No se puede defender esta película, ni ninguna otra, aseverando que su propósito es causar desagrado y asco en el espectador y que al conseguirlo su misión esta cumplida y por tanto es adecuado adorarla y subirla a los altares del cine independiente, del cine de culto, del cine de autor, ese paraíso demagógico donde todo vale con tal de saltarse las reglas de lo convencional en aras de abrir nuevas vías para la expresión artística. El film no sólo es inclasificable y enfermizo sino también pestilente e indigno, un collage de imágenes desestabilizadas con voz en off mezcladas con varias historias que respetan cierta cordura narrativa y que de haber sido mejor explotadas podrían haber dado como producto algo más soportable. Los personajes, lo más acertado de la cinta, más que actores parecen seres recién sacados de las calles de la América profunda y dos o tres escenas realmente causan conmoción, pero se diluyen en el paseo insufrible que resulta el film. Por momentos recuerda al “Barrio” de León de Aranoa por la marginalidad sin límites de lo presentado en pantalla y por el protagonismo de los adolescentes pero a diferencia de esta Korine ha querido dar un paso más en su búsqueda del santo grial y se ha despeñado (y a nosotros con él) en un trasiego de gatos muertos, cejas depiladas y bolsas de pegamento listas para ser inhaladas.