Película que se sustenta sobre dos valiosas columnas. Una de ellas la forma el marco en el que se desarrolla la trama. Tanto el local donde Marcello, su protagonista, ejerce su profesión como el barrio en el que se ubica, degradado, hostil, perdido en el medio de ninguna parte, le dan carácter al relato, manifestándose como un protagonista más de la historia. Por otro lado, Marcello, al que da vida un impecable Marcello Fonte, se erige en el alma del film. Es en su enjuto rostro donde percibimos las huellas, cicatrices y estados de ánimo por los que atraviesa la película.

Matteo Garrone, que demuestra buena mano al abordar una historia realista, en la que el in crescendo de la violencia parece desde el primer momento inevitable, centra el relato en él y en su entorno, como si fuese un aventurero perdido en medio de una selva en la que debiera sobrevivir. Hay pocos momentos de alivio, de respirar algo de paz para de inmediato volver a luchar contra el acoso y derribo al que es sometido y que le hará llegar al límite. Como el David Summer de “Perros de paja”, Marcello experimentará un proceso de transformación, de pacífico ciudadano a bestia sin escrúpulos, como un perro contagiado por la rabia. Todo presentado con ese aire neorealista que hace que a uno, si cabe, se le hiele más la sangre.

Lo mejor: Marcello, actor y protagonista, tanto monta, monta tanto.

Lo peor: el rescate del perro.