Por llamarlo de alguna manera, claro. Que en tu recién estrenada casa ocurran cosillas raras es para que uno empiece a volverse loco, tal y como le ocurre al padre de familia George, a quien la casa le pone un mal cuerpo tremendo por razones nunca esclarecidas del todo, aunque intuidas. Por ejemplo: ¿cómo debemos interpretar ese parecido físico asombroso que tiene George con cierto personaje?

El mayor problema de «Terror en Amytiville» no radica en su trama paranormal sino en la humana, porque es en el comportamiento de los personajes donde este trabajo desbarra. Empezando por la actitud del sacerdote Bolen, que no reacciona, pasando por la monja, que viene y se va sin dar explicaciones, o la niñera y su crisis autodestructiva dentro de un simple armario; y terminando con la protagonista Kathy, quien, entre otras lindezas, ve que su marido está pálido y nervioso y lo único que se le ocurre es decir que tiene un virus. ¿Un virus que le hace despertarse todas las noches a las 3:15 de la mañana? Hombre, no. Los niños desaparecen como a mitad de película y con ello se desaprovecha el enorme conflicto que podría suponer la percepción de los pequeños y el choque con su padrastro. Del mismo modo, la niña Amy resulta odiosa, totalmente odiosa. La interacción entre todos ellos es fallida por inverosímil, por plana, por anormal.

Los fenómenos misteriosos no abundan y los que se muestran son muy llamativos, tanto que me pregunto hasta dónde son fieles a los hechos reales, que lo fueron. No se pasa ningún miedo, y a lo sumo cierta inquietud al imaginarnos dentro de esa casa con rostro en medio del campo desolado. Sí hay una escena junto a una ventana que tiene su aquel, pero pasa volando. Larga y sin encanto. De terror, nada.