En el momento de su estreno esta fue una película que tuvo bastante repercusión, y que vista hoy en día no causa sonrojo alguno ni verguenza ajena. Desde luego su humor era coyuntural y algo rancio, pero esa parecía ser la única manera de sacar adelante un proyecto así en el último tramo de la dictadura del General Franco.
Y es que a pesar de la abundante sal gorda, los topicazos sobre los males que acechan a la juventud y los múltiples cliches, la buena dirección de Antonio Drove consigue eludir los elementos más casposos del guión para potenciar aquellos cuya ligereza y liviandad permitieran por un lado sortear a la impenitente censura y por otro entretener a un espectador medio que empezaba a estar bastante harto de los hermeticos dramones de Carlos Saura, las comedietas carpetovetónicas sobre el subdesarrollo endémico hispano, los vodeviles pseudoeroticos incapaces de levantar incluso la líbido más elemental o las encorsetadas y presuntuosas producciones de Elías Querejeta, y que quería ir al cine para ver un cine moderno, algo distinto y que le indicara que las cosas en España podían empezar a cambiar para equipararse al resto de Europa.
Quizás lo peor de todo sea el protagonismo de un histriónico y desaforado Arturo Fernández, más típico de películas de Ozores o Lazaga que de esta digna, fresca y por momentos muy divertida película,en la que a pesar de sus fallos, su cierta moralina conservadora y su estética algo envejecida incluso en el momento de su estreno, se rastrea la necesidad de dar un nuevo giro al cine comercial en nuestro país a partir de planteamientos que no tomen al espectador por cafre o por ignorante.