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Voto de Hartmann:
6
Drama Howard Roark (Gary Cooper) es un arquitecto vanguardista, ávido de romper con todo lo hecho hasta ahora en los terrenos de la arquitectura. Dominique Francon (Patricia Neal) es una columnista del periódico The Banner de New York que también ama la individualidad y todo lo que libere al hombre de la esclavitud de las ideas. Juntos, pero "separados", iniciarán una guerra contra el mundo de lo convencional. (FILMAFFINITY)
21 de mayo de 2009
196 de 286 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ayn Rand, autora del guión de esta película (y de la novela que dio origen a ambos), está considerada como una de las referencias del pensamiento liberal del siglo XX, sobre todo en su país de acogida, EEUU. En principio el carácter marcadamente ideológico de su obra no debería presentar mayor inconveniente de no ser porque en este caso la exposición de sus ideas consigue carcomer toda la estructura narrativa. Que una película implique una carga ideológica no la convierte automáticamente en programa político, pero este título carece de la entidad y la sutileza imprescindibles para remontar su carácter doctrinario: en efecto, cada monólogo es un discurso, cada frase una arenga, cada diálogo un manifiesto. Y lo que es peor, el mensaje se repite de manera constante y sin variaciones que justifiquen tanta reiteración. Lo que le endosaron a Vidor, más que un guión, fue un panfleto.

Con semejantes cimientos resultaba difícil erigir una obra destacable, más cuando Rand marcó en corto el trabajo del director. Pero lo cierto es que a los defectos (individuales) de la guionista se sobrepusieron los aciertos (colectivos) de un equipo de incuestionable talento que fue capaz de capear el temporal demostrando su valía incluso sobre las carencias argumentales. Entre los intérpretes, Cooper sabe convertir a su estereotipo en un ser de carne y hueso; la prueba es que casi logra convencernos de que su testarudez es integridad, su arrogancia altura de miras y su egoísmo cuestión de principios. Patricia Neal arranca con un registro dubitativo y sobreactuado, pero cobra aplomo a medida que avanza el metraje hasta lograr aguantar el tipo ante sus contrapartidas masculinas. Pero si hay un rey de la función ése es Raymond Massey, soberbio como el cínico mecenas del arquitecto, único papel de cierta enjundia y que se ve ayudado por la mordacidad de sus diálogos para desmarcarse del esquematismo. La dirección de Vidor peca en ocasiones de ese exceso de énfasis a que era tan dado, pero en conjunto resulta brillante: memorable el encuentro en la cantera, en el que la tensión entre la pareja protagonista se plasma en un magistral juego de planos y encuadres en el que Cooper da la réplica a la pose de superioridad de Neal (subrayada por el contrapicado) a golpe de aplomo; y destacable también la despedida final en el despacho del director del periódico con ese plano general que subraya la soledad del que se sabe derrotado. Pero tales logros en lo formal hubieran resultado imposibles sin el concurso de la magistral fotografía de Burks, que convierte cada fotograma en un estudio de luces y contrastes sólidamente apoyado en la eficaz partitura de Steiner.

Paradójicamente, el éxito de esta compenetración del equipo responsable de la cinta constituye en sí mismo la refutación de las tesis ideológicas que nos plantea su guionista, y es lo que justifica el visionado de una obra que sobre mejores cimientos podría haber ganado mayor altura y llegar a clásica.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Hartmann
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