Media votos
5,8
Votos
2.627
Críticas
91
Listas
89
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Mis críticas favoritas
- Contacto
-
Compartir su perfil
Voto de GVD:
7
7,5
3.114
Drama. Romance
Año 1909. En el transcurso de una huelga general, Henrik, un humilde estudiante de Teología, conoce a una chica de una familia de clase alta a la que todos adoran, sobre todo su padre. Entre ellos nacerá, a pesar de la oposición familiar, una larga historia de amor que encarna la lucha contra el rígido sistema de clases dominante. Se basa en la historia de los padres de Bergman. (FILMAFFINITY)
5 de noviembre de 2010
26 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un principio, el tono de "Las mejores intenciones" parece conciliador. Da la impresión de que Bergman pretende plasmar la relación de sus padres de un modo entre romántico y nostálgico, por completo exento de tenebrismos. Así, las discusiones son totalmente inocentes y la confesión de los dos protagonistas de un ramillete de defectos se queda en un mero juego.
Y las miradas (motor indiscutible de la película), como reflejo de todo ello, están cargadas de ilusión. Con ellas, la imagen se vuelve cálida y luminosa.
Sobre esta relación sólo planea, aparentemente, una única sombra: la oposición materna. Este obstáculo no pequeño, externo, es lo que parece separar a los protagonistas de la felicidad absoluta. Una vez salvado, ya sólo queda materializarla. Sin embargo, Bergman abre una grieta inesperada. Para ello se vale de uno de esos diálogos con doble tirabuzón como sólo él puede trazar, pasando imperceptiblemente de una de esas discusiones inocentes a un lanzamiento de cuchillos verbales (con predilección por el "nunca te perdonaré").
En las miradas aparece ahora un poso de resentimiento. Consecuentemente, la imagen se enfría.
Poco a poco, a modo de metrónomo despiadado, y según avanza la convivencia, la película va abriendo la grieta, no externa, sino por completo interna. La dirección de August se ajusta a este cometido como un guante: mecánica y rígida, sin ninguna concesión al adorno ni al espectador, ciñéndose al texto de manera funcional. La música aparece como único y ligero remanso. Mientras tanto, como un martillo pilón, se van acentuando esos defectos que se prometían como un mero juego; crece el "yo, yo, yo". El hielo que inunda el paisaje entra de lleno en la médula de la película.
Las miradas, las pocas veces que se entrecruzan, reflejan una frustración apenas oculta. La imagen se carga de intensidad.
Pero, de repente, August se independiza en el segmento de Petrus. Llega el clímax. La cámara se vuelve ligera, acompasa las intenciones de los personajes, expresadas, cómo no, en forma de miradas. La explosión de la impotencia. La víctima inocente. La cercanía de la tragedia. La gota que colma el vaso.
La imagen es, por fin, puro cine.
Y las miradas (motor indiscutible de la película), como reflejo de todo ello, están cargadas de ilusión. Con ellas, la imagen se vuelve cálida y luminosa.
Sobre esta relación sólo planea, aparentemente, una única sombra: la oposición materna. Este obstáculo no pequeño, externo, es lo que parece separar a los protagonistas de la felicidad absoluta. Una vez salvado, ya sólo queda materializarla. Sin embargo, Bergman abre una grieta inesperada. Para ello se vale de uno de esos diálogos con doble tirabuzón como sólo él puede trazar, pasando imperceptiblemente de una de esas discusiones inocentes a un lanzamiento de cuchillos verbales (con predilección por el "nunca te perdonaré").
En las miradas aparece ahora un poso de resentimiento. Consecuentemente, la imagen se enfría.
Poco a poco, a modo de metrónomo despiadado, y según avanza la convivencia, la película va abriendo la grieta, no externa, sino por completo interna. La dirección de August se ajusta a este cometido como un guante: mecánica y rígida, sin ninguna concesión al adorno ni al espectador, ciñéndose al texto de manera funcional. La música aparece como único y ligero remanso. Mientras tanto, como un martillo pilón, se van acentuando esos defectos que se prometían como un mero juego; crece el "yo, yo, yo". El hielo que inunda el paisaje entra de lleno en la médula de la película.
Las miradas, las pocas veces que se entrecruzan, reflejan una frustración apenas oculta. La imagen se carga de intensidad.
Pero, de repente, August se independiza en el segmento de Petrus. Llega el clímax. La cámara se vuelve ligera, acompasa las intenciones de los personajes, expresadas, cómo no, en forma de miradas. La explosión de la impotencia. La víctima inocente. La cercanía de la tragedia. La gota que colma el vaso.
La imagen es, por fin, puro cine.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Y es que la cosa no cuadraba; Bergman no podía acercarse a sus raíces de manera liviana, amable. Ahora bien, tampoco era de esperar un uso del bisturí tan descarnado, abriendo en canal con la mayor minuciosidad y precisión posibles a sus propios padres. La sombría incapacidad para la felicidad de él, y el retorcido y refinado rencor de ella, los revelan como personajes enfermizos. Esto provoca que la identificación emocional se distancia, con lo que cierta frialdad es inevitable.
Finalmente, tras el largo y agotador recorrido, las miradas, separadas por un abismo inabarcable, ya no expresan odio ni rencor. Ya sólo parecen expresar un “quizá”, un interrogante acerca del lugar donde se encuentra esa cosa tan improbable y esquiva de la felicidad. Pregunta que, mucho me temo, Bergman no pudo resolver.
Ante esto, la imagen, ya exhausta, se funde a negro.
Finalmente, tras el largo y agotador recorrido, las miradas, separadas por un abismo inabarcable, ya no expresan odio ni rencor. Ya sólo parecen expresar un “quizá”, un interrogante acerca del lugar donde se encuentra esa cosa tan improbable y esquiva de la felicidad. Pregunta que, mucho me temo, Bergman no pudo resolver.
Ante esto, la imagen, ya exhausta, se funde a negro.