Pasarlo mal puede pintar la muerte como algo deseable, pero al menos sobrevive un peculiar instinto de comunidad que trata de mantener a sus miembros con vida. Lo hace a través de la comunicación, tratando de aliviar el peso de las experiencias de cada uno y haciendo que su relato mutuo establezca algo más que los mimbres de una trivial comparación.

Todo esto queda reflejado de una manera muy explícita en una de las escasas producciones de Peter Cohn, quien aquí delata una pasión casi documental por afear a sus personajes y hacerlos ajenos a su conciencia de actores. Esto es curioso porque, de las dos líneas narrativas que se abren (el relato de un Richard Lewis espléndido, que se dilata hasta sus últimas consecuencias, y las historias de cada uno de los que asisten a las reuniones) cualquiera diría que los monólogos que las constituyen no hacen sino incidir, de alguna forma, en lo teatral de una propuesta semejante. Sin embargo, los tics de cada personaje, las gargantas secas, lo duro de sus relatos trasciende por completo la sensación de estar ante un libreto bien elaborado, y a mi me sitúa en primera fila, junto a ellos.

En esta línea, es normal sentir que la propuesta, como película, puede no funcionar siempre, y que algunas intervenciones son más interesantes que otras. No obstante, hay constancia interna de esto en el propio interés que suscitan en los oyentes, que proceden a levantarse, a ir a por más café pero nunca para interrumpir. En esta película hay un gran pulso contra el orgullo, que acalla o acata ante la fuerza de voluntad, y que se materializa en las decisiones (más que en su constancia, como se verá al final) y que habilita una poderosa reflexión sobre la responsabilidad, la culpa y la desesperación.