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Voto de Hartmann:
9
Ciencia ficción. Intriga Un científico es enviado a la estación espacial de un remoto planeta cubierto de agua para investigar la misteriosa muerte de un médico. Adaptación del clásico de ciencia-ficción del escritor polaco Stanislaw Lem. (FILMAFFINITY)
10 de septiembre de 2007
56 de 79 usuarios han encontrado esta crítica útil
Suscribo por completo la crítica de Andron y en buena medida la de Listo Comics. En su día se quiso presentar a Solaris como la réplica soviética de 2001, pero quien busque en esta obra una emulación de la de Kubrick saldrá decepcionado.
Ambas tienen en común su gran nivel, su militancia en el terreno de la ciencia ficción y su ritmo lento y pausado, pero ahí se acaban los parecidos. La parsimonia de 2001 invita a la contemplación, la de Solaris a la reflexión. La extraordinaria película de Kubrick se plantea como un glorioso espectáculo visual en el que los diálogos son casi inexistentes y casi siempre totalmente insustanciales: dice más con un vals que con todas las frases de la cinta. Solaris reduce el recurso a los efectos especiales a la mínima expresión, pero tanto sus diálogos como sus monólogos nos son imprescindibles, no tanto para entender lo que sucede como para valorar la posición de cada uno de los protagonistas ante el misterio que se les presenta. En 2001, el personaje más carismático y complejo resulta ser un ordenador; aquí, todos los personajes son de carne y hueso, incluso la recreación de Hari, y se construyen sobre un soberbio recital interpretativo en el que los actores son capaces de decirnos más con una mirada o un oportuno silencio de lo que dicen muchos estereotipos parlanchines de cierto cine posterior.

No hay “pérdidas de rumbo” en Solaris, si acaso algunas arritmias en su tramo inicial, como la del largo e hipnótico viaje en coche, y ésa es la única crítica razonable que podríamos plantear.
La riqueza de lecturas de esta obra no admite resumen, y aburrirá a quien busque acción física antes que intelectual o sentimental. Solaris es una bellísima (y desoladora) historia de amor, pero también mucho más. Es, por ejemplo, la ambigüedad con la que se plantea el juego entre los humanos y el océano hasta difuminar las diferencias entre observador y observado. Al final resulta evidente que Solaris estudia a sus exploradores tanto o más que éstos a él, materializando los fantasmas de cada uno con consecuencias a veces trágicas. Pero va mucho más allá que ellos: les interroga, ¿les juzga? y, en cierto sentido, intenta educarles.
La lección que les da es difícil: los cosmonautas han salido al encuentro de lo extraño antes de conocerse siquiera a sí mismos. Para el atormentado protagonista, su esposa Hari ha sido tan enigmática e insondable como el simulacro reencarnado por el océano. ¿Cómo conocer entonces la naturaleza de un alienígena si ni siquiera comprendemos a nuestros congéneres, incluso a los más próximos? Y sin embargo, y ahí está la aparente paradoja, Solaris sugiere que resulta imposible conocerse a uno mismo sin intentar conocer lo que nos es ajeno.

Acierta uno de los protagonistas al afirmar que a la hora de afrontar lo trascendente los antiguos fueron más lúcidos que nosotros. Tarkovsky no es un antiguo, pero su intento de tender puentes hacia ellos sobre el océano de la banalidad resulta encomiable.
Hartmann
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