Media votos
5,9
Votos
1.881
Críticas
75
Listas
19
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Contacto
-
Compartir su perfil
Voto de Ludovico:
10
8,1
20.893
Terror
Sentado en un banco de un parque, Francis anima a su compañero Alan para que vayan a Holstenwall, una ciudad del norte de Alemania, a ver el espectáculo ambulante del doctor Caligari. Un empleado municipal que le niega al doctor el permiso para actuar, aparece asesinado al día siguiente. Francis y Alan acuden a ver al doctor Caligari y a Cesare, su ayudante sonámbulo, que le anuncia a Alan su porvenir: vivirá hasta el amanecer. (FILMAFFINITY) [+]
17 de septiembre de 2017
28 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
La recepción de esta película desde finales de los años cuarenta ha estado decisivamente condicionada por la interpretación de Sigfried Kracauer en su famoso libro «De Caligari a Hitler», cuya influencia ha sido decisiva a la hora de interpretar el film. Según la visión sociologista de Kracauer, la película era, en principio, una denuncia de las estructuras políticas que habían generado la guerra recién terminada y una visionaria premonición de lo que iba a ocurrir en Alemania en las décadas siguientes.
Kracauer se basaba en las dudosas declaraciones de uno de los guionistas, Hans Janowitz, sobre su «intención subconsciente» (?) al elaborar el guión y sobre la supuesta tergiversación de su sentido inicial, mediante la adición de un prólogo y un epílogo que habrían invertido su significado original, convirtiendo la crítica al poder en la visión de un loco, y haciendo así de un guión «revolucionario» una historia conformista para mentes bienpensantes. Ahora bien, la posterior aparición del guión, que se creía perdido, puso en entredicho las palabras de Janowitz. Por otra parte, las confusas declaraciones de Fritz Lang (con una decisiva responsabilidad en esa tergiversación) no contribuyeron precisamente a aclarar el asunto.
Así pues, se impone, yo creo, una re-visión de «Caligari», dejando a un lado intenciones subconscientes, opiniones cuestionables y declaraciones sospechosas, ateniéndonos estrictamente a lo que la película ofrece. Y una de las primeras cosas que vemos en ella es la difícil asimilación del doctor Caligari con las estructuras del poder político. Precisamente en sentido contrario, la película lo muestra enfrentado al poder municipal, única expresión del poder político que aparece en la pantalla, lo que ya debería inducirnos a andar con cautela con respecto a las opiniones asentadas.
El cine alemán de principios del siglo XX, se siente especialmente atraído por lo fantástico, por lo misterioso y lo siniestro, tendencia que lleva a la recuperación del cuento gótico, de claras influencias románticas, y que se manifestaba ya antes de «Caligari» en películas como «El otro» (1913), «El estudiante de Praga» (1913), «El Golem» (1916), «Homunculus» (1916), entre otras. En «Caligari» veo la confluencia de dos temáticas distintas que estaban siendo tratadas ya por el cine de su tiempo; por un lado, la escisión de la personalidad y el tema del doble: no solo Caligari presenta una singular dualidad —a la vez científico y feriante—, sino que Cesare puede perfectamente ser interpretado como lo reprimido de Caligari, e incluso el propio Cesare tiene su doble en el muñeco que lo sustituye en sus salidas nocturnas: multiplicación de la dualidad que se sugiere potencialmente ilimitada; en definitiva, una visión de la personalidad abiertamente contraria a la preconizada por la mentalidad ilustrada, tan diáfana como plana. Por otro lado, el recelo, cuando menos, con respecto a la ciencia (Caligari es en definitiva un científico) cuyo poder infunde ya serios temores. El «accidente» en la realización de algún experimento, con consecuencias catastróficas, o los desmanes de un científico trastornado han estado muy presentes en todo el cine del siglo XX (hay ya una versión de Frankestein de 1910), que lo había tomado de la literatura del siglo anterior y, en última instancia, de la rebelión romántica contra la razón científico-tecnológica. Es, pues, la perspectiva racionalista de la conciencia y su objetivación en la lógica científica, y no unas subterráneas miras políticas, lo que de forma patente me parece ver cuestionado en la trama de «Caligari». La interpretación política es sencillamente un reduccionista intento de racionalizar por vía de concreción en circunstancias inmediatas y particulares —y por tanto, fácilmente «manejables»—, el horror difuso y universal, potencialmente contenido en la historia.
De todos modos: ya se trate de una crítica política o de un cuestionamiento de la razón ilustrada, ¿contradice la adición de prólogo y epílogo la idea inicial? No lo creo. No hay ninguna obligación de creer en la sinceridad de Caligari ni en la demencia de Francis, lo que deja un final inquietantemente abierto que debemos agradecer a la inteligencia de Wiene frente a las cortas miras de Lang.
La interpretación limitadamente política que se acostumbra a dar de la película afecta decisivamente a la función del estilo expresionista e incluso a su naturaleza. Subyace en buena parte de las críticas la idea de que el expresionismo sería la adecuada traducción de la fantasía de un loco en términos pictóricos, llegando incluso a identificar el expresionismo con una visión distorsionada de la realidad. Se ha insistido hasta la saciedad en un supuesto carácter pesadillesco, angustioso y opresivo de los decorados. En absoluto puedo estar de acuerdo con tal apreciación si pretende extenderse —como es habitual— a la totalidad del film. Los decorados configuran un mundo fantástico, paralelo al de los cuentos de hadas, pero, como él, abierto tanto a lo siniestro y opresivo como a lo amable y acogedor. No hay nada de siniestro, por ejemplo, en el escenario de la feria de Holstenwall, con el giro incesante de sus alegres tiovivos; ni en las calles en que Francis y Alan se encuentran con Jane, que, por el contrario, transmiten la idea de una ciudad perfectamente «habitable»; ni tampoco en los interiores de sus viviendas que, con toda su rectilínea irregularidad, son tan acogedoras como el curvilíneo habitáculo de un hobbit. Justo lo contrario de las inhumanas visiones de la arquitectura y el urbanismo contemporáneo, ordenado y regular, que algunos identifican, de forma a mi entender escalofriante, como «bellas». Cuando el decorado se hace más perturbador no está expresando la supuesta demencia de Francis, sino la naturaleza de la realidad a la que Francis se enfrenta. [Acabo en el spoiler].
Kracauer se basaba en las dudosas declaraciones de uno de los guionistas, Hans Janowitz, sobre su «intención subconsciente» (?) al elaborar el guión y sobre la supuesta tergiversación de su sentido inicial, mediante la adición de un prólogo y un epílogo que habrían invertido su significado original, convirtiendo la crítica al poder en la visión de un loco, y haciendo así de un guión «revolucionario» una historia conformista para mentes bienpensantes. Ahora bien, la posterior aparición del guión, que se creía perdido, puso en entredicho las palabras de Janowitz. Por otra parte, las confusas declaraciones de Fritz Lang (con una decisiva responsabilidad en esa tergiversación) no contribuyeron precisamente a aclarar el asunto.
Así pues, se impone, yo creo, una re-visión de «Caligari», dejando a un lado intenciones subconscientes, opiniones cuestionables y declaraciones sospechosas, ateniéndonos estrictamente a lo que la película ofrece. Y una de las primeras cosas que vemos en ella es la difícil asimilación del doctor Caligari con las estructuras del poder político. Precisamente en sentido contrario, la película lo muestra enfrentado al poder municipal, única expresión del poder político que aparece en la pantalla, lo que ya debería inducirnos a andar con cautela con respecto a las opiniones asentadas.
El cine alemán de principios del siglo XX, se siente especialmente atraído por lo fantástico, por lo misterioso y lo siniestro, tendencia que lleva a la recuperación del cuento gótico, de claras influencias románticas, y que se manifestaba ya antes de «Caligari» en películas como «El otro» (1913), «El estudiante de Praga» (1913), «El Golem» (1916), «Homunculus» (1916), entre otras. En «Caligari» veo la confluencia de dos temáticas distintas que estaban siendo tratadas ya por el cine de su tiempo; por un lado, la escisión de la personalidad y el tema del doble: no solo Caligari presenta una singular dualidad —a la vez científico y feriante—, sino que Cesare puede perfectamente ser interpretado como lo reprimido de Caligari, e incluso el propio Cesare tiene su doble en el muñeco que lo sustituye en sus salidas nocturnas: multiplicación de la dualidad que se sugiere potencialmente ilimitada; en definitiva, una visión de la personalidad abiertamente contraria a la preconizada por la mentalidad ilustrada, tan diáfana como plana. Por otro lado, el recelo, cuando menos, con respecto a la ciencia (Caligari es en definitiva un científico) cuyo poder infunde ya serios temores. El «accidente» en la realización de algún experimento, con consecuencias catastróficas, o los desmanes de un científico trastornado han estado muy presentes en todo el cine del siglo XX (hay ya una versión de Frankestein de 1910), que lo había tomado de la literatura del siglo anterior y, en última instancia, de la rebelión romántica contra la razón científico-tecnológica. Es, pues, la perspectiva racionalista de la conciencia y su objetivación en la lógica científica, y no unas subterráneas miras políticas, lo que de forma patente me parece ver cuestionado en la trama de «Caligari». La interpretación política es sencillamente un reduccionista intento de racionalizar por vía de concreción en circunstancias inmediatas y particulares —y por tanto, fácilmente «manejables»—, el horror difuso y universal, potencialmente contenido en la historia.
De todos modos: ya se trate de una crítica política o de un cuestionamiento de la razón ilustrada, ¿contradice la adición de prólogo y epílogo la idea inicial? No lo creo. No hay ninguna obligación de creer en la sinceridad de Caligari ni en la demencia de Francis, lo que deja un final inquietantemente abierto que debemos agradecer a la inteligencia de Wiene frente a las cortas miras de Lang.
La interpretación limitadamente política que se acostumbra a dar de la película afecta decisivamente a la función del estilo expresionista e incluso a su naturaleza. Subyace en buena parte de las críticas la idea de que el expresionismo sería la adecuada traducción de la fantasía de un loco en términos pictóricos, llegando incluso a identificar el expresionismo con una visión distorsionada de la realidad. Se ha insistido hasta la saciedad en un supuesto carácter pesadillesco, angustioso y opresivo de los decorados. En absoluto puedo estar de acuerdo con tal apreciación si pretende extenderse —como es habitual— a la totalidad del film. Los decorados configuran un mundo fantástico, paralelo al de los cuentos de hadas, pero, como él, abierto tanto a lo siniestro y opresivo como a lo amable y acogedor. No hay nada de siniestro, por ejemplo, en el escenario de la feria de Holstenwall, con el giro incesante de sus alegres tiovivos; ni en las calles en que Francis y Alan se encuentran con Jane, que, por el contrario, transmiten la idea de una ciudad perfectamente «habitable»; ni tampoco en los interiores de sus viviendas que, con toda su rectilínea irregularidad, son tan acogedoras como el curvilíneo habitáculo de un hobbit. Justo lo contrario de las inhumanas visiones de la arquitectura y el urbanismo contemporáneo, ordenado y regular, que algunos identifican, de forma a mi entender escalofriante, como «bellas». Cuando el decorado se hace más perturbador no está expresando la supuesta demencia de Francis, sino la naturaleza de la realidad a la que Francis se enfrenta. [Acabo en el spoiler].
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
El expresionismo no supone una mirada demente sobre la realidad; más bien configura un mundo imaginal susceptible de acoger realidades opuestas, un mundo caracterizado no necesariamente por lo tenebroso o pesadillesco, sino por lo vital, donde todo, incluidos los objetos, parece adquirir vida. Por ejemplo, esas farolas, irregulares e inclinadas, situadas en el puente que cruzarán en su huida primero Cesare y después Caligari, y que son difícilmente discernibles de unos árboles que surgen de la propia materia constructiva, supuestamente inerte. Los mismos personajes parecen a veces fundirse con el decorado, como cuando Cesare, que se dirige a casa de Jane para matarla, avanza despacio restregándose contra el muro, como si saliera literalmente de él en una hibridación de lo orgánico y lo inorgánico, de lo vivo y lo inerte. El propio Cesare, como muerto-vivo, es una manifestación más de esas realidades intermedias que la película prodiga. Ahora bien, entender esto como una visión demencial de la realidad no pasa de ser una opción ideológica basada en la supuestamente axiomática «normalidad» del punto de vista racionalista.
Que los decorados tienen vida por sí mismos, e incluso hablan, tiene una espléndida expresión en la escena en que el protagonista, vagando por las calles, recibe la revelación «¡Tú debes ser Caligari!», frase que podemos leer de forma reiterada en la pantalla, irregularmente repartida sobre la imagen. Se podrá decir que se trata de una muestra de las limitaciones del cine mudo frente a lo que, con el desarrollo de la técnica, se aprenderá a expresar de modos más convincentes. Pero ninguna forma mejor adaptada que esa a la pictorialidad en que se basa la película para expresar la animación de lo inorgánico. Las palabras se integran, físicamente, en el decorado porque el propio decorado está vivo y habla.
Asistimos así a un encuentro entre lo espiritual y lo material del que resulta una intensificación del espacio, que se abre a realidades opuestas. La naturaleza, pese a su escasa presencia explícita, todo lo invade, pero es naturaleza daimonizada, animada, dotada de ánima, de alma, tal como la percibían los románticos. «Los espíritus están por todas partes», dice el acompañante de Francis al comienzo. Más que un mundo terrorífico, la película de Wiene nos presenta un mundo en un difícil equilibrio que en cualquier momento puede venirse abajo.
La confluencia entre lo luminoso y lo tenebroso tiene una plasmación especialmente hermosa en ese plano fascinante en que Cesare, al fondo —un fondo presidido por formas puntiagudas y agresivas— se introduce en la habitación de Jane, dotada de una insólita profundidad, que duerme plácidamente en un entorno virginal de formas suaves, blancas y onduladas. En un mundo donde conviven la inquietud y la calma, la claridad y las tinieblas, la iluminación se añade a los decorados como contribución decisiva a la atmósfera. Luces y sombras, generalmente violentas, abruptas y con escasos matices, marcan claramente la división entre los dos principios enfrentados.
Se ha criticado a la película el ponerlo todo en función del decorado, descuidando otros elementos que se suponen más característicamente cinematográficos como el manejo de la cámara o el montaje. No puedo estar de acuerdo con esa concepción apriorística de lo que se supone que debe ser el cine. La película está concebida como una sucesión de planos herméticos —y, desde luego, rigurosamente trabajados—, relativamente aislados unos de otros pues cada uno contiene todo lo que en ese momento importa. Dicho de otro modo, la obra no se apoya en la construcción narrativa, sino en una depurada arquitectura escénica. Que eso no se ajuste a lo que los partidarios de la narración convencional consideran condición sine qua non para hablar de buen cine no demuestra el fracaso de «Caligari», sino la estrechez mental de quienes pretenden elevar su criterio particular a condición de norma universal.
Que los decorados tienen vida por sí mismos, e incluso hablan, tiene una espléndida expresión en la escena en que el protagonista, vagando por las calles, recibe la revelación «¡Tú debes ser Caligari!», frase que podemos leer de forma reiterada en la pantalla, irregularmente repartida sobre la imagen. Se podrá decir que se trata de una muestra de las limitaciones del cine mudo frente a lo que, con el desarrollo de la técnica, se aprenderá a expresar de modos más convincentes. Pero ninguna forma mejor adaptada que esa a la pictorialidad en que se basa la película para expresar la animación de lo inorgánico. Las palabras se integran, físicamente, en el decorado porque el propio decorado está vivo y habla.
Asistimos así a un encuentro entre lo espiritual y lo material del que resulta una intensificación del espacio, que se abre a realidades opuestas. La naturaleza, pese a su escasa presencia explícita, todo lo invade, pero es naturaleza daimonizada, animada, dotada de ánima, de alma, tal como la percibían los románticos. «Los espíritus están por todas partes», dice el acompañante de Francis al comienzo. Más que un mundo terrorífico, la película de Wiene nos presenta un mundo en un difícil equilibrio que en cualquier momento puede venirse abajo.
La confluencia entre lo luminoso y lo tenebroso tiene una plasmación especialmente hermosa en ese plano fascinante en que Cesare, al fondo —un fondo presidido por formas puntiagudas y agresivas— se introduce en la habitación de Jane, dotada de una insólita profundidad, que duerme plácidamente en un entorno virginal de formas suaves, blancas y onduladas. En un mundo donde conviven la inquietud y la calma, la claridad y las tinieblas, la iluminación se añade a los decorados como contribución decisiva a la atmósfera. Luces y sombras, generalmente violentas, abruptas y con escasos matices, marcan claramente la división entre los dos principios enfrentados.
Se ha criticado a la película el ponerlo todo en función del decorado, descuidando otros elementos que se suponen más característicamente cinematográficos como el manejo de la cámara o el montaje. No puedo estar de acuerdo con esa concepción apriorística de lo que se supone que debe ser el cine. La película está concebida como una sucesión de planos herméticos —y, desde luego, rigurosamente trabajados—, relativamente aislados unos de otros pues cada uno contiene todo lo que en ese momento importa. Dicho de otro modo, la obra no se apoya en la construcción narrativa, sino en una depurada arquitectura escénica. Que eso no se ajuste a lo que los partidarios de la narración convencional consideran condición sine qua non para hablar de buen cine no demuestra el fracaso de «Caligari», sino la estrechez mental de quienes pretenden elevar su criterio particular a condición de norma universal.