Salvaje con aires del Amazonas (ya saben, con el pelo entre Beatle y Príncipe de Bequelar) se pasea, cerbatana en boca, por Nueva York. Aguijonea a unos cuantos que perecen presos de temibles estertores. Temibles para el noble arte de la dramaturgia: yo no he visto secundarios morirse peor en toda mi vida.

Entre dardo y dardo, poco habituado como estaba a descifrar el significado de los semáforos, el mismo salvaje muere bajo las ruedas de un camión que lo deja como un sello conmemorativo del quinto centenario. Y este principio, ligeramente prometedor, no aporta nada a la historia, se desvincula totalmente de ella, y todavía me pregunto a cuento de qué venía.

El resto: sacrificio real (vanal y gratuito) de animales salvajes; también selva, tetas, culos, antropofagia de la señorita Pepis, y unos rituales autóctonos en plan erótico tan absurdos que yo creo que, como Lévi-Sterauss se entere, sale de la tumba y ajusta cuentas.

Respecto a la fotografía, sonorización y coherencia de los planos, aténganse al título de la critica.