presentar un especial impacto visual es perceptible igualmente en el cuadro de la violación de Erna. Como en el plano de la muerte de Eliide, la voz en off de la protagonista se limita a sugerir lo sucedido, más que a contarlo, función que se delega de forma discreta en la imagen.
A pesar de ocupar un tiempo reducido —doce minutos en total— las tres secuencias rodadas «normalmente», es decir, con los personajes en movimiento, me parecen reseñables por cuanto dotadas de una sutil belleza, quizá especialmente las imágenes del desayuno. Se ha calificado esas secuencias de «mallickianas»; creo que entre ellas y las últimas obras de Mallick hay la misma semejanza y la misma distancia que entre una obra de arte y una copia mediocre, correspondiendo, claro está, la autenticidad a Helde y la falsificación a Mallick. Se ejemplifica ahí otra forma opuesta de detención del tiempo a la presentada en las escenas «estáticas»: por eternización de la duración y no por «congelación» del instante. La depurada y exquisita sencillez de los planos en que Erna escribe en el prado entre los manzanos, desayuna con su familia o juega con su hija en un ambiente de idílica intemporalidad, hace aparecer todavía más ampulosas y grandilocuentes las últimas películas del director americano.
En mi opinión, el único punto criticable de la película estaría en la supuesta superación del sufrimiento por parte de la protagonista: esa sonrisa que vemos en los planos coincidentes del principio y el final de la película —de hecho se trata de la misma toma— me parece fuera de lugar y es como una intromisión del espíritu New Age, pretendiendo que en el fondo todo está bien y que no hay nada que lamentar. Una cosa es asumir y superar el sufrimiento desde una serenidad estoica y otra, muy distinta, ese espiritualismo «light» que prodiga sonrisas de conformidad ante las manifestaciones más terribles de la barbarie y la crueldad humanas. Una cosa es la ataraxia y la suspensión del juicio ante lo que supera a la comprensión, y otra la irresponsable y defensiva connivencia con los absurdos de la existencia. Hay aparentes serenidades que solo están hechas de insensibilidad y de inconsciencia. Para mí esa nota falsa se debe sencillamente a una falta de madurez del director —23 años cuando empezó la película— y prefiero quedarme con la anonadante belleza poética que se despliega entre esas dos estúpidas sonrisas y con lo que esta excepcional opera prima promete para el futuro
Evitando cualquier exceso, Helde elude siempre la escena impactante que impresiona con fuerza pero no deja huella, tan característica de tantas expresiones artísticas contemporáneas. El propio lenguaje utilizado le hace difícil incurrir en uno de los inventos más estúpidos del cine: el suspense. Un ejemplo claro es el robo del pan, que cualquier cineasta mediocre habría aprovechado para generar inquietud. Helde lo resuelve de forma extremadamente hábil con uno de esos «movimientos en off», en virtud del cual vemos el resultado de la acción pero no la acción en sí, recurso similar al antes señalado de la separación entre Heldur y Erna.
La discreción de Helde en aquellas escenas que podrían presentar un especial impacto visual es perceptible igualmente en el cuadro de la violación de Erna. Como en el plano de la muerte de Eliide, la voz en off de la protagonista se limita a sugerir lo sucedido, más que a contarlo, función que se delega de forma discreta en la imagen.
A pesar de ocupar un tiempo reducido —doce minutos en total— las tres secuencias rodadas «normalmente», es decir, con los personajes en movimiento, me parecen reseñables por cuanto dotadas de una sutil belleza, quizá especialmente las imágenes del desayuno. Se ha calificado esas secuencias de «mallickianas»; creo que entre ellas y las últimas obras de Mallick hay la misma semejanza y la misma distancia que entre una obra de arte y una copia mediocre, correspondiendo, claro está, la autenticidad a Helde y la falsificación a Mallick. Se ejemplifica ahí otra forma opuesta de detención del tiempo a la presentada en las escenas «estáticas»: por eternización de la duración y no por «congelación» del instante. La depurada y exquisita sencillez de los planos en que Erna escribe en el prado entre los manzanos, desayuna con su familia o juega con su hija en un ambiente de idílica intemporalidad, hace aparecer todavía más ampulosas y grandilocuentes las últimas películas del director americano.
En mi opinión, el único punto criticable de la película estaría en la supuesta superación del sufrimiento por parte de la protagonista: esa sonrisa que vemos en los planos coincidentes del principio y el final de la película —de hecho se trata de la misma toma— me parece fuera de lugar y es como una intromisión del espíritu New Age, pretendiendo que en el fondo todo está bien y que no hay nada que lamentar. Una cosa es asumir y superar el sufrimiento desde una serenidad estoica y otra, muy distinta, ese espiritualismo «light» que prodiga sonrisas de conformidad ante las manifestaciones más terribles de la barbarie y la crueldad humanas. Una cosa es la ataraxia y la suspensión del juicio ante lo que supera a la comprensión, y otra la irresponsable y defensiva connivencia con los absurdos de la existencia. Hay aparentes serenidades que solo están hechas de insensibilidad y de inconsciencia. Para mí esa nota falsa se debe sencillamente a una falta de madurez del director —23 años cuando empezó la película— y prefiero quedarme con la anonadante belleza poética que se despliega entre esas dos estúpidas sonrisas y con lo que esta excepcional opera prima promete para el futuro