He de reconocer que la película es impactante. La lucha del hombre frente a una naturaleza hostil es todo un ejercicio de terquedad, perseverancia y sobre todo de resistencia.

Es cierto que Flaherty, al menos en este film, no es un documentalista puro que retrate fielmente la realidad (la aparente familia no es tal, la caza del tiburón hacía cincuenta años que no se practicaba) pero esto no es óbice para que reconozcamos los méritos de su trabajo en condiciones ciertamente difíciles y adversas también para los profesionales del medio.

La fotografía en blanco y negro endurece más si cabe esa lucha titánica entre el hombre y el medio. Esa mujer cargada de algas ascendiendo esfuerzo a esfuerzo hasta la planicie, ese hombre cual martillo del infierno rompiendo rocas para obtener la tierra imprescindible para sembrar, ese niño aupando tierra desde angostas profundidades, esos pescadores luchando con la tormenta ó surcando el mar, más que la mar, unidos como la vida y la muerte, a un tiburón agonizante.

El hecho de que la película retrate a los isleños del siglo diecinueve más que a los del veinte sólo significa eso, unos años de diferencia, pero veámoslo como queramos, la película es un auténtico manifiesto de vida.