Aquí de nombre, Max, que me encanta. Doctor norteamericano, rubio, fuerte, simpático y atormentado, este señor marca la diferencia allá donde vaya. Yo creo sinceramente que si aparece un hombre como él entre esta miseria de «La ciudad de la alegría» lo más lógico es pensar que ha bajado un ángel a la Tierra. O un dios, para qué ser modestos.

Claro, que este dios es un exiliado de su paraíso, así que tendrá que encontrar el camino de vuelta. Este camino es tortuoso, duro, sufrido y sacrificado, y es cierto que no todos estamos hechos de la pasta del sacrificio. Lo heroico, que no suele ser grandilocuente ni aparecer en las noticias, es tan sencillo como ayudar al prójimo y amarle por encima de ti mismo. El mensaje es hermoso. Roland Joffé, que se basa en la novela homónima de Dominique Lapierre, remueve un tanto las conciencias y plantea una defensa del compromiso hacia los oprimidos y hacia las injusticias que nos rodean, lo que siempre es de agradecer, y más si se pone sobre el tapete la realidad de los países más necesitados aunque quede mal y paternalista. Hay vida más allá de Occidente.

Por suerte o por desgracia, la película no hace un estudio especial sobre los problemas y conflictos que surgen, y la historia navega entre la alegría, el costumbrismo hindú y los pequeños dramas diarios. Optimista y colorista. Lluviosa y calurosa.

¿Huyes, miras o te implicas?