Lo bueno de este western de Boetticher es que, como en otros que llevan su firma, los personajes protagonistas esconden una información que no se desvela hasta que no pasan esos minutos esenciales para que la intriga aumente. Y como suelen ser pocos minutos los de sus películas, como aquí, todos salimos ganando. No hay pesadez sino emoción, no hay indiferencia sino alicientes. Randolph Scott llega a un pueblo típico del oeste y no sabemos si es bueno o malo, aunque evidentemente intuimos que ha de ser bueno. No sabemos nada de su venganza, de sus planes, ni de su pasado ni de su relación con ese colega que le acompaña. Todos esos interrogantes Boetticher se encarga de afilarlos bien.

Lo mejor de todo es que nada es lo que parece. El bueno no lleva consigo mismo la verdad absoluta y lo que es más sorprendente, diría incluso que es lo más admirable de la película: el malo resulta no ser tan malo como creíamos. Es un western atípico porque las etiquetas que les corresponden a nuestros personajes acaban desdibujadas. Esa insólita desviación de lo ortodoxo a mí me convence. No le negaré su gran línea argumental clásica; la violencia, los tiros, los borrachos y hasta el barbero pertenecen al mundo que describe el western. Pero ese toque distinto que nos hace descubrir una gran diferencia entre lo que es y lo que parece a mí me ha acabado convenciendo.

Ha sido al final, cuando uno se va del pueblo de una manera no esperada y el otro se queda en el bar bebiendo sin celebrar nada para acabar yéndose solo. Nada es como pensábamos y lo agradezco, de otra manera hubiera sido sí un western típico de serie B normalito.