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Voto de lyncheano:
8
6,7
623
Drama
A partir de la representación de una pieza religiosa en un teatro de la ciudad de Macon, donde hay una especie de epidemia de esterilidad, durante 1650, una joven explota a su hermano pequeño a través de las donaciones que recibe. (FILMAFFINITY)
20 de mayo de 2009
24 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde su primera escena, Greenaway sienta las bases de lo que va a ser su película: un ángel tarado se columpia desde un andamio suspendido en el cielo mientras con su asqueroso, obsceno tartamudeo próximo a la arcada, nos advierte a hombres y mujeres que dejemos de divertirnos en la cama. Lo burdo del maquillaje y el atrezzo nos anticipa que lo que vamos a ver a continuación es una obra teatral de contornos indefinidos; lo elevado de su posición nos indica que será un auto sacramental, de temática religiosa; su tartamudeo y aparente debilidad nos habla de un Cielo moribundo, una época en la que los iconos divinos son creados con la misma facilidad con que son destruidos, y todo por no ser más que meros espejos de la condición humana; por último, la forma en que mete y saca esa convulsa lengua de su boca nos remite al sexo más sucio y a la pura depravación, temática que se mezclará con la religión en un cochino acto sexual durante y a través de toda la cinta, para darnos a entender que estamos ante un retablo de las más bajas perversiones humanas. Greenaway nos cuenta la misma película de siempre, pero esta vez está lo suficientemente cerca del cocinero y el ladrón que es capaz de cocinar una obra cuanto menos exquisita. Los actores de tamaña representación teatral se mezclan con los espectadores que asisten a la función en una amalgama de personajes que bullen por el teatro de la vida, que no es sino la representación de este mundo, unos siglos antes, en el que todos deseamos tener un papel digno de consideración.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
El director mezcla imágenes cuasi-oníricas de impactante factura con sucias escenas de mujeres viejas y calvas llenas de pústulas, entrañas expeditivas, carne cruda y vómitos. Mezcla la más alta costura de época con los desnudos más bellos y también los más grotescos. El clero con la plebe y la nobleza. Como en un plato exótico y heterogéneo, todos forman parte de aquel espectáculo en clave de relato bíblico, rabiosamente barroco y metafórico, que simboliza a la perfección el papel de la Iglesia, la hipocresía de las altas clases (su terrible doble moral e ingenuidad) y la simpleza y brutalidad del pueblo llano. Julia Ormond brilla en su papel de hermana tirana y aprovechada, realizando una de las escenas con desnudo más valiente que recuerde (junto con la de Vigo en "Eastern Promises", quizás), mientras que a Ralph Fiennes no le vemos más que durante unos pocos pero intensos minutos. Sin embargo, no son los actores la baza principal de esta representación, sino la mano que pinta (y con Greenaway nunca mejor dicho) el cuadro. La cámara de Greenaway se mueve con delicadeza mediante unos travellings interminables a lo largo y ancho de todo el escenario, dando una sensación de continuidad que amplifica los espacios y consigue que perdamos la noción del tamaño de aquel teatro. Con la misma estructura operística que en todas sus demás películas, avanzando inexorable hacia un grotesco y efectista final, nos hace cómplices de sus fechorías, que no son más que la muestra indeleble de nuestra patética condición de humanos. Todo son defectos, todo es sexo, muerte y destrucción, pero al mismo tiempo todo es motivo de celebración y regocijo. Al final del último acto, público y actores se levantan y se dirigen hacia nosotros para brindarnos una cerrada ovación por haber formado parte de aquella aberración. Por tanto, no se nos da la opción de no ser como ellos. Lo somos y punto. Somos parte de ese colectivo que crea dioses para expiar sus pecados y después los matan, los desnudan, los roban y los acaban despedazando. Nadie hace nada para combatir la hipocresía de la Iglesia, porque necesitan de esa hipocresía tanto como necesitan quejarse de ella, pero mientras tanto siguen comprando reliquias de los fluidos del cuerpo y los líquidos de la vida del niño santo. Al final, todo se reduce al beneficio propio (sexo, salud, fertilidad, riqueza), al bien del individuo, y la estructura social impuesta no es sino el medio más civilizado para llegar a ello.