De Kissinger a la mierda. Un largo invierno.
Une con habilidad la intrahistoria en formato clásico de aventuras de toda la vida con héroe conservado en alcohol, caído en desgracia de forma trágica, que trata de redimirse sacrificándolo todo, en verdad nada tiene que perder ya, por un amigo en tierra muy peligrosa, con chica guapa y buena y lista y dura, peligros, reencuentros, encontronazos, villanos, rencores, intrigas y toda la parafernalia que nos ocupa en estos casos de espionajes internacionales y otras malas hierbas; con la gran historia de mirada posmoderna donde nunca se acaba de saber del todo dónde empieza lo bueno y acaba lo malo, quién es tu amigo/aliado o tu enemigo/traidor, quién te mata o por quién mueres, un terreno pantanoso lleno de aguas fétidas donde las fronteras se diluyen, la moral se escurre o encoge, aterida de frío, y el bien y el mal juegan una partida de póquer con los ojos vendados.
Pero por encima de todo, es una película entretenida, un puro divertimento, el juego del escondite, del ratón y el gato, la pasamos padre, hermano.
Jon Hamm es una presencia que mejora todo lo que toca, una especie de Clint Eastwood en pequeño, castigador, canalla, sobrio, viril, inteligente, limitado como actor, pero muy agradecido y aprovechable.
Y ella, Rosamunda, es estupenda, fría, intensa, extraña, atractiva, misteriosa y delgada.
El elenco, la dirección, el escenario, todo arropa para que se vea/disfrute un buen espectáculo, superficialmente hermoso, maravillosamente liviano, jugosamente sabroso.
Beirut como cruce ominoso de tiempos, razas y religiones, de eternas peleas irresueltas, deudas insatisfechas y graves agravios, de guerra infinita; Israel contra todos y con la ayuda inestimable del amigo americano siempre tan bien predispuesto a echar una generosa mano no siempre al cuello.
Película que refleja los manejos del Imperio cuando se va a sembrar el bien general y procurar la paz perfecta de misiones al extranjero, muy buena gente que evangeliza a pesar de todo, en lucha con el mundo y entre ellos mismos, con las inevitables corruptelas que a todos asolan y el siempre presente conflicto morrocotudo de intereses, un síntoma de todo lo demás, del infinito nudo gordiano, enrollado y enroscado, absoluto, universal, desde el nacimiento hasta la muerte que es la vida, si nadie lo remedia.
Bien. Bastante bien.