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Voto de Ludovico:
10
7,4
5.350
Drama. Intriga. Romance
En un barroco hotel, un extraño, X, intenta persuadir a una mujer casada, A, de que abandone a su marido, M, y se fugue con él. Se basa en una promesa que ella le hizo cuando se conocieron el año anterior, en Marienbad, pero la mujer parece no recordar aquel encuentro. (FILMAFFINITY)
12 de marzo de 2017
29 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas películas, si es que hay alguna, habrán sido objeto de más intentos de interpretación que «El año pasado en Marienbad» [abrevio en lo sucesivo: «Marienbad»]. Las teorías sobre su posible significado son múltiples e incluso se dice que sus creadores la construyeron consciente y voluntariamente de modo que satisficiera una pluralidad de interpretaciones. Se dice también que el director, Alain Resnais, y el guionista, Alain Robbe-Grillet, que asumió casi el papel de codirector, tenían una visión distinta de la historia: mientras que, para Resnais, el protagonista decía la verdad y, en consecuencia, la película trataría de la memoria y el olvido, para Robbe-Grillet, por el contrario, el protagonista mentía y, en consecuencia, el tema de la película sería más bien la persuasión.
Susan Sontag, por su parte, alude a este film en su ensayo «Contra la interpretación», donde afirma que «habría que resistirse a la tentación de interpretar “Marienbad”». Sontag basa su propuesta en la idea de que toda interpretación altera la naturaleza real de la obra interpretada, al sustituir sus elementos fundamentales, destinados a ser sensorial y emocionalmente percibidos, por conceptos elaborados por la mente razonadora (A significa esto; B significa aquello; C, aquello otro, etc.). Sontag parece partir del hecho de que la razón necesariamente se erige de forma dictatorial en la única facultad supuestamente fiable de conocimiento, que pretende atribuirse siempre la última palabra. Independientemente de que esa sustitución esté o no presidida por una adecuación o correspondencia fiel del discurso verbal, es decir, de la interpretación, con el objeto interpretado, la gravedad de la mutilación reside en la conceptualización misma, en la creencia más o menos inconsciente de que la obra de arte puede reducirse a discurso.
Ahora bien, que la interpretación se realice con frecuencia sobre la base de esta creencia subyacente no quiere decir que así deba ser por necesidad. Pues la conceptualización que la interpretación implica puede ser consciente de su carácter parcial, y por tanto secundario, con respecto a la apropiación de la naturaleza esencial de la obra; esta, por otra parte, ni mucho menos tiene por qué estar cerrada a una razón que no deja de ser un aspecto, limitado pero fundamental, de la inteligencia humana. En consecuencia, la interpretación puede reconocer la limitación de su status y, en lugar de aspirar a suplantar a la obra, colocarse a su servicio, aceptando su relatividad, lo que podrá redundar en enriquecimiento y no en tergiversación. Pues lo que no se puede olvidar es que aunque toda superficie revela, también oculta; hay una profundidad más o menos insondable en todas las cosas, y reflexionar y elaborar un discurso sobre un objeto artístico, incluso interpretarlo, para tratar de ver y hablar del sentido que pueda haber por detrás de su epidermis no es forzosamente deformar o mutilar, sino que puede también aproximar a su realidad originaria, ayudando a transformar su opacidad en transparencia.
En todo caso, creo que Sontag tiene una parte de razón, y una parte importante, en la medida en que el racionalismo de nuestra cultura nos impide ver las obras de arte (al menos de ciertas artes y quizá en particular del cine) por lo que realmente son en sí mismas, de modo que, mediante la interpretación, ignoramos o, peor, sofocamos y suprimimos todo lo que en ellas se sustrae al discurso, que puede ser precisamente lo esencial.
Por otra parte, no todas las obras de arte —más específicamente, no todas las obras cinematográficas— están construidas de forma semejante y no todas han sido concebidas para ser recibidas de manera similar. Hay películas más próximas, desde su concepción, a una obra musical y otras al ensayo filosófico, por ejemplo, y, obviamente, el papel que pueda y deba desempeñar la razón —y, por tanto, la interpretación— en la recepción de unas y otras será muy distinto.
Aunque pueda sonar a provocación, «Marienbad» me parece una película con un elevado grado de transparencia en lo que tiene de esencial; también, y quizá por eso mismo, con un elevado grado de opacidad en lo que tiene de accidental. En «Marienbad» casi todo lo que tiene que estar claro lo está hasta la evidencia; si parece lo contrario es sencillamente porque no se atiende a lo que la película pretende mostrar —y muestra—, y se busca soluciones a problemas inexistentes o, en todo caso, comparativamente irrelevantes; en definitiva, porque no se mira donde se debe mirar. Buscar significados a «Marienbad» puede añadirle más opacidad que transparencia. Abordar el film con la actitud detectivesca de quien pretende resolver un enigma sería, como dice el cuento sufí, buscar fuera de casa lo que se ha perdido dentro, sobre la base de que fuera hay más luz.
No se encontrarán muchas películas que vehiculen con tal intensidad, con tal eficacia, una realidad (no una idea-acerca-de-la-realidad) que, ciertamente, es refractaria a la lectura convencionalmente conceptual, pero inmediatamente asimilable desde otra forma de recepción. Lo importante en «Marienbad» es percibir esa realidad, que precisa ser acogida de forma diferente, desde la única perspectiva que la hace accesible: la perspectiva «poética», entendiendo la «poesía» —como decía Tarkovski— no como género literario, sino como forma de abordar la existencia, como aprehensión globalizante de una mirada no literalista que utiliza la razón en lugar de ser utilizada por ella. «Marienbad» es, desde tal perspectiva, una invitación a percibir lo real y, por tanto, a situarse ante lo real —o, mejor, en lo real—, de forma distinta a la que dicta la experiencia común.
[Acabo en el spoiler.]
Susan Sontag, por su parte, alude a este film en su ensayo «Contra la interpretación», donde afirma que «habría que resistirse a la tentación de interpretar “Marienbad”». Sontag basa su propuesta en la idea de que toda interpretación altera la naturaleza real de la obra interpretada, al sustituir sus elementos fundamentales, destinados a ser sensorial y emocionalmente percibidos, por conceptos elaborados por la mente razonadora (A significa esto; B significa aquello; C, aquello otro, etc.). Sontag parece partir del hecho de que la razón necesariamente se erige de forma dictatorial en la única facultad supuestamente fiable de conocimiento, que pretende atribuirse siempre la última palabra. Independientemente de que esa sustitución esté o no presidida por una adecuación o correspondencia fiel del discurso verbal, es decir, de la interpretación, con el objeto interpretado, la gravedad de la mutilación reside en la conceptualización misma, en la creencia más o menos inconsciente de que la obra de arte puede reducirse a discurso.
Ahora bien, que la interpretación se realice con frecuencia sobre la base de esta creencia subyacente no quiere decir que así deba ser por necesidad. Pues la conceptualización que la interpretación implica puede ser consciente de su carácter parcial, y por tanto secundario, con respecto a la apropiación de la naturaleza esencial de la obra; esta, por otra parte, ni mucho menos tiene por qué estar cerrada a una razón que no deja de ser un aspecto, limitado pero fundamental, de la inteligencia humana. En consecuencia, la interpretación puede reconocer la limitación de su status y, en lugar de aspirar a suplantar a la obra, colocarse a su servicio, aceptando su relatividad, lo que podrá redundar en enriquecimiento y no en tergiversación. Pues lo que no se puede olvidar es que aunque toda superficie revela, también oculta; hay una profundidad más o menos insondable en todas las cosas, y reflexionar y elaborar un discurso sobre un objeto artístico, incluso interpretarlo, para tratar de ver y hablar del sentido que pueda haber por detrás de su epidermis no es forzosamente deformar o mutilar, sino que puede también aproximar a su realidad originaria, ayudando a transformar su opacidad en transparencia.
En todo caso, creo que Sontag tiene una parte de razón, y una parte importante, en la medida en que el racionalismo de nuestra cultura nos impide ver las obras de arte (al menos de ciertas artes y quizá en particular del cine) por lo que realmente son en sí mismas, de modo que, mediante la interpretación, ignoramos o, peor, sofocamos y suprimimos todo lo que en ellas se sustrae al discurso, que puede ser precisamente lo esencial.
Por otra parte, no todas las obras de arte —más específicamente, no todas las obras cinematográficas— están construidas de forma semejante y no todas han sido concebidas para ser recibidas de manera similar. Hay películas más próximas, desde su concepción, a una obra musical y otras al ensayo filosófico, por ejemplo, y, obviamente, el papel que pueda y deba desempeñar la razón —y, por tanto, la interpretación— en la recepción de unas y otras será muy distinto.
Aunque pueda sonar a provocación, «Marienbad» me parece una película con un elevado grado de transparencia en lo que tiene de esencial; también, y quizá por eso mismo, con un elevado grado de opacidad en lo que tiene de accidental. En «Marienbad» casi todo lo que tiene que estar claro lo está hasta la evidencia; si parece lo contrario es sencillamente porque no se atiende a lo que la película pretende mostrar —y muestra—, y se busca soluciones a problemas inexistentes o, en todo caso, comparativamente irrelevantes; en definitiva, porque no se mira donde se debe mirar. Buscar significados a «Marienbad» puede añadirle más opacidad que transparencia. Abordar el film con la actitud detectivesca de quien pretende resolver un enigma sería, como dice el cuento sufí, buscar fuera de casa lo que se ha perdido dentro, sobre la base de que fuera hay más luz.
No se encontrarán muchas películas que vehiculen con tal intensidad, con tal eficacia, una realidad (no una idea-acerca-de-la-realidad) que, ciertamente, es refractaria a la lectura convencionalmente conceptual, pero inmediatamente asimilable desde otra forma de recepción. Lo importante en «Marienbad» es percibir esa realidad, que precisa ser acogida de forma diferente, desde la única perspectiva que la hace accesible: la perspectiva «poética», entendiendo la «poesía» —como decía Tarkovski— no como género literario, sino como forma de abordar la existencia, como aprehensión globalizante de una mirada no literalista que utiliza la razón en lugar de ser utilizada por ella. «Marienbad» es, desde tal perspectiva, una invitación a percibir lo real y, por tanto, a situarse ante lo real —o, mejor, en lo real—, de forma distinta a la que dicta la experiencia común.
[Acabo en el spoiler.]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
En definitiva, «Marienbad» no es la heterónoma traducción en imágenes de un sentido extrínseco, no propone ideas acerca de una alteridad posible, sino que la pone directamente ahí, para ser inmediatamente aprehendida, sin necesidad de ser interpretada; una alteridad que, sin entrar en consideraciones sobre su naturaleza, puede, al menos, liberarnos del prejuicio de que el mundo es tal como lo experimentamos de ordinario, y que nos enfrenta vivencial e íntegramente, y no solo racionalmente, a la existencia de una realidad plurívoca, lejos de la pretendida univocidad de la visión racionalista común.
Hay otras formas de enfrentarse a lo real, sencillamente porque hay otras realidades distintas a la comúnmente percibida, y «Marienbad» no solo nos habla de eso, sino que se nos ofrece como objeto en la que percibirlo de manera directa, en tanto que entidad irreductible. Otra cosa es que toda una vida de acomodación a unos determinados esquemas mentales y el persistente hábito de las lecturas literales, lineales, de cuanto nos rodea, hagan que esa experiencia, siendo esencialmente simple, no sea precisamente sencilla.
Si se percibe la densidad metafísica que destilan los jardines, o los pasillos, o los salones, de Marienbad, o de Fredericksbad, o de como quiera que se llame el escenario donde se desarrolla la acción, ¿qué nos importa que X y A coincidieran o no el año pasado en un sitio o en otro?, ¿qué nos importa que finalmente se vayan o no juntos del hotel? Y, si no se percibe, ¿qué nos importa, de todos modos? Las imágenes de «Marienbad» penetran hondo, muy hondo en el alma, a condición, claro está, de que se las deje entrar. «Marienbad» plantea al espectador una ingente tarea de transformación interior, la tarea de dejar de ver con los ojos «de carne» para empezar a ver con los ojos «de fuego». Tarea que se puede aceptar o no; quien no la quiera asumir puede dedicarse a denostar la película como incomprensible, aburrida, etc., o sencillamente a elaborar interpretaciones más o menos pertinentes.
En cualquier caso, «Marienbad» no necesita un análisis crítico: la belleza limpia, impecable, del film, con sus travellings lentos y precisos —se diría que la cámara flota, más que desplazarse sobre el suelo— trasciende el alcance de todas las interpretaciones. Su sentido se transmite por impregnación, no por descomposición analítica; por comprensión global, no por explicación progresiva. Pensar que encontrarle un significado nos puede aproximar a su verdad es un ingenuo y falseador reduccionismo; la búsqueda de explicación extrínseca desprecia o ignora su aspiración más radical: despertar en el espectador una manera distinta de mirar, una mirada no literalizante, basada en la descronologización de la mente y los sentimientos. En la contemplación de «Marienbad» lo que cuenta es el viaje interior de cada cual, la re-creación personal, el abandono al espectáculo mágico que se desarrolla en la pantalla y que, con su misterio, puede inundar y teñir para siempre la mirada. La película puede operar así como un hechizo, o, mejor, un contra-hechizo, capaz de liberar, en una u otra medida, de los sueños y ficciones con que cotidianamente nos envuelven y adormecen los mecanismos de las estructuras sociales.
Hay otras formas de enfrentarse a lo real, sencillamente porque hay otras realidades distintas a la comúnmente percibida, y «Marienbad» no solo nos habla de eso, sino que se nos ofrece como objeto en la que percibirlo de manera directa, en tanto que entidad irreductible. Otra cosa es que toda una vida de acomodación a unos determinados esquemas mentales y el persistente hábito de las lecturas literales, lineales, de cuanto nos rodea, hagan que esa experiencia, siendo esencialmente simple, no sea precisamente sencilla.
Si se percibe la densidad metafísica que destilan los jardines, o los pasillos, o los salones, de Marienbad, o de Fredericksbad, o de como quiera que se llame el escenario donde se desarrolla la acción, ¿qué nos importa que X y A coincidieran o no el año pasado en un sitio o en otro?, ¿qué nos importa que finalmente se vayan o no juntos del hotel? Y, si no se percibe, ¿qué nos importa, de todos modos? Las imágenes de «Marienbad» penetran hondo, muy hondo en el alma, a condición, claro está, de que se las deje entrar. «Marienbad» plantea al espectador una ingente tarea de transformación interior, la tarea de dejar de ver con los ojos «de carne» para empezar a ver con los ojos «de fuego». Tarea que se puede aceptar o no; quien no la quiera asumir puede dedicarse a denostar la película como incomprensible, aburrida, etc., o sencillamente a elaborar interpretaciones más o menos pertinentes.
En cualquier caso, «Marienbad» no necesita un análisis crítico: la belleza limpia, impecable, del film, con sus travellings lentos y precisos —se diría que la cámara flota, más que desplazarse sobre el suelo— trasciende el alcance de todas las interpretaciones. Su sentido se transmite por impregnación, no por descomposición analítica; por comprensión global, no por explicación progresiva. Pensar que encontrarle un significado nos puede aproximar a su verdad es un ingenuo y falseador reduccionismo; la búsqueda de explicación extrínseca desprecia o ignora su aspiración más radical: despertar en el espectador una manera distinta de mirar, una mirada no literalizante, basada en la descronologización de la mente y los sentimientos. En la contemplación de «Marienbad» lo que cuenta es el viaje interior de cada cual, la re-creación personal, el abandono al espectáculo mágico que se desarrolla en la pantalla y que, con su misterio, puede inundar y teñir para siempre la mirada. La película puede operar así como un hechizo, o, mejor, un contra-hechizo, capaz de liberar, en una u otra medida, de los sueños y ficciones con que cotidianamente nos envuelven y adormecen los mecanismos de las estructuras sociales.