Superficialmente, podemos limitar el cine de Peter Greenaway a la trasgresión moral y estética; pero en el fondo, quien esté dispuesto al esfuerzo, puede disfrutar de un sesudo ejercicio intelectual.

En El niño de Mâcon, Greenaway parece querer representar, de manera excesiva y con intención claramente perturbadora, el uso que el poder hace de la superstición y la ignorancia del pueblo, y, aunque hay quien tache al autor de elitista, este, nos hace democráticamente cómplices y partícipes; espectadores de un filme con forma de obra teatral de cuyo palco formamos parte explícita. Obra que narra el espeluznante aprovechamiento que se hace de un niño, cuyo extraordinario nacimiento se compara a la Concepción de Jesús, y al que por ello, se atribuyen propiedades milagrosas.

Como es habitual en el cine de Greenaway, la meticulosa y detallista puesta en escena, la iluminación y la composición de los encuadres están basados en el arte de la pintura. Además, en esta ocasión, el autor utiliza también la iconografía religiosa del siglo XVIII para presentarnos una obra que, a pesar de su tono exagerado, borra los límites entre la ficción que representa y la realidad de una época igual de macabra.