Que los detractores de Brian de Palma que desconozcan esta peli batan palmas y pateen el suelo, que salten de sus butacas y salgan corriendo en su busca, que vayan metiendo palomitas en el micro y coca-colas a mansalva en el frigo y que la vean, que la vean sin demora, porque van a disfrutar como puercos retozando en el barro, van a descamisarse a zarpazos y a aullar y a rugir de placer clavando sus colmillos en ella y haciéndola trizas sin piedad alguna, porque todo cuanto odian del cine de De Palma (los argumentos delirantes, la fijación obsesiva por Hitchcock, la grandilocuencia, el efectismo y el exhibicionismo técnico) se halla aquí sublimado hasta puntos difíciles de asimilar.

Si hay quien cree que a De Palma se le va la olla más de la cuenta y que historias como las de “Fascinación”, “La furia” o “En nombre de Caín” no se las traga ni Dios, que espere a ver “Hermanas”. No pienso soltar prenda acerca de su argumento, pero sé muy bien lo que con razón diréis algunos: que la primera parte de esta demencial y truculenta peli parece escrita por un chimpancé borracho que, a mitad del metraje, se hubiera colado en una centrifugadora en marcha con su máquina de escribir para pergeñar la continuación de la historia y su enloquecido desenlace. ¡Y qué desenlace, cielo santo! Os puedo asegurar que un mico en esas circunstancias jamás estuvo tan cerca de tocar el cielo.

Claro que en buena medida la culpa es del gordito Hitchcock, por cuyos suculentos jamones, como todos sabemos, se pirra De Palma, y que le ofrece a este desvergonzado sacamantecas gran parte de las ideas que después firma con su nombre. “Hermanas”, de hecho, es en este aspecto concreto una pieza clave en su filmografía, porque es en esta peli cuando inicia su costumbre de saquear sin piedad un clásico tras otro del bueno de Hitch: la música de Bernard Herrmann, un buen par de chorros de “Psicosis”y “La ventana indiscreta”, unas gotas de “La soga” y unos apuntes del mismo cursillo de psiquiatría por correo que siguió Hitchcock para rodar “Recuerda” le sirven a De Palma para dar forma y anudar, con cuatro alambres y alguna tira de esparadrapo, una línea argumental que no es más que un cable tendido sobre un abismo por el que el insensato amigo Brian, sin más ayuda que su portentoso dominio del montaje y los movimientos de cámara, echa a andar con los ojos vendados.

Lo más increíble del caso es que con semejante material de derribo De Palma no se pegue un hostíón a los cinco minutos de peli, sino que consiga mantener la tensión a lo largo de buena parte del metraje y crear esa atmósfera tan particular que poseen todas sus trabajos, a medio camino entre la realidad y el puro delirio, hasta llegar a una secuencia final, tan desconcertante en lo escenográfico como virtuosísima técnicamente, que esconde, tal vez, el secreto, ya no de esta peli sino de todo su cine posterior a ella: el cine es un juego, amigos, y yo me lo estoy pasando de muerte. Y si no os gusta jugar, que os den.