Viajamos a través del tiempo y del espacio, desde la Francia de finales del siglo XIX y principios del XX a la Inglaterra de 1947 para un thriller de espionaje basado en hechos reales. Si os digo que el director es de origen polaco y lo que se denuncia ocurrió en 1940, deberíamos saber que estamos ante la masacre de Katin, cuando agentes de la NKVD, a la orden de Stalin, asesinaron a sangre fría a la flor y nata de la sociedad polaca, a más de 22.000 personas, prisioneros de guerra fruto de la invasión germano-soviética, cuando Hitler y Stalin eran aliados y cómplices en el inicio de la Segunda Guerra Mundial, una cosa que la izquierda prefiere olvidar para su propia conveniencia pero que revela un dato fundamental: los nazis están más cerca de la izquierda marxista que de la derecha reaccionaria en tanto que fue capaz de pactar a este nivel con la primera pero nunca con la segunda.

Es posible que me haya enredado más en el contexto político de "El último testigo" pero también lo hago porque la película no tiene mucho más que servir como denuncia de este crimen genocida, no demasiado conocido. La trama avanza de forma extremadamente previsible, sin apenas suspense, intriga o misterio, es todo demasiado simple como para que tenga valor por su propia naturaleza cinematográfica. Es más, resulta que aunque los hechos son verídicos no lo son en absoluto los personajes, los sucesos y las investigaciones que vemos. Es decir, que todo es inventado y se nota por su poca verosimilitud y exageración. Al mismo tiempo, Szkopiak, como si no tuviera bastante, se empeña en meterse con los Aliados y de paso tejer una especie de drama romántico que causa algo de perplejidad, con un personaje femenino metido con calzador que la verdad no pinta absolutamente nada.