Y sea Lubitsch, Billy Wilder, Groucho Marx, Howard Hawks o cualquier otro creador de comedias locas americanas, las llamadas Screwball comedy de los años treinta y cuarenta, el caso es que siempre generan un mundo que fácilmente podría ser confundido con un sanatorio mental. Farsas, ritmos alocados, ticks y repeticiones, diálogos acelerados y absurdos, confusiones y malos entendidos, ricos caprichosos y, como dijo alguien, "comedias de sexo sin sexo" donde no puede faltar el noviazgo y el amor espontaneo en el que una de las dos partes tarda más en descubrir cual es su media naranja, a la que en principio detesta.

Desde que Frank Capra inaugurara el género con la genial "Sucedió una noche" en 1934 hasta esta Mi querida secretaria han pasado quince años y los tiempos de la Gran Depresión ya están lejos. Es quizás por ello que el tono tardío y decadente de este título, ya fuera de época, lo convierte en olvidable sino fuera porque en verdad es divertido. Y lo es sobre todo por Keenan Wynn, secundario de lujo, antes que por un aún primerizo Kirk Douglas, aunque suene a repetitivo criticar sus escasas facultades para la comedia.

Los toques de modernidad que un apartamento pueden generar a partir de la década siguiente, no ya con evidentemente Wilder, sino también con las pequeñas comedias de alcoba de Rock Hudson y Doris Day, no evitan que esta película no pase de anécdota y llegue a hacerse algo cargante, aún contando con algunos diálogos verdaderamente desternillantes.

Pero bueno, no siempre el cine va a ser un Velázquez, ni tan siquiera un Zurbarán, hay que llenar el resto del museo.