Vivo reflejo de la época de Fitzgerald, autor de la novela en que se basa y de su esposa, la locatis Zelda, "El gran Gatsby", retrata los jugueteos de un trágico-pero-apuesto millonario y su cohorte de amigos de clase alta, en la Norteamérica de los locos años 20. Los ricos se pasan gran parte de la película retozando sobre el césped de las mansiones e intercambiando miradas lánguidas y cuando la tarde declina, se retiran para sufrir, de una manera que sólo puedo calificar de vaporosa, en sus lujosos aposentos.

Todo el mundo parece bastante alegre (fiestón) y atormentado (resaca), así sucesivamente. La fotografía rezuma como un pringue luminoso que da bastante repelús y que a poco que te acerques amenaza con desbordar de la pantalla y metérsete en los ojos como un vertido de melaza tóxica.

Bonitos vestidos, mucho vacío existencial -todos sabemos que los ricos en las películas, además de follar sin sudar, siempre están hastiados de la vida, lo cual sin duda es una táctica subliminal para que te sientas bien siendo pobre y no pidas aumentos de sueldo- y un ritmo cataléptico que te hará plantearte alguna que otra vez si no estabas juzgando con demasiada dureza al bueno de Tarkovski.

En resumen, igualito que un anuncio largo de Freixenet. Gente guapa, argumento mínimo y un montón de burbujas. Y el regusto amargo del champán en la trastienda de la lengua.