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Voto de Ludovico:
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Drama
Un viejo comunista, Spyros regresa a Grecia ya anciano, tras pasar los últimos 32 años en la Unión Soviética. Gracias a un permiso de unos días, el hombre puede volver a su hogar en su país natal. El regreso servirá para desenterrar fantasmas del pasado, y el reencuentro con su familia abrirá también heridas cerradas. (FILMAFFINITY)
10 de abril de 2018
15 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Angelopoulos se acerca al cine desde unos planteamientos políticos de izquierdas y se dice habitualmente que marxistas, aunque eso puede ser más discutible, tanto por su vinculación con el mito —escasamente encajable en los esquemas marxistas— como por alejarse de la esencial visión de la historia como desenvolvimiento progresivo de una racionalidad que se manifestaría en la linealidad del progreso. En todo caso, los presupuestos de su primera etapa —con su «trilogía de la historia»— pronto entran en crisis y a partir de «Viaje a Citera» su obra va a tener unas preocupaciones más ontológicas que políticas; las figuras personales, antes subordinadas a su función colectiva, se individualizan, y las estructuras míticas, antes cauce para la lectura de la historia política, serán en lo sucesivo la clave que hace inteligibles las trayectorias personales.
Esta irrupción de la individualidad se realiza, como el título de esta película indica, a través del viaje. El viaje es un símbolo, una metáfora, con variantes diversas: viaje al hogar original perdido, viaje a lo desconocido, viaje a los infiernos, etc., pero cuyo sentido siempre es, en última instancia, la búsqueda de uno mismo. En Angelopoulos, el viaje físico en el espacio se verá siempre acompañado de un viaje en el tiempo por la topografía imaginal de la memoria.
La película nos cuenta la historia de un antiguo militante comunista que tras la guerra civil griega (1946-1949) se ve obligado a exiliarse en la Unión Soviética y, treinta y dos años después, ya anciano, vuelve a Grecia a reunirse con su mujer y sus hijos a los que no había vuelto a ver desde entonces. Hay en la película ecos claros de la «Odisea» —el relato paradigmático de todos los retornos en la literatura occidental—, pero aunque Ulises se reencuentra con su Penélope —Spyros y Caterina, se llaman aquí— el mundo que encuentra el exiliado a su regreso no es el mundo que dejó. En treinta años, las sociedades occidentales han cambiado radicalmente.
A mediados del siglo pasado se produce un fenómeno importante, aunque poco se hable de él: la destrucción de los últimos vestigios de antiguas formas culturales, que, aun mediatizadas por las circunstancias políticas, resultaban decisivas para conferir un sentido a la existencia; en Grecia esas formas, que el desarrollo económico de los años sesenta abolió definitivamente, debieron de tener todavía la impronta de una cierta vivencia cósmica que el cristianismo ortodoxo, a diferencia del romano, había conservado. Piénsese, por ejemplo, en la partición del pan que hace Caterina y que convierte la comida en una liturgia, y, sobre todo, en el sentimiento de autoctonía que Spyros manifiesta y que le enfrenta a la comunidad, para la que la tierra no tiene ya más interés que el comercial. Los antiguos valores han sido sustituidos por un materialismo prosaico e inmediato, por la eficacia y el beneficio, dioses supremos en la religión del mercado. Spyros y Caterina, conciencia de una civilización que ha renunciado a lo que en ella quedaba de propiamente humano, se ven enfrentados a una colectividad que se somete gustosa a las leyes mercantiles. Angelopoulos plantea, pues, una crítica a la modernidad, pero ya no política —como podía haberla propuesto unos años atrás—, sino una crítica «existencial» en la que la melancolía histórica se funde con la nostalgia metafísica para denunciar una sociedad vacía de todo sentido profundo.
La batalla actual de Spyros no es política. Con sus viejos adversarios políticos hubiera podido incluso llegar a entenderse, como sugiere su enfrentamiento con Antonis y su tímido intento de acercamiento mutuo en torno a un cigarrillo. Pero Antonis abandona el pueblo, con su burro cargado con sus pertenencias, entre las que sobresale prominente un televisor, símbolo inequívoco de lo que realmente los separa y de su ya imposible reconciliación. En realidad, el adversario de Spyros ya no son unos seres humanos de distinta orientación ideológica, sino la comunidad uniformizada y despersonalizada por el consumo: el «pueblo», habría dicho Angelopoulos —según la retórica al uso— unos pocos años atrás, ficticia entelequia manejada por políticos de toda condición, al que el marxismo atribuyó el papel de guía revolucionario de la historia, y ahora defensor celoso del sistema. «Venderían el cielo si pudieran», dice Panayotis a su amigo en el cementerio, el primer lugar que Spyros ha ido a visitar en homenaje a la memoria que proporciona identidad al ser humano. Desde ahí, Spyros y Panayotis, observan la llegada de ese «pueblo», acercándose lenta y pesadamente, tan siniestro y amenazador como un ejército en marcha. Esa escena por sí sola marca toda la distancia que nos separa de la «trilogía de la historia».
Angelopoulos, a su manera, nunca dejó de ser de izquierdas, pero a partir de «Viaje a Citera» lo que le interesa no son las estructuras políticas, sino la recuperación del sentido de la existencia, tan desdeñado desde la izquierda como desde la derecha, tan ignorado por el poder político como por el ciudadano común. El desencanto experimentado con respecto al proyecto de transformación social se extiende también al terreno de la realización individual: si el conflicto se plantea en el ámbito de lo exterior, las posibilidades de triunfo por parte del individuo en su lucha contra el sistema son sencillamente nulas. Angelopoulos lo constata, y por eso algunos etiquetan esta película de «pesimista»; con razón, a condición de entender el pesimismo como la conciencia clara del desastre.
La historia de Spyros se plantea como una película dentro de otra: la que su hijo Alexander, cineasta, se dispone a rodar sobre el regreso de su padre. La separación entre ambas es tenue. No es, por otra parte, la película rodada por Alexander lo que fundamentalmente vemos, sino, más bien, la película imaginada por él a partir de su visión de un anciano que encuentra casualmente por la calle.
Esta irrupción de la individualidad se realiza, como el título de esta película indica, a través del viaje. El viaje es un símbolo, una metáfora, con variantes diversas: viaje al hogar original perdido, viaje a lo desconocido, viaje a los infiernos, etc., pero cuyo sentido siempre es, en última instancia, la búsqueda de uno mismo. En Angelopoulos, el viaje físico en el espacio se verá siempre acompañado de un viaje en el tiempo por la topografía imaginal de la memoria.
La película nos cuenta la historia de un antiguo militante comunista que tras la guerra civil griega (1946-1949) se ve obligado a exiliarse en la Unión Soviética y, treinta y dos años después, ya anciano, vuelve a Grecia a reunirse con su mujer y sus hijos a los que no había vuelto a ver desde entonces. Hay en la película ecos claros de la «Odisea» —el relato paradigmático de todos los retornos en la literatura occidental—, pero aunque Ulises se reencuentra con su Penélope —Spyros y Caterina, se llaman aquí— el mundo que encuentra el exiliado a su regreso no es el mundo que dejó. En treinta años, las sociedades occidentales han cambiado radicalmente.
A mediados del siglo pasado se produce un fenómeno importante, aunque poco se hable de él: la destrucción de los últimos vestigios de antiguas formas culturales, que, aun mediatizadas por las circunstancias políticas, resultaban decisivas para conferir un sentido a la existencia; en Grecia esas formas, que el desarrollo económico de los años sesenta abolió definitivamente, debieron de tener todavía la impronta de una cierta vivencia cósmica que el cristianismo ortodoxo, a diferencia del romano, había conservado. Piénsese, por ejemplo, en la partición del pan que hace Caterina y que convierte la comida en una liturgia, y, sobre todo, en el sentimiento de autoctonía que Spyros manifiesta y que le enfrenta a la comunidad, para la que la tierra no tiene ya más interés que el comercial. Los antiguos valores han sido sustituidos por un materialismo prosaico e inmediato, por la eficacia y el beneficio, dioses supremos en la religión del mercado. Spyros y Caterina, conciencia de una civilización que ha renunciado a lo que en ella quedaba de propiamente humano, se ven enfrentados a una colectividad que se somete gustosa a las leyes mercantiles. Angelopoulos plantea, pues, una crítica a la modernidad, pero ya no política —como podía haberla propuesto unos años atrás—, sino una crítica «existencial» en la que la melancolía histórica se funde con la nostalgia metafísica para denunciar una sociedad vacía de todo sentido profundo.
La batalla actual de Spyros no es política. Con sus viejos adversarios políticos hubiera podido incluso llegar a entenderse, como sugiere su enfrentamiento con Antonis y su tímido intento de acercamiento mutuo en torno a un cigarrillo. Pero Antonis abandona el pueblo, con su burro cargado con sus pertenencias, entre las que sobresale prominente un televisor, símbolo inequívoco de lo que realmente los separa y de su ya imposible reconciliación. En realidad, el adversario de Spyros ya no son unos seres humanos de distinta orientación ideológica, sino la comunidad uniformizada y despersonalizada por el consumo: el «pueblo», habría dicho Angelopoulos —según la retórica al uso— unos pocos años atrás, ficticia entelequia manejada por políticos de toda condición, al que el marxismo atribuyó el papel de guía revolucionario de la historia, y ahora defensor celoso del sistema. «Venderían el cielo si pudieran», dice Panayotis a su amigo en el cementerio, el primer lugar que Spyros ha ido a visitar en homenaje a la memoria que proporciona identidad al ser humano. Desde ahí, Spyros y Panayotis, observan la llegada de ese «pueblo», acercándose lenta y pesadamente, tan siniestro y amenazador como un ejército en marcha. Esa escena por sí sola marca toda la distancia que nos separa de la «trilogía de la historia».
Angelopoulos, a su manera, nunca dejó de ser de izquierdas, pero a partir de «Viaje a Citera» lo que le interesa no son las estructuras políticas, sino la recuperación del sentido de la existencia, tan desdeñado desde la izquierda como desde la derecha, tan ignorado por el poder político como por el ciudadano común. El desencanto experimentado con respecto al proyecto de transformación social se extiende también al terreno de la realización individual: si el conflicto se plantea en el ámbito de lo exterior, las posibilidades de triunfo por parte del individuo en su lucha contra el sistema son sencillamente nulas. Angelopoulos lo constata, y por eso algunos etiquetan esta película de «pesimista»; con razón, a condición de entender el pesimismo como la conciencia clara del desastre.
La historia de Spyros se plantea como una película dentro de otra: la que su hijo Alexander, cineasta, se dispone a rodar sobre el regreso de su padre. La separación entre ambas es tenue. No es, por otra parte, la película rodada por Alexander lo que fundamentalmente vemos, sino, más bien, la película imaginada por él a partir de su visión de un anciano que encuentra casualmente por la calle.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Mediado el film, salimos por unos minutos de la película «imaginada» y encontramos a Alexander en su oficina, (donde sendos carteles de «Los cazadores» y «El viaje de los comediantes» nos sugieren la asociación de Alexander con Angelopoulos) y ahí, por primera y única vez, se menciona el nombre de Citera, cuya presencia en el título resulta misteriosa. Sin duda, el asunto tiene relación con el poema del mismo título que figura en «Las flores del mal» de Baudelaire. Allí, un personaje que se aproxima a la isla de Citera alcanza a distinguir un patíbulo con un hombre ahorcado, y, al acercarse más, comprueba que el ahorcado es él mismo. En el guión original de la película figuraba una escena —posteriormente suprimida— en la que el protagonista sigue a una mujer que encuentra en la calle y que le conduce hasta una casa, en cuyo interior verá las fotografías de un entierro. Al observarlas de cerca, constata que el muerto en el ataúd es él mismo.
Otro aspecto misterioso son las imágenes móviles de la galaxia que vemos como fondo de los créditos y que ninguna relación guardan con el contenido del film. ¿Son acaso una expresión —como propone Sylvie Rollet— de la idea de que no habría formas fijas e inmóviles y no se puede pensar el ser y la forma de las cosas fuera del tiempo?, ¿de que solo puede haber formas en el tiempo, «informadas» por el tiempo? De ser así, esa cita visual «antiplatónica», confrontada con la del «Alcibíades» que abre «La mirada de Ulises», podría ser un indicador del trayecto ideológico seguido por el cineasta.
«El alma de una película —decía Dreyer— se manifiesta a través del estilo». Angelopoulos renuncia a los recursos narrativos convencionales, para construir un estilo «contemplativo» basado, sobre todo, en su figura estilística fundamental, el plano secuencia. Este tiende a generar un ritmo pausado, y es sobre todo su «lentitud» lo que muchos critican a este director; crítica banal, pues ¿cuál es el ritmo justo de una película? El cine-espectáculo nos ha acostumbrado a un ritmo frenético, tan demencial como el que rige todo en esta sociedad neurótica. El plano-secuencia —que «deja pensar», como decía Miklós Jancsó— favorece una vivencia radicalmente distinta: es una mirada contemplativa la que así se propone al espectador y de la que este puede participar, si su ansiedad y su desequilibrio mental no se lo impiden.
Pero no es el plano secuencia lo único que caracteriza la forma de hacer de Angelopoulos. Sus travellings o panorámicas de 360º parecen reflejar su búsqueda de totalidad, su esfuerzo por que nada se le escape; en esta película encontramos el ejemplo probablemente más brillante de su carrera: el plano en que la cámara da, no un giro completo, sino dos, en torno a la figura de Spyros, que espera con Caterina en una dependencia del puerto; plano que me parece en relación directa con otro, anterior, al que prolonga y responde: Spyros, en el cementerio, en compañía de Panayotis, comienza a danzar entre la tumbas; lo veremos, a lo lejos, bailando con los brazos extendidos sobre la línea inclinada del horizonte, en una imagen que fácilmente nos recordará la danza de la muerte al final de «El séptimo sello». En la escena en la dependencia del puerto los términos se invierten, y es la muerte misma la que parece haberse apropiado de la cámara y danzar, invisible, en torno a Spyros, que intuye su presencia intangible, su amenazadora cercanía; en esta intensa e inquietante toma, de dos minutos y medio, con la cámara en constante movimiento y que contiene el único primer plano de toda la película, Spyros dialoga con la muerte: «Cinco veces te engañé», dice, aludiendo a su salida de Asia Menor y a las cuatro condenas a muerte mencionadas por Antonis. No habrá una sexta. Spyros y Caterina, personajes anacrónicos que aún conservan conciencia de ser, se perderán, sobre una plataforma flotante a la deriva, en la inmensidad del mar, entre la niebla, hacia su exilio definitivo fuera de este mundo.
Otro aspecto misterioso son las imágenes móviles de la galaxia que vemos como fondo de los créditos y que ninguna relación guardan con el contenido del film. ¿Son acaso una expresión —como propone Sylvie Rollet— de la idea de que no habría formas fijas e inmóviles y no se puede pensar el ser y la forma de las cosas fuera del tiempo?, ¿de que solo puede haber formas en el tiempo, «informadas» por el tiempo? De ser así, esa cita visual «antiplatónica», confrontada con la del «Alcibíades» que abre «La mirada de Ulises», podría ser un indicador del trayecto ideológico seguido por el cineasta.
«El alma de una película —decía Dreyer— se manifiesta a través del estilo». Angelopoulos renuncia a los recursos narrativos convencionales, para construir un estilo «contemplativo» basado, sobre todo, en su figura estilística fundamental, el plano secuencia. Este tiende a generar un ritmo pausado, y es sobre todo su «lentitud» lo que muchos critican a este director; crítica banal, pues ¿cuál es el ritmo justo de una película? El cine-espectáculo nos ha acostumbrado a un ritmo frenético, tan demencial como el que rige todo en esta sociedad neurótica. El plano-secuencia —que «deja pensar», como decía Miklós Jancsó— favorece una vivencia radicalmente distinta: es una mirada contemplativa la que así se propone al espectador y de la que este puede participar, si su ansiedad y su desequilibrio mental no se lo impiden.
Pero no es el plano secuencia lo único que caracteriza la forma de hacer de Angelopoulos. Sus travellings o panorámicas de 360º parecen reflejar su búsqueda de totalidad, su esfuerzo por que nada se le escape; en esta película encontramos el ejemplo probablemente más brillante de su carrera: el plano en que la cámara da, no un giro completo, sino dos, en torno a la figura de Spyros, que espera con Caterina en una dependencia del puerto; plano que me parece en relación directa con otro, anterior, al que prolonga y responde: Spyros, en el cementerio, en compañía de Panayotis, comienza a danzar entre la tumbas; lo veremos, a lo lejos, bailando con los brazos extendidos sobre la línea inclinada del horizonte, en una imagen que fácilmente nos recordará la danza de la muerte al final de «El séptimo sello». En la escena en la dependencia del puerto los términos se invierten, y es la muerte misma la que parece haberse apropiado de la cámara y danzar, invisible, en torno a Spyros, que intuye su presencia intangible, su amenazadora cercanía; en esta intensa e inquietante toma, de dos minutos y medio, con la cámara en constante movimiento y que contiene el único primer plano de toda la película, Spyros dialoga con la muerte: «Cinco veces te engañé», dice, aludiendo a su salida de Asia Menor y a las cuatro condenas a muerte mencionadas por Antonis. No habrá una sexta. Spyros y Caterina, personajes anacrónicos que aún conservan conciencia de ser, se perderán, sobre una plataforma flotante a la deriva, en la inmensidad del mar, entre la niebla, hacia su exilio definitivo fuera de este mundo.