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España España · Calafell
Voto de kakihara:
8
Drama Jîn es una especie de Caperucita Roja: una muchacha de 17 años decidida a sobrevivir y a disfrutar de la vida a cualquier precio: un objetivo que le llevará a abrirse camino con coraje por bosques tenebrosos. Siguen días en los que, en completa soledad, se oculta de los miembros de la organización, pero también de las fuerzas de seguridad. Su objetivo es llegar a la gran ciudad y alcanzar su sueño de conocer nuevos y más amplios ... [+]
10 de mayo de 2014
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
///¡¡Atención, SPOILERS!!///

Sublime película del director turco de Estambul Reha Erdem que aborda el conflicto kurdo desde una seriedad y originalidad encomiables. No vemos en ella un cúmulo de atrocidades, como de costumbre. Ni un discurso centrado en lo político. Ni una exaltación patriótica de ninguno de los dos bandos (kurdo o turco). Apenas hay diálogo. Lo que vemos es un retrato bello y evocador de una joven de 17 años llamada Jîn (que significa “vida” en kurdo), y que ha pasado su adolescencia conviviendo con la guerrilla del PKK en las montañas del Kurdistan.

El film de Erdem abre con un prólogo de casi 7 minutos en el cual se describe la fauna y vegetación del Kurdistan de Turquía (o Kurdistan del Norte, como lo llaman los nativos). Tortugas, lagartos y ciervos son bellamente fotografiados, acompañados de un tema de violloncello que es dual como el mismo pueblo kurdo: bello y triste. De pronto, nos encontramos con un plano que resume toda la película: un entramado de frondosa vegetación inunda el cuadro, y en el fondo del mismo, en el pequeño espacio que separa una hoja de la otra, apreciamos un ojo, inmóvil durante unos segundos. Tan inmóvil que no reparamos en él hasta que desaparece lentamente. Se trata ni más ni menos que de la presentación de Jîn (bellísima y carismática Deniz Hasgüler), la joven que, debido a la naturaleza del conflicto en el que se ve sumergida, vive integrada en esa naturaleza salvaje. Forma parte del paisaje, como un auténtico camaleón. Pronto veremos caer las bombas sobre esas tierras vírgenes y recónditas. Un desvirgamiento en toda regla. Al parecer, el paisaje idílico que Erdem nos invitaba a visitar, se trata en realidad de un campo de batalla. Pero la cámara sigue allí, fiel a lo que le interesa mostrar: vegetación. Fauna. Y la sombra de Jîn. Todo lo demás es supérfluo, percibido de modo distante: la invisible fuente que origina las bombas (del lado turco), o el anónimo deambular de unos guerrilleros kurdos cuyos rostros no atinamos a reconocer.

La noche empieza a abrazar las montañas. Vemos a los guerrilleros kurdos apostados en una cueva situada en lo alto de una montaña, junto a una hoguera (el fuego, elemento clave en esta cultura desde los tiempos de Zaratustra). Oímos una de las canciones más bellas de la cultura kurda; “Daye” (“Madre”). La canción la canta una compañera de guerrilla de Jîn y, con tono triste y nostálgico, versa sobre la añoranza por un padre y una madre; sobre lo difícil que es separarse de ellos para emprender el camino hacía una probable muerte (no en vano, los guerrilleros kurdos son más conocidos como “Pêshmergas” –“los que se adelantan a la muerte”-). En este preciso instante, esa canción capaz de remover cielo y tierra, parece indicar el final de la empresa de Jîn, que se abraza a su compañera y, escoltada por la negrura de la noche, escapa de su grupo montañas abajo.

Jîn iniciará así su particular odisea (no lo olvidemos, estamos ante una road-movie pura y dura), que se prolongará durante la hora y media de metraje restante. En su camino hacia los poblados donde pueda abastecerse de ropa que no la delate como “Terrorista” (así llama el ejército a la guerrilla) y coger un autobús para abandonar esa remota región que limita con las fronteras de Siria, Irak e Irán (se mencionan pequeñas aldeas pero nunca se aclara la localización de la historia), Jîn se encontrará con nuevos y peligrosos animales (un oso o un lince), resultando estos sorprendentemente inofensivos para la guerrillera. Un hecho a tener en cuenta, pues cuando la joven entre en contacto con los humanos, vivirá un auténtico infierno (desde hacer cientos de kilómetros a pié y sentirse una inmigrante en su propia tierra, hasta sufrir intentos de violación, agresiones y encarcelamientos). La parábola en la que nos sumerge Erdem es sumamente perturbadora: El mundo que hay allí abajo, deprimente y solitario, lleno de turcos que fueron recolocados en esas tierras durante los procesos de turquización de los años 60*, es para Jîn, incluso más hostil que las propias montañas y la cruenta guerra que se libra en ellas. La joven hará uso de su olfato de superviviente (detectando a leguas aquellos desconocidos de los que desconfiar) y su instinto de supervivencia la llevará de un lado a otro hasta que se percate de que su verdadero hogar, desgraciadamente, se encuentra en las mismas montañas de las que huyó. Pero no junto a la guerrilla, a la que no podrá regresar debido a su “delito” de deserción. Sino junto a aquellos animales que la ven como a una igual; una de los suyos.

Mención especial para ese extraño y evocador plano final, con una mirada a cámara que nos obliga a interactuar con la joven Jîn; a hacernos partícipes de esa imagen-símbolo final.

Una pequeño y extraño diamante a descubrir.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
kakihara
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