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España España · Madrid
Voto de Charles:
7
Comedia La noche del 2 de marzo de 1953 murió un hombre. Ese hombre es Josef Stalin, dictador, tirano, carnicero y Secretario General de la URSS. Y si juegas tus cartas bien, el puesto ahora puede ser tuyo. Una sátira sobre los días previos al funeral del padre de la nación. Dos jornadas de duras peleas por el poder absoluto a través de manipulaciones, lujurias y traiciones.
28 de marzo de 2018
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay algo de encantadoramente anacrónico en ver a respetables actores británicos o norteamericanos encarnando a históricas figuras rusas.
Como si no hubiéramos llegado a un S. XXI en el que los actores han dejado de ser el reclamo, o hubiera necesidad de adaptar esta historia para un posible atractivo internacional cuando, si es buena, va a llegar igualmente al público que quiera verla. Tal como está, queda lo más cerca posible de ser un entrañable museo de caricaturas: uno divertidísimo de ver y seguro que más divertido de interpretar, pero algo triste desde el punto de vista social o cultural.
Aunque hay algo que estoy pasando por alto, y que creo que es la clave de todo esto: los hechos sucedieron en la Madre Rusia, pero para los rusos… no tuvieron ni puta gracia. Y entonces asoma la idea de que vaya mundo ridículo el que tenemos, si no somos capaces de aceptar el absurdo de nuestra Historia, y reírnos de ella para no tener que volver a repetirla.

La realidad es que la Unión Soviética fue gobernada por un grandísimo cabrón cuyo afán sanguinario sólo rivalizaba con su imagen de abuelo bonachón.
Y nadie movía un puñetero músculo, alzaba ni una sola vez la voz o ponía verde al vecino, porque era demasiado grande el temor.
Pero también es verdad que los vericuetos del poder son extraños y exagerados, y de una represión excesiva sólo pueden nacer ambiciones equivalentes: nadie quiere deshonrar al Camarada Supremo mientras aún estaba caliente… pero posicionarse bien es esencial para no acabar siendo víctima del siguiente.

Nikita Khrushchev, Lavrenti Beria y otros tantos capullos soviéticos se abalanzan sobre el posible liderazgo, al principio con la calma de quien se sabe condenado si el abuelo todavía se levanta y dice algo, pero más tarde con la clase de patética manipulación que no sabe ser sutil, como buitres que sobre un cadáver están danzando.
De repente, es esencial alcanzarle una silla con lámpara o un hombro sobre el que llorar a Svetlana Stalin, al igual que es estrictamente necesario dejar a Vasily Stalin proclamar un “edificante” discurso sobre la procesión funeraria.
Los “imposibles” del abuelo, los traidores desaparecidos, a esos todavía se les puede recuperar, queda permitido todo lo que el anterior régimen había impedido, por lo menos hasta que dure la inseguridad de no saber quién en qué bando está: Armando Iannucci se lanza entonces un guiño propio, confinando al particular coro griego-ruso a estar “en el bucle” de la política rupturista con lo anterior, que quiere seguir de alguna manera la tradición, pero quiere demostrar carácter respecto a lo que ya se vió, pero no quiere manchar la memoria del que se murió, pero…

Todos parecen tan estúpidamente afectados, todos interpretando su calculado papel… que al final hay que querer a Georgy Malenkov, el único que se disfraza con tupé, retratando en sesión de fotos (con niña incluida) su idónea planta como líder del régimen: sí, quizás es abiertamente ridículo, pero no mucho más que sus compañeros, aparentando ser inocentes y creyendo que sus puñaladas no se ven.
Al final, se aprecian más esos brotes de humanidad, como los de un furibundo Beria lanzando esos papeles que hablan de la suciedad de sus “compañeros”, claros testimonios de que toda rata quiso salvar su culo en el barco, y ahora, en vez de abandonarlo, no pueden esperar a proclamarse capitanes.
Jason Isaacs casi me vale como contrapunto: su Marshal Zhukov dibujo animado deja ver que por lo menos alguien iba de frente, y precisamente por eso ya se gana más respeto que los que le rodean, aunque se le cuelguen innumerables carnicerías.
Pero es Maria Veniaminovna, la pianista, la que se gana la nota humilde de la descacharrante sinfonía, al ser la única que se atrevió a decirle al Comandante, aún en vida, todo lo que sentía (y este se rió; señal clara de que aún en lo horrendo cabe la diversión).

‘La Muerte de Stalin’ no renuncia a su naturaleza de comedia, y podría ser que a veces pase por alto hechos reales para divertirse más de la cuenta.
Pero queda claro que lo hace para, en el momento dado, congelarte la sonrisa, y decirte que estos payasos estaban llevando a cabo un espectáculo muy serio.
Uno que se lleva prolongando mucho tiempo, que cambia de intérpretes pero nunca de objetivo: el poder son unas sillas musicales, y nadie se libra de hacer el gilipollas hasta que la música acabe.

Un durísimo “nunca pensé que serías tú” concluye esa melodía, la única frase seria de toda la película.
Y entonces creo que puedo entender que a los rusos les cueste contar la amarga verdad tras toda la comedia.
Charles
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