Escape Room es una tontada, apta únicamente para adolescentes con pocos muebles en la azotea y contumaces de los videojuegos. Porque de eso se trata, un videojuego. Seis desconocidos, elegidos en teoría al azar, son citados en un misterioso lugar para jugar al escape room. Irán cascando de uno en uno, y deberán utilizar sus (escasas) células grises para sobrevivir. A partir de ahí, todo son sustos, trampas mortíferas, música estridente, gritos a porrillo, carrerillas y movimientos de cámara temblorosos. Los actores son malos a rabiar y recitan sus diálogos sin la menor convicción, de manera que el espectador, resignado a su suerte, espera hasta el final y descubre que... habrá secuela, como no podía ser menos (ya la están rodando). Claro, costó nueve millones y ya ha recaudado ciento cincuenta y seis en todo el mundo. Adam Robitel, de quien recuerdo con pavor el cuarto Insidious, le da a la manivela con una mano, y con la otra a la caja registradora. Todo es absurdo e imbécil en una cinta en la que no vale la pena invertir más palabras.