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Voto de Ludovico:
10
6,7
1.229
24 de enero de 2016
25 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Inspirándose en «La muerte del rey Arturo», última parte del ciclo llamado «Lanzarote en prosa» (no confundir, pues, con el texto de Mallory), Bresson reescribe el mito centrándose en los amores de Lanzarote y Ginebra, si bien lo que a él le interesa no son los vaivenes de la historia amorosa, sino el ahondamiento en el alma de sus protagonistas, enfrentados a una crisis existencial tanto personal como social.
Bresson renuncia a incluir en su película todo elemento mágico, así como cualquiera de las imágenes o situaciones que la memoria colectiva asocia con la leyenda artúrica. Distanciándose de cualquier otro intento de llevar el tema a la pantalla, propone al espectador revivir la experiencia de un fracaso, el final de un mundo.
«Lancelot du Lac» es un proyecto concebido un cuarto de siglo antes de su realización. Con más de setenta años, Bresson es un hombre desencantado, escéptico, un tanto agnóstico (en el sentido etimológico), que contempla con amargura la insensatez del mundo que le rodea. Por eso, no hay que subestimar la parte de protesta, de rebelión contra el orden del mundo que hay en su película. Pero, ¿contra el orden que rige el mundo o contra el mundo mismo? No sé si Bresson diferenciaba entre ambas cosas...
La nada clara relación del cineasta con los planteamientos religiosos es tema debatido. Percibo una pugna trágica con una contradictoria inmanencia que parece revelar y negar a la vez la trascendencia. Creo que Bresson tuvo la honradez y la fuerza para mantenerse fiel a sus dudas, en una incómoda y difícil inestabilidad, lejos de tranquilizadoras certezas. Admite, yo creo, la irresolubilidad del conflicto y acepta la tensión, la contradicción, la imposibilidad misma de conocer, como paradójica fuente de conocimiento. Su incapacidad de alcanzar una conclusión, no por ignorancia, sino por exceso de lucidez, resuena con más agria y contundente desesperanza en sus últimos films, entre ellos «Lancelot du Lac».
Para Bresson la violencia del mundo no era circunstancial o episódica, característica de una época o una institución determinadas, sino consubstancial a la propia condición humana. Esa violencia estructural está presente en la película desde la primera imagen hasta la última, como fondo doloroso de la aventura interior de sus protagonistas. Un prólogo de dos minutos sintetiza su sombría visión de la aventura del graal. («La búsqueda del graal» es el texto que precede a «La muerte de Arturo» en el «Lanzarote en prosa»). Motivo para la reflexión: imágenes abiertamente violentas en un director que siempre ha evitado mostrar explícitamente la violencia.
Bresson no sigue la moda de la “desmitificación”; no hace su película desde el mito, pero tampoco contra él; se coloca a su lado y lo reescribe desde otra perspectiva más próxima a la mentalidad actual en cuanto al contenido crítico, al mundo interior de sus personajes y al lenguaje verbal, aunque manteniendo una asombrosa y difícil proximidad visual con las ilustraciones de los manuscritos medievales, fidelidad que no excluye otras influencias pictóricas posteriores (Paolo Ucello, Georges de la Tour). Aunque sus personajes tengan una complejidad muy superior a la que muestran las fuentes literarias —en especial, Ginebra— y no hablen como personajes del siglo V ni del XII, Bresson no los adorna con esos reflejos circunstanciales que cotidianizan al héroe mítico para convertirlo en hombre común. La interpretación ajena a todo dramatismo que Bresson exige a sus actores confiere un sentido ritualista y esencializante a sus actos e impide que la psicologización se adueñe de los personajes, salvaguardando de este modo su condición arquetípica. Surge así una relación muy compleja, que no es ni plenamente medieval, ni plenamente moderna, con el material original. Hay una deconstrucción que forma parte de la peculiar forma de hacer del realizador francés, basada —se ha dicho muchas veces— en la fragmentación, que devuelve todas las cosas a su más primaria materialidad, restaurándolas en la realidad que podían tener antes de adquirir un nombre, antes de que les hubiera sido asignada una función: proceso de purificación que les devuelve su primigenia aura de indefinición y de misterio. Cada espectador puede así re-construir “su” película, como si hubiera sido realizada para él solo. Esas imágenes de-significadas por la esquematización no mueren en la desposesión de sentido, sino que reviven en la exigencia de su recuperación.
Sequedad y aspereza en las imágenes, en los diálogos, en los sonidos. Bresson personifica la “vía seca”. Los combates son lo opuesto a las representaciones heroicas; las citas de amor, lo opuesto a las representaciones románticas. La deconstrucción temporal y espacial cuestiona el sentido habitual de la causalidad: los sucesos son tanto provocados por hechos pasados cuanto “atraídos” o “llamados” desde un final inevitable, hecho que justifica las frecuentes y conocidas elipsis bressonianas, a veces no fácilmente asimilables (sobre todo, en la segunda mitad del film).
El dilema que obsesiona a la mentalidad contemporánea cuando se enfrenta a datos del pasado —¿mito o historia?— es trascendido por Bresson de la única forma posible realmente creativa: ni lo uno ni lo otro. Todo se resuelve en experiencia interior que se sirve del mito y de la historia sin subordinarse a uno ni a otra. Asistimos así a una doble actualización del mito (“actualización”: traer al acto lo que estaba en potencia); doble, pues Bresson trabaja sobre la que los propios textos llevaron ya a cabo en su momento: la idea de caballería que reflejan corresponde a los siglos XII-XIII en que fueron redactados, no al siglo V en que se supone que se desarrollan los hechos. Nada hay de criticable en ello: estamos ante el proceso de “revivificación” a que todo mito por naturaleza invita y por el cual realiza su intrínseca intemporalidad que lo mantiene con vida y lo protege de convertirse en reliquia estéril e inoperante.
Bresson renuncia a incluir en su película todo elemento mágico, así como cualquiera de las imágenes o situaciones que la memoria colectiva asocia con la leyenda artúrica. Distanciándose de cualquier otro intento de llevar el tema a la pantalla, propone al espectador revivir la experiencia de un fracaso, el final de un mundo.
«Lancelot du Lac» es un proyecto concebido un cuarto de siglo antes de su realización. Con más de setenta años, Bresson es un hombre desencantado, escéptico, un tanto agnóstico (en el sentido etimológico), que contempla con amargura la insensatez del mundo que le rodea. Por eso, no hay que subestimar la parte de protesta, de rebelión contra el orden del mundo que hay en su película. Pero, ¿contra el orden que rige el mundo o contra el mundo mismo? No sé si Bresson diferenciaba entre ambas cosas...
La nada clara relación del cineasta con los planteamientos religiosos es tema debatido. Percibo una pugna trágica con una contradictoria inmanencia que parece revelar y negar a la vez la trascendencia. Creo que Bresson tuvo la honradez y la fuerza para mantenerse fiel a sus dudas, en una incómoda y difícil inestabilidad, lejos de tranquilizadoras certezas. Admite, yo creo, la irresolubilidad del conflicto y acepta la tensión, la contradicción, la imposibilidad misma de conocer, como paradójica fuente de conocimiento. Su incapacidad de alcanzar una conclusión, no por ignorancia, sino por exceso de lucidez, resuena con más agria y contundente desesperanza en sus últimos films, entre ellos «Lancelot du Lac».
Para Bresson la violencia del mundo no era circunstancial o episódica, característica de una época o una institución determinadas, sino consubstancial a la propia condición humana. Esa violencia estructural está presente en la película desde la primera imagen hasta la última, como fondo doloroso de la aventura interior de sus protagonistas. Un prólogo de dos minutos sintetiza su sombría visión de la aventura del graal. («La búsqueda del graal» es el texto que precede a «La muerte de Arturo» en el «Lanzarote en prosa»). Motivo para la reflexión: imágenes abiertamente violentas en un director que siempre ha evitado mostrar explícitamente la violencia.
Bresson no sigue la moda de la “desmitificación”; no hace su película desde el mito, pero tampoco contra él; se coloca a su lado y lo reescribe desde otra perspectiva más próxima a la mentalidad actual en cuanto al contenido crítico, al mundo interior de sus personajes y al lenguaje verbal, aunque manteniendo una asombrosa y difícil proximidad visual con las ilustraciones de los manuscritos medievales, fidelidad que no excluye otras influencias pictóricas posteriores (Paolo Ucello, Georges de la Tour). Aunque sus personajes tengan una complejidad muy superior a la que muestran las fuentes literarias —en especial, Ginebra— y no hablen como personajes del siglo V ni del XII, Bresson no los adorna con esos reflejos circunstanciales que cotidianizan al héroe mítico para convertirlo en hombre común. La interpretación ajena a todo dramatismo que Bresson exige a sus actores confiere un sentido ritualista y esencializante a sus actos e impide que la psicologización se adueñe de los personajes, salvaguardando de este modo su condición arquetípica. Surge así una relación muy compleja, que no es ni plenamente medieval, ni plenamente moderna, con el material original. Hay una deconstrucción que forma parte de la peculiar forma de hacer del realizador francés, basada —se ha dicho muchas veces— en la fragmentación, que devuelve todas las cosas a su más primaria materialidad, restaurándolas en la realidad que podían tener antes de adquirir un nombre, antes de que les hubiera sido asignada una función: proceso de purificación que les devuelve su primigenia aura de indefinición y de misterio. Cada espectador puede así re-construir “su” película, como si hubiera sido realizada para él solo. Esas imágenes de-significadas por la esquematización no mueren en la desposesión de sentido, sino que reviven en la exigencia de su recuperación.
Sequedad y aspereza en las imágenes, en los diálogos, en los sonidos. Bresson personifica la “vía seca”. Los combates son lo opuesto a las representaciones heroicas; las citas de amor, lo opuesto a las representaciones románticas. La deconstrucción temporal y espacial cuestiona el sentido habitual de la causalidad: los sucesos son tanto provocados por hechos pasados cuanto “atraídos” o “llamados” desde un final inevitable, hecho que justifica las frecuentes y conocidas elipsis bressonianas, a veces no fácilmente asimilables (sobre todo, en la segunda mitad del film).
El dilema que obsesiona a la mentalidad contemporánea cuando se enfrenta a datos del pasado —¿mito o historia?— es trascendido por Bresson de la única forma posible realmente creativa: ni lo uno ni lo otro. Todo se resuelve en experiencia interior que se sirve del mito y de la historia sin subordinarse a uno ni a otra. Asistimos así a una doble actualización del mito (“actualización”: traer al acto lo que estaba en potencia); doble, pues Bresson trabaja sobre la que los propios textos llevaron ya a cabo en su momento: la idea de caballería que reflejan corresponde a los siglos XII-XIII en que fueron redactados, no al siglo V en que se supone que se desarrollan los hechos. Nada hay de criticable en ello: estamos ante el proceso de “revivificación” a que todo mito por naturaleza invita y por el cual realiza su intrínseca intemporalidad que lo mantiene con vida y lo protege de convertirse en reliquia estéril e inoperante.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Sintetizando al extremo, podemos decir que nos encontramos ante el conflicto entre dos visiones del mundo: la tradicional-medieval de Lanzarote y la más crítica y personalista de Ginebra. Pero el ideal de Lanzarote fracasa por exceso de exigencia, y “el mejor caballero del mundo” va dando tumbos por la vida, perplejo y extraviado, a merced de cómo soplan los vientos, tratando ingenuamente de negociar con su destino. En su confusión interior, Lanzarote, escindido entre el ideal y el deseo, entre Dios y el mundo, encarnación de un orden cuyos cimientos se tambalean, llega a un punto en el que lo real se torna ininteligible: «¿Cómo entender que todo lo verdadero es falso?». ¿Y no es esa la pregunta a que toda búsqueda conduce, tanto hace quince siglos como ahora? Su último pensamiento no irá dirigido a Dios, sino a Ginebra. Los ciegos impulsos que empujan la historia se acaban imponiendo. Por eso el orden medieval debe morir. Esa última invocación de Lanzarote en el momento de caer muerto entre un amasijo de armaduras («¡Guenièvre!»), es como el epitafio que pone el punto final a un mundo y, de paso, a la propia película. El mundo artúrico ha terminado y de él solo parece quedar un montón de chatarra. Pero no nos confundamos: Bresson no critica el ideal caballeresco; más bien contempla —con el juicio en suspenso— la incapacidad de los hombres para hacer realidad unos ideales elevados que trataban de conjugar lo material con lo espiritual.
El ideal de Lanzarote (tan incomprendido desde la tendenciosa lectura que la mentalidad ahora dominante hace de ese período histórico) murió con el Medioevo, y el de Ginebra —una Ginebra mucho más fuerte, en realidad, que Lanzarote— no pasó de inspirar una efímera brillantez renacentista para hundirse luego en los tenebrosos caminos que condujeron a nuestro tiempo. Un poco al modo shakespeareano, al final todo se resuelve en catástrofe: Lanzarote, queriendo salvar a Ginebra, mata involuntariamente a Galván, su mejor amigo (interesante personaje, muy distinto al de las fuentes textuales); Arturo da muerte a Mordred, y él mismo y el propio Lanzarote caen en la batalla. El reino de Logres se derrumba. Las cosas no han podido acabar peor. Ningún desenlace literario de la historia artúrica es tan sombrío como el de la película de Bresson.
Tres momentos extáticos que no me resisto a subrayar: uno, el torneo (de compleja e insólita estructura); dos, Lanzarote y Ginebra caminando uno junto al otro hacia el campamento de Arturo (prerrafaelismo depurado de toda dimensión kitsch); tres, la invocación final de Lanzarote antes de derrumbarse definitivamente. Genial Bresson.
El ideal de Lanzarote (tan incomprendido desde la tendenciosa lectura que la mentalidad ahora dominante hace de ese período histórico) murió con el Medioevo, y el de Ginebra —una Ginebra mucho más fuerte, en realidad, que Lanzarote— no pasó de inspirar una efímera brillantez renacentista para hundirse luego en los tenebrosos caminos que condujeron a nuestro tiempo. Un poco al modo shakespeareano, al final todo se resuelve en catástrofe: Lanzarote, queriendo salvar a Ginebra, mata involuntariamente a Galván, su mejor amigo (interesante personaje, muy distinto al de las fuentes textuales); Arturo da muerte a Mordred, y él mismo y el propio Lanzarote caen en la batalla. El reino de Logres se derrumba. Las cosas no han podido acabar peor. Ningún desenlace literario de la historia artúrica es tan sombrío como el de la película de Bresson.
Tres momentos extáticos que no me resisto a subrayar: uno, el torneo (de compleja e insólita estructura); dos, Lanzarote y Ginebra caminando uno junto al otro hacia el campamento de Arturo (prerrafaelismo depurado de toda dimensión kitsch); tres, la invocación final de Lanzarote antes de derrumbarse definitivamente. Genial Bresson.